Por David Runciman
La noche de las elecciones, en cuanto estuvo claro que lo impensable se
había convertido en una fría realidad, Paul Krugman se preguntó en el New
York Times si Estados Unidos se había convertido en un Estado fallido. Los
politólogos que normalmente estudian la democracia estadounidense en un estado
de espléndido aislamiento están comenzando a dirigir su atención hacia África y
América Latina.
Quieren saber qué ocurre cuando los autoritarios ganan las
elecciones y la democracia se transforma en otra cosa. El demagogo que prometió
matar a los terroristas y a sus parientes va a mudarse con su familia al
palacio presidencial. Incluso antes de tomar posesión está colocando a sus
hijos en posiciones de poder. Allí está en la televisión, dorado y radiante,
con su mujer a su lado y sus hijos alineados detrás de él, dispuestos a aceptar
lo que papá les ofrezca. Allí lo vemos de vuelta en Twitter, desatado tras la
victoria, persiguiendo a sus oponentes de la prensa libre. Su hijo de diez años
es demasiado joven para unirse, pero estuvo junto a su padre en la noche
electoral, con apariencia de estar divirtiéndose mucho menos que los demás,
mientras Trump pronunciaba un discurso de victoria especialmente conciliador.
Palabras de concordia seguidas de la despiadada apropiación personal de la
maquinaria del gobierno, hijos incluidos. ¿Es así como acaba la democracia?
Decir que estas no son las preguntas adecuadas no significa menospreciar
la crisis que enfrenta Estados Unidos, e incluso el mundo. Estados Unidos no es
un Estado fallido. ¿Cómo lo sabemos? Porque eso es lo que afirmó Trump en la
campaña electoral y estaba mintiendo. Dibujó su país como un lugar con
instituciones fallidas y corrupción generalizada, aseguró que las áreas
desfavorecidas de las ciudades estaban atormentadas por el crimen y que a la
clase política solo le interesaba enriquecerse. Si le hubieran creído es muy
posible que no lo habrían elegido: poner a alguien como Trump al mando habría
implicado con seguridad el fin de la democracia americana, porque le habría
permitido libremente hacer lo peor. La gente votó por él porque no creía en él.
Querían un cambio pero también confiaban en la durabilidad y la decencia de las
instituciones políticas estadounidense para protegerlos de los peores efectos
de ese cambio. Querían que Trump sacudiera un sistema que a su vez los
protegería, según sus expectativas, de la insensatez de un hombre como Trump.
¿De qué otra manera explicar que mucha gente que admitió estar asustada por la
idea de una presidencia de Trump votara por él?
El equipo de Clinton cometió el error básico de elegir como objetivo los
defectos obvios de carácter de Trump y usarlos como argumentos de por qué no
debería llegar a la Casa Blanca. Pero no es que esos defectos estuvieran
escondidos. Para sus seguidores estaban incorporados: insistir sobre ellos no
servía más que para hacer que los demócratas parecieran exageradamente
alarmados. Si este tipo fuera tan peligroso como dicen, ¿de verdad sería un
candidato serio para presidente? No obstante, tiene que ser un candidato serio
a presidente para ellos si están diciendo que es tan peligroso, no es tan
peligroso como dicen.
Esta es la crisis a la que se enfrentan las democracias occidentales: ya
no sabemos cómo es el fracaso y no tenemos ni idea de a qué peligro nos
enfrentamos. El lenguaje de los Estados fallidos no encaja con el momento
actual porque evoca imágenes que son totalmente inapropiadas para una sociedad
como el Estados Unidos de nuestros días. No va a haber un conflicto civil
generalizado, nada de tanques en las calles, ni generales en la televisión
anunciando que se ha restablecido el orden. La victoria de Trump se ha recibido
con protestas por todo el país, acompañadas de violencia esporádica. Si hubiera
sido derrotado y se hubiera negado a aceptarlo, la historia habría sido
diferente. Pero incluso en ese caso me cuesta creer que el orden civil en
Estados Unidos se habría roto. La violencia habría sido sin duda mayor y todo
habría estado más lleno de odio. Pero una resistencia armada extendida contra
el régimen es algo todavía muy difícil de imaginar. Estados Unidos no tiene
nada que ver con las sociedades en las que sabemos lo que pasa cuando la
política se derrumba, incluida Europa en los años treinta, que normalmente se
considera un aviso de lo que podría estar a la vuelta de la esquina. El Estados
Unidos de hoy es mucho más próspero que otros países donde la democracia ha
fallado en el pasado, a pesar de que esa prosperidad está mal distribuida. Su
población es mucho mayor. El desorden civil suele ocurrir en sociedades donde
la edad promedio son los veinte años; en Estados Unidos está cerca de los
cuarenta. Sus jóvenes están mucho mejor educados, o al menos han recibido
educación durante más tiempo. Sus niveles de violencia, aunque altos para los
estándares de la Europa del siglo XXI, son los más bajos de su historia. Sus
frustraciones son las de un país donde, a pesar de todo lo anterior, las cosas
van muy mal. Son problemas del primer mundo. Esto no los hace menos graves.
