Por Arturo Pérez-Reverte |
Hace unos días, al anochecer, dos ladrones se pasearon por
el jardín de mi casa. Uno de ellos, incluso, llegó a introducirse por una
ventana semiabierta y penetró en el interior. Estábamos viendo Perdición en la
tele y nadie se dio cuenta hasta que Rumba, la perra, alzó la cabeza, gruñó y
se lanzó hacia el pasillo, seguida por Sherlock. Cogí la escopeta de caza y la
linterna, hice clac-clac metiendo un cartucho de postas en la recámara –no
sabía lo que iba a encontrar, y estoy mayor para que me inflen a hostias–, pero
el intruso ya se había largado. Así que, tras asegurarme de eso, salí al jardín
a echar un vistazo.
Pero no había nadie. Los dos fulanos habían saltado el
muro, largándose. Así que telefoneé a Picolandia por si entraban en otra casa
cercana, guardé la escopeta, cerré la ventana, conecté la alarma, acaricié a
los perros y seguí viendo la peli, resignado. Se preguntarán ustedes cómo sé
que los asaltantes eran dos. Y la respuesta está chupada: los vi luego en las cámaras
de vigilancia. Las imágenes eran todo un espectáculo, pues se veía
perfectamente como los malos saltaban el muro con una tranquilidad asombrosa,
cual si no les preocupase que los vieran o no. Caminaban rodeando la casa
mientras buscaban cómo entrar. Lo hacían sin esconderse, con toda calma,
charlando entre ellos mientras comentaban la jugada, esta ventana sí y aquella
no, cómo lo ves, colega, etcétera. Ni siquiera se agachaban, y miraban las
cámaras –llevaban gorras que les ocultaban la cara– sin esconderse, con ganas
de saludar. Y al llegar ante la ventana iluminada del cuarto donde veíamos la
tele, se detuvieron un buen rato, estudiándonos. Una familia y dos perros
absortos en Fred McMurray, Bárbara Stanwick y Edward G. Robinson. Pan comido,
compañero. Ningún problema. Así que siguieron dando la vuelta, vieron
entreabierta una ventana en la cocina, uno ayudó al subir el otro, y éste se
coló por ahí. Como por su propia casa.
Tiene huevos el asunto, oigan. Los dos, tan campantes. Y yo,
luego, mientras exploraba el jardín con la herramienta en la mano, preocupado
por si los encontraba allí. Qué pasa, pensaba, si le pego un tiro a uno, aunque
sea en una pierna, y le estropeo algo. O si en la casa, olvidándome de la
escopeta, al ver a un tío dentro, hubiera agarrado uno de los sables de
caballería napoleónicos que tengo allí para endiñarle un sablazo. O sea, mi
ruina total. Si lo dejo vivo, me reclamará daños y perjuicios. Si me lo cargo,
su familia vivirá de mí el resto de su vida. Pero si ocurre lo contrario, si es
el malo quien madruga y mi mujer o mi hija se los encuentran en el pasillo o el
dormitorio, si a mí me dan las mías y las del pulpo –a ver quién se mete en una
casa ajena sin llevar, al menos, una navaja en el bolsillo– a ellos no les
pasará absolutamente nada. Como mucho, una visita al cuartelillo para comprobar
que tienen más antecedentes que Curro Jiménez. Después, un juez aburrido o
comprensivo los pondrá en la calle tras afearles la conducta, e incluso sin
afeársela, citándolos para dentro de unos meses, o unos años, o nunca. Y si
alguna vez les cae algo, que lo dudo, será una cosita suave, poco traumática;
porque, a fin de cuentas, el noble deseo de nuestra sociedad no es castigar,
sino regenerar. Y más cuando los regenerables se limitan a entrar en casas
ajenas y dar a sus propietarios unos golpes o navajazos de nada. Y encima, a lo
mejor o casi seguro, esos fulanos que miran las cámaras con todo descaro son
producto de una sociedad explotadora e injusta; o incluso, atenuante
definitivo, inmigrantes sin trabajo rechazados por la opulenta y egoísta
Europa. Y una casa con jardín, propia en España de ricos y de fachas, es
provocación pura y dura.
Total, que esos eran mis alegres pensamientos mientras iba
la otra noche con la linterna y la escopeta, mirando rincones como un
gilipollas. Podrías ahorrarte el paseo, chaval. Pensaba. Porque ya me contarás,
si los encuentras, qué carajo vas a hacer con la posta lobera. Y lo peor es que
lo saben. Hasta puede que sean ellos quienes te introduzcan la escopeta por el
ojete. Conocen de sobra dónde están, y a qué leyes se enfrentan. Por eso posan
tranquilos ante las cámaras. Es la ventaja que tiene vivir en un país como
éste, democracia ejemplar donde los derechos y libertades de cualquier hijo de
la gran puta empiezan donde acaban los de la gente honrada y normal; no en una
pseudo-democracia fascista como, por ejemplo, los Estados Unidos, donde a un
intruso pueden pegarle un tiro en cuanto pisa un jardín ajeno. Aquí, eso sólo
nos parece bien en las películas de Clint Eastwood.
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