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miércoles, 25 de enero de 2017

José Luis Cabezas: matar a un fotógrafo

Por Héctor D'Amico

¿Qué aprendimos los argentinos en estos veinte años sin José Luis Cabezas? La primera consideración es que no tiene sentido pensarlo en pasado. Es como querer apurar a la historia. La noticia de su muerte, en un país tan propenso al olvido, no sólo alcanzó la dimensión de una tragedia nacional, sino que tuvo otra singularidad, como es haber conmovido a vastos sectores de la sociedad en un duelo que no termina de cerrar.

La razón de este acompañamiento colectivo, aun para los nacidos después de aquella madrugada brutal en la que fue secuestrado, golpeado, esposado, ejecutado y quemado dentro de un auto, quizá no es otra que la demanda explícita de que su muerte no sea una muerte más, como tantos temieron -temimos-, en la desolación y la orfandad que impuso el crimen.

Los homenajes, las marchas multitudinarias, tantas calles, aulas, monumentos, murales y plazas que llevan su nombre, de Tierra del Fuego a Tartagal, son también parte de este presente. La persistencia colectiva, silenciosa, sin mandatos ni liderazgos visibles, ha conseguido a su manera identificar el apellido Cabezas con la búsqueda de la verdad. El vínculo no puede ser más oportuno tratándose de un fotógrafo talentoso, inquieto, valiente, que no se aparta de lo que George Orwell entendía como la auténtica razón de ser de esta profesión. "Periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques -afirmó-, todo lo demás son relaciones públicas."

Entre las muchas fotos de tapa que la revista Noticias le encargó a Cabezas, sobresalen dos que, por su impacto editorial, importancia del tema y las excepcionales circunstancias en que fueron tomadas, Orwell las habría aprobado sin dudar. Son el registro del conflicto y las tensiones que irrumpen en un medio cuando el que alienta la impunidad no es otro que el poder. La primera foto fue "Maldita Policía", ilustrada con una imagen en primer plano de Pedro Klodczyk, jefe de la policía de la provincia de Buenos Aires, y llegó a los quioscos poco después de que el gobernador Eduardo Duhalde anunciara que la bonaerense era "la mejor policía del mundo".

La otra foto fue la de Alfredo Yabrán caminando en traje de baño, con su esposa, entre la gente, en la playa de Pinamar. Nadie en el ambiente de la política y de los medios ignoraba que ésa era una foto prohibida. Un año antes, mientras despotricaba contra Domingo Cavallo en su residencia de San Isidro, el propio Yabrán se lo comentó a dos periodistas con una frase que, de tan repetida, terminó siendo un estereotipo: "Sacarme una foto a mí es como pegarme un tiro en la frente".

El más grave atentado contra la libertad de prensa en la Argentina, en los hechos, fue una cacería humana ejecutada por un grupo de policías con la colaboración de la llamada banda Los Horneros, que no eran más que cuatro delincuentes comunes contratados por los mismos uniformados como apoyo logístico para atrapar y eliminar a Cabezas. En la inteligencia previa, hay que recordar, participaron otros actores, algunos de ellos con mayores responsabilidades en la jerarquía del pacto criminal. Entre ellos, Gregorio Ríos, jefe de custodios de Yabrán; Gustavo Prellezo, autor material de los disparos; la oficial inspectora Silvia Belawski, la única mujer y la primera a la que se le encomendó espiar los movimientos del fotógrafo; Jorge Cammarata, ex comisario del Destacamento de Valeria del Mar, y Alberto "la Liebre" Gómez, ex comisario de Pinamar y responsable de la zona liberada.

Una de las inexplicables contradicciones del crimen fue haberlo planeado como una suerte de monumento al escarmiento; dicho en otras palabras, la venganza es el mensaje y su efecto residual, el escarmiento. El grosero error de diagnóstico fue haber imaginado que la conmoción y el reclamo de justicia no se extenderían más allá del interés que podía prestarle la comunidad a un homicidio cometido en pleno verano en Pinamar. El relato estremecedor que le llegó a la opinión pública acerca de cómo ocurrieron los hechos y la temprana admisión del gobernador Eduardo Duhalde al confesar "me tiraron un muerto" terminaron mostrando mucho más que la punta del iceberg.

Volver a Gustavo Prellezo es siempre convocar a la maldad y al cinismo extremo. Fue quien hizo arrodillar a Cabezas, quien aseguró las esposas a sus espaldas, lo tiró en el auto sobre el asiento del acompañante y le pegó dos tiros. Llevó después los bidones con combustible, roció el cadáver y amenazó a uno de Los Horneros porque no se animó a prenderle fuego. Condenado a reclusión perpetua, recibió el beneficio de la prisión domiciliaria, permisos para tratar su hernia de disco, ir sin custodia al hospital, cursar en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Plata y, finalmente, salir a la calle como un hombre sin pasado. La noticia se conoció hace días y para la familia Cabezas fue como si volvieran a llamar a la puerta.

La investigación judicial por el caso acumuló 220 cuerpos de 200 fojas cada uno, además de otros 70 cuerpos de expedientes paralelos. Pero el mayor interrogante del crimen, por qué ocurrió, no pudo ser resuelto. La principal hipótesis del juez José Luis Macchi supone que Prellezo cumplía órdenes de Ríos, jefe de custodia de Yabrán, con quien se comunicó en las horas críticas del asesinato. Yabrán, sospechado como supuesto instigador del crimen, se suicidó el 20 de mayo de 1998, cuando el juez ordenó su captura.

Un hecho no menor, pero sin registro en la memoria colectiva, son quienes se atrevieron a vencer el miedo y ayudaron a impulsar la investigación amparados en el anonimato. El hombre que días después del crimen citó a un periodista en un bar de Tribunales, a la medianoche, con suficiente información como para impugnar la autopsia, es uno de ellos. Las negligencias que describió y anotó en un papel, al ser publicadas, impulsaron la exhumación del cuerpo. Se confirmó entonces la existencia de un segundo orificio en el cráneo, la verdadera dirección de los disparos, el hecho de que el policía que firmó el examen no estuvo nunca en el lugar y la admisión del médico al reconocer que había trabajado cansado y a las apuradas sobre el cadáver de Cabezas. La tarjeta personal de un ex marido que la esposa hizo llegar en secreto a la revista resultó una sorpresa de carácter incriminatorio. La tarjeta había acompañado un enorme jarrón de regalo y decía: "Feliz cumpleaños, si no te sirve de adorno es para que se lo rompas en la cabeza a algún fotógrafo indiscreto". Firmado: Alfredo Yabrán.

La redacción de Noticias, desolada por el shock pero sin dejarse abatir, en la que cada uno hizo el duelo como pudo y despidió al amigo muerto con la promesa de llegar a los asesinos, se convirtió en un búnker improvisado a dos cuadras de Obelisco. Patrulleros de la Policía Federal hacían guardia las veinticuatro horas en la planta baja y otro tanto ocurría con los agentes de la Secretaría de Inteligencia en el piso de los periodistas.

El chequeo de información entre los medios, las consultas ante una nueva pista, las llamadas de colegas del exterior y el diálogo cotidiano entre editores que, a fin de cuentas, competían por un mismo mercado nunca fueron tan frecuentes como en los meses de avances y retrocesos en la investigación que precedieron el juicio en Dolores. No fue el resultado de ningún acuerdo. Era la aceptación de que la causa Cabezas se había convertido en algo tanto o más importante que el aporte individual que podía hacer cada cronista, editor, diseñador o fotógrafo. Toda una ironía. En su hora más dramática, el periodismo alcanzaba uno de los más logrados momentos de su historia.

© La Nación

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