Solo hace más difícil encontrar precedentes históricos para anticipar lo que
viene ahora.
La campaña de Clinton, que incluyó a Obama en su última etapa, trató a
Trump como alguien atípico y fuera de las normas democráticas básicas, capaz de
destrozarlo todo si llegaba a ganar. En el segundo debate presidencial, Clinton
lo acusó con eficacia de trabajar para un poder extranjero hostil, de ser un
títere del régimen ruso. Si esto es cierto, entonces los servicios de seguridad
nacional deberían actuar para proteger la república. Ante el riesgo de que los
códigos nucleares caigan en manos enemigas, una respuesta apropiada sería que
los generales aparecieran en televisión para tomar el control. En vez de eso,
el Estado se ha movido tan rápido como de costumbre para acomodar a su nuevo
capitán y ofrecer sus servicios a su causa, con la esperanza de hacer que esa
causa sea razonablemente efectiva. Obama apareció en televisión para insistir
en que le desea lo mejor a Trump, porque si Trump tiene éxito, Estados Unidos
tiene éxito. Esto sugiere que la gente que votó por él tenía razón al sospechar
que el sistema haría cualquier cosa que estuviera en sus manos para amortiguar
el golpe que representaría su elección. También significa que, si Trump supone
una verdadera amenaza para la democracia estadounidense, no tenemos un
vocabulario para expresarlo.
Sin embargo, el verdadero peligro de sonar exageradamente alarmados está
en el otro lado. Trump dijo que Estados Unidos era una sociedad quebrada y que
él venía a arreglarla. Pero no está rota de la manera que él dice, así que no
puede solucionarlo. Es la regla “si lo rompes, es tuyo” pero a la inversa: no
lo rompiste, no te lo quedas. En su lugar, Trump está obligado a convertirse en
algo más que un político convencional: tendrá que retractarse de sus promesas,
contratar en Washington a personas experimentadas que lo ayuden a negociar con
la ciénaga en vez de drenarla, como advertía con su eslogan de campaña [“Drain
the swamp”]. Ya empezó. Lo que da más miedo de esta perspectiva es que Trump no
tiene experiencia en cómo hacer todo esto: no es un político, y es posible que
lo vaya a hacer mal, de manera torpe, a trompicones y con ocasionales episodios
de clara incompetencia. Envolverá estos episodios con refrescantes olas de
grandilocuencia trumpiana. Este es en apariencia el papel de Steve Bannon y sus
compañeros de Breitbart, ahora debidamente instalados en el Ala Oeste:
están ahí para ocultar los desastres con novedosas teorías de la conspiración.
Pero la incompetencia se verá disminuida por la capacidad funcional del Estado,
que fue diseñado para absorber grandes volúmenes de ineptitud gubernamental a
fin de impedir la posibilidad de que gente realmente mala pueda gobernar con
eficacia. En un país que ha visto más presidentes malos que buenos, Trump no es
tan atípico. Ni siquiera es uno de los más repugnantes.
