Por Héctor D'Amico
¿Qué aprendimos los argentinos en estos veinte años sin José
Luis Cabezas? La primera consideración es que no tiene sentido pensarlo en
pasado. Es como querer apurar a la historia. La noticia de su muerte, en un
país tan propenso al olvido, no sólo alcanzó la dimensión de una tragedia
nacional, sino que tuvo otra singularidad, como es haber conmovido a vastos
sectores de la sociedad en un duelo que no termina de cerrar.
La razón de este acompañamiento colectivo, aun para los
nacidos después de aquella madrugada brutal en la que fue secuestrado,
golpeado, esposado, ejecutado y quemado dentro de un auto, quizá no es otra que
la demanda explícita de que su muerte no sea una muerte más, como tantos
temieron -temimos-, en la desolación y la orfandad que impuso el crimen.
Los homenajes, las marchas multitudinarias, tantas calles,
aulas, monumentos, murales y plazas que llevan su nombre, de Tierra del Fuego a
Tartagal, son también parte de este presente. La persistencia colectiva,
silenciosa, sin mandatos ni liderazgos visibles, ha conseguido a su manera
identificar el apellido Cabezas con la búsqueda de la verdad. El vínculo no
puede ser más oportuno tratándose de un fotógrafo talentoso, inquieto,
valiente, que no se aparta de lo que George Orwell entendía como la auténtica
razón de ser de esta profesión. "Periodismo es publicar lo que alguien no
quiere que publiques -afirmó-, todo lo demás son relaciones públicas."
Entre las muchas fotos de tapa que la revista Noticias le
encargó a Cabezas, sobresalen dos que, por su impacto editorial, importancia
del tema y las excepcionales circunstancias en que fueron tomadas, Orwell las
habría aprobado sin dudar. Son el registro del conflicto y las tensiones que
irrumpen en un medio cuando el que alienta la impunidad no es otro que el
poder. La primera foto fue "Maldita Policía", ilustrada con una
imagen en primer plano de Pedro Klodczyk, jefe de la policía de la provincia de
Buenos Aires, y llegó a los quioscos poco después de que el gobernador Eduardo
Duhalde anunciara que la bonaerense era "la mejor policía del mundo".
La otra foto fue la de Alfredo Yabrán caminando en traje de
baño, con su esposa, entre la gente, en la playa de Pinamar. Nadie en el
ambiente de la política y de los medios ignoraba que ésa era una foto
prohibida. Un año antes, mientras despotricaba contra Domingo Cavallo en su
residencia de San Isidro, el propio Yabrán se lo comentó a dos periodistas con
una frase que, de tan repetida, terminó siendo un estereotipo: "Sacarme
una foto a mí es como pegarme un tiro en la frente".
El más grave atentado contra la libertad de prensa en la
Argentina, en los hechos, fue una cacería humana ejecutada por un grupo de
policías con la colaboración de la llamada banda Los Horneros, que no eran más
que cuatro delincuentes comunes contratados por los mismos uniformados como
apoyo logístico para atrapar y eliminar a Cabezas. En la inteligencia previa,
hay que recordar, participaron otros actores, algunos de ellos con mayores
responsabilidades en la jerarquía del pacto criminal. Entre ellos, Gregorio
Ríos, jefe de custodios de Yabrán; Gustavo Prellezo, autor material de los
disparos; la oficial inspectora Silvia Belawski, la única mujer y la primera a
la que se le encomendó espiar los movimientos del fotógrafo; Jorge Cammarata,
ex comisario del Destacamento de Valeria del Mar, y Alberto "la
Liebre" Gómez, ex comisario de Pinamar y responsable de la zona liberada.
