Por Javier Marías |
Si hace años que no voy al teatro, es porque no
deseo exponerme a sobresaltos. No me refiero ya a esas obras “modernas” en las
que se obliga a “participar” al público lanzándole agua o pintura o bengalas, o
a “interactuar” con los intérpretes que bajan al patio de butacas para
restregarse contra él y vejarlo. Eso me lo tengo prohibido desde que empezó a
suceder hace tiempo.
Pero tampoco está uno a salvo de riesgos de otra índole si
va a la representación de un clásico. El teatro –más que el cine y las series–
ha caído rendido a casi todas las tontunas contemporáneas. Se permite lo
“simbólico” y lo inverosímil en mucho mayor grado, y ahí caben todas las
supuestas genialidades de muchos adaptadores y directores, convertidos en las
verdaderas estrellas, usurpadores de los buenos nombres de Lope, Calderón,
Molière o Shakespeare. Con este último está uno en constante peligro. Es ya un
tópico que sus personajes aparezcan vestidos de nazis o de decimonónicos, o
transmutados en gangsters, o que la acción de
las obras se sitúe en cualquier sitio: Romeo y Julieta en la discoteca, Macbeth
en Chicago, Próspero y Miranda abandonados en el espacio intergaláctico. En
2012 Phyllida Lloyd tuvo al parecer éxito con su versión de Julio César ambientada en una cárcel de mujeres y
con reparto femenino al completo, consiguientemente. La verdad, para mí no,
gracias.
Pero este último caso forma parte de un movimiento
deliberado. Como sabemos, las actrices se quejan de que sus salarios son inferiores
a los de sus colegas varones, pero me imagino que eso estará en función de lo
taquilleros y rentables que sean, independientemente del sexo. Es como si la
mejor futbolista protestara por ganar menos que Messi: se da el caso de que
éste convoca a millones de espectadores y genera dinerales. También se quejan
de que no haya tantos ni tan buenos papeles para ellas como para los hombres, y
presionan a los creadores para que se enmienden, sin tener en cuenta que los
que escribimos nos interesamos por lo que nos interesa y no estamos para adular
a tal o cual colectivo. Shakespeare tiene muchos personajes femeninos
importantes, pero la actriz Harriet Walter ha hecho el cómputo: de media, uno por
cada cuatro masculinos, y además son éstos “quienes encaran las cuestiones
políticas y filosóficas que nos atañen a todos”. Es decir, suelen estar a su
cargo los soliloquios más profundos, y más lucidos para los actores. La
respuesta natural sería: “¿Y qué quieren, si en época de Shakespeare eso era
más creíble o él decidió poner sus parlamentos en boca de Hamlet, Macbeth o
Ricardo III?” Como hoy hay licencia para falsearlo todo, se corrige al idiota
de Shakespeare y ahora está de moda que a todas esas figuras las interpreten
mujeres. No importa que eso se contradiga con otra de las reivindicaciones
recientes de actores y actrices (hablé de ello hace algún tiempo): se enfurecen
si a un personaje indio no lo encarna un intérprete indio, a uno japonés un
japonés, etc. Eso no obsta, sin embargo, para que en la célebre serie
televisiva The Hollow Crown, con los dramas históricos de
Shakespeare, la Reina Margarita (antes Margarita de Anjou, francesa) sea una
actriz mulata, o el Duque de York de Enrique V un
negro. Aquí no se considera que haya usurpación ni robo, sino que se aplaude.
Hoy hay tanta gente ignorante que quien vea esa serie puede dar por sentado que
en la Francia del siglo XV la población era mestiza y que en Inglaterra había
nobles negros. Y quien sólo viera el Hamlet de
Kenneth Branagh (completo en sus cuatro horas, muchos no querrán revisitarlo)
podrá creer que esa es una historia del XIX, con gente vestida “a lo zarista” o
“a lo austrohúngaro”, y no del XVI, cuando Shakespeare situó la leyenda.
“La ignorancia de los jóvenes, o de la gente, no es
asunto nuestro”, dirán con razón adaptadores y directores. Y las actrices
aducirán: “¿Acaso se nos permitía subir a los escenarios en tiempos del Bardo?”
No, en efecto, había una prohibición lamentada por todos, así que a Desdémona,
Lady Macbeth y Ofelia las representaban, por desgracia, actores lampiños. Y sin
embargo ahora se vuelve a lo mismo, sólo que a la inversa y por militancia o
revancha sexista. ¿Qué sentido tiene que Glenda Jackson haga de Rey Lear? ¿Que
un espectador como yo, que pide cierta verosimilitud, no se crea una palabra?
Lo mismo cuando otras actrices se hacen pasar por Bruto, Cimbelino, Enrique V,
Enrique IV o Malvolio, convertido además en “Malvolia”. Tampoco lo contrario me
convence: siento admiración por José Luis Gómez, pero me he abstenido de ir a
verlo hacer de la Celestina, por muchos justos elogios que haya merecido. Y
desde luego no me tentó ver a Blanca Portillo en el papel de Segismundo, de La vida es sueño. Lo lamento, pero si uno va al teatro
hoy en día está expuesto a cualquier sobresalto. Y a cualquier sandez de no
pocos directores. Con todos mis respetos para los buenos actores y actrices,
que al fin y al cabo cumplen órdenes.
© Zenda –
Autores, libros y compañía / Agensur.info
No hay comentarios:
Publicar un comentario