Peter Thiel, el billonario de Silicon Valley que se jugó la piel al
apoyar a Trump antes de las elecciones y que ahora parece que será recompensado
con un puesto en el gobierno, dijo que una presidencia de Trump sería una
reconciliación con la realidad. De ser cierto esto, la realidad tendría una
mejor oportunidad de contraatacar. En cambio, parece que va a ocultar lo que
ocurre con una nueva capa de fanfarronería y confusión. El núcleo de la
argumentación de Thiel a favor de Trump es que la generación de estadounidenses
que los Clinton representan –los baby boomers– había inflado una burbuja
tras otra en su afán desesperado de no afrontar la verdad desnuda y continuar
con su vida acomodada. No solo ha habido burbujas financieras e hipotecarias:
hubo burbujas humanitarias y de corrección política –cualquier cosa que alejara
de la puerta al lobo que representan las cosas como realmente son–. Sin
embargo, la idea de que Trump –alguien de la misma generación y que ha recibido
mimos como nadie– ofrece algo diferente es risible. Es probable que la burbuja
Trump sea la más grande de todas.
Su agenda más inmediata es conseguir que el Congreso apruebe un plan
para invertir masivamente en infraestructura, además de grandes reducciones
fiscales. Tiene varias barreras enfrente. Puede buscar apoyo en los
republicanos para los recortes impositivos y en los demócratas para sus proyectos
de infraestructura. Puede usar el impulso a corto plazo que este estímulo daría
a la economía para ganar tiempo mientras fracasa en su intento de cumplir con
sus otras promesas, en inmigración, en empleos del sector manufacturero, en la
lucha contra los terroristas y en repartir el amor en casa. Quizá pueda decir
por un tiempo que al ofrecer algo a cada bando está consiguiendo superar la
polarización partidista. Pero todo lo que hará es cubrir con parches las
grietas. La reducción de impuestos y gasto público sin financiación crearán
inflación y las condiciones para una futura crisis. También conducirán a un
enfrentamiento con la Reserva Federal y Trump no podrá salir fácilmente de eso.
Si intenta sustituir a la actual presidenta Janet Yellen o llenar con sus
propios candidatos la junta de gobernadores, el partidismo reafirmará su papel
con una venganza. Tarde o temprano, la realidad contraatacará a Trump. Cuando
lo haga, se verá obligado a patalear. Pero quizá sea demasiado tarde. Estará
atrapado.
Mientras tanto, las amenazas a largo plazo a las que se enfrenta la
sociedad estadounidense continuarán sin solución. Si nos centramos en los
riesgos de una posible violencia política directa estaremos colocando las
expectativas lo suficientemente bajas como para que Trump las cumpla con
relativa facilidad. La verdadera violencia destructiva de la sociedad
estadounidense tiene lugar bajo la superficie y a veces pasa inadvertida para
todos excepto para sus víctimas. Es la violencia de un sistema penitenciario
que encarcela y elimina derechos a segmentos significativos de la población
adulta, especialmente hombres jóvenes afroamericanos. Es la epidemia de la
violencia entre blancos que ha costado la vida de casi cien mil estadounidenses
desde 1999, que se mantuvo más o menos invisible hasta que los economistas Anne
Case y Angus Deaton la expusieron en un artículo científico en 2015. Estas
muertes son el resultado de violencia autoinfligida, ya sea por suicidios o
sobredosis de alcohol o drogas (“envenenamientos”, en palabras del informe), y
afectan concretamente a los estadounidenses blancos que viven en las partes que
votaron mayoritariamente por Trump: el sur, los Apalaches y las áreas
industriales conocidas como el “cinturón de óxido”.
Es más probable que la gente que vive en estas comunidades se suicide a
que mate a otras personas, y está muriendo más joven que sus padres, una
tendencia anómala en sociedades desarrolladas. La victoria de Trump quizá
proporcione a las víctimas de esta epidemia un respiro superficial –que incluye
la posibilidad de dirigir hacia fuera el odio que tienen contra sí mismos– pero
hará poco por solucionar las causas profundas de su desesperanza. Estados
Unidos es una sociedad en la que mucha gente en edad de trabajar se ha rendido
y otros han visto cómo un violento sistema criminal les arrebataba la
posibilidad de una vida decente. Si algo está fallando, está fallando ahí.
Cuando explote la burbuja Trump, no habrá ninguna reconciliación con la
realidad. Habrá una mayor sensación de traición.
La administración Trump no tendrá ninguna dificultad para cumplir con
sus promesas sobre el cambio climático, dado que prometió no hacer nada y no
hacer nada es relativamente fácil. Quizá le cueste más desmontar toda la agenda
medioambiental promovida por Obama, pero dado que Obama tuvo que recurrir a
decretos para lograr avances en la materia –durante seis años le fue imposible
aprobar