Una de las inexplicables contradicciones del crimen fue
haberlo planeado como una suerte de monumento al escarmiento; dicho en otras
palabras, la venganza es el mensaje y su efecto residual, el escarmiento. El
grosero error de diagnóstico fue haber imaginado que la conmoción y el reclamo
de justicia no se extenderían más allá del interés que podía prestarle la
comunidad a un homicidio cometido en pleno verano en Pinamar. El relato
estremecedor que le llegó a la opinión pública acerca de cómo ocurrieron los
hechos y la temprana admisión del gobernador Eduardo Duhalde al confesar
"me tiraron un muerto" terminaron mostrando mucho más que la punta
del iceberg.
Volver a Gustavo Prellezo es siempre convocar a la maldad y
al cinismo extremo. Fue quien hizo arrodillar a Cabezas, quien aseguró las
esposas a sus espaldas, lo tiró en el auto sobre el asiento del acompañante y
le pegó dos tiros. Llevó después los bidones con combustible, roció el cadáver
y amenazó a uno de Los Horneros porque no se animó a prenderle fuego. Condenado
a reclusión perpetua, recibió el beneficio de la prisión domiciliaria, permisos
para tratar su hernia de disco, ir sin custodia al hospital, cursar en la
Facultad de Derecho de la Universidad de La Plata y, finalmente, salir a la
calle como un hombre sin pasado. La noticia se conoció hace días y para la
familia Cabezas fue como si volvieran a llamar a la puerta.
La investigación judicial por el caso acumuló 220 cuerpos de
200 fojas cada uno, además de otros 70 cuerpos de expedientes paralelos. Pero
el mayor interrogante del crimen, por qué ocurrió, no pudo ser resuelto. La
principal hipótesis del juez José Luis Macchi supone que Prellezo cumplía
órdenes de Ríos, jefe de custodia de Yabrán, con quien se comunicó en las horas
críticas del asesinato. Yabrán, sospechado como supuesto instigador del crimen,
se suicidó el 20 de mayo de 1998, cuando el juez ordenó su captura.
Un hecho no menor, pero sin registro en la memoria
colectiva, son quienes se atrevieron a vencer el miedo y ayudaron a impulsar la
investigación amparados en el anonimato. El hombre que días después del crimen
citó a un periodista en un bar de Tribunales, a la medianoche, con suficiente información
como para impugnar la autopsia, es uno de ellos. Las negligencias que describió
y anotó en un papel, al ser publicadas, impulsaron la exhumación del cuerpo. Se
confirmó entonces la existencia de un segundo orificio en el cráneo, la
verdadera dirección de los disparos, el hecho de que el policía que firmó el
examen no estuvo nunca en el lugar y la admisión del médico al reconocer que
había trabajado cansado y a las apuradas sobre el cadáver de Cabezas. La
tarjeta personal de un ex marido que la esposa hizo llegar en secreto a la
revista resultó una sorpresa de carácter incriminatorio. La tarjeta había
acompañado un enorme jarrón de regalo y decía: "Feliz cumpleaños, si no te
sirve de adorno es para que se lo rompas en la cabeza a algún fotógrafo indiscreto".
Firmado: Alfredo Yabrán.
La redacción de Noticias, desolada por el shock pero sin
dejarse abatir, en la que cada uno hizo el duelo como pudo y despidió al amigo
muerto con la promesa de llegar a los asesinos, se convirtió en un búnker
improvisado a dos cuadras de Obelisco. Patrulleros de la Policía Federal hacían
guardia las veinticuatro horas en la planta baja y otro tanto ocurría con los
agentes de la Secretaría de Inteligencia en el piso de los periodistas.
El chequeo de información entre los medios, las consultas
ante una nueva pista, las llamadas de colegas del exterior y el diálogo
cotidiano entre editores que, a fin de cuentas, competían por un mismo mercado
nunca fueron tan frecuentes como en los meses de avances y retrocesos en la
investigación que precedieron el juicio en Dolores. No fue el resultado de
ningún acuerdo. Era la aceptación de que la causa Cabezas se había convertido
en algo tanto o más importante que el aporte individual que podía hacer cada
cronista, editor, diseñador o fotógrafo. Toda una ironía. En su hora más
dramática, el periodismo alcanzaba uno de los más logrados momentos de su
historia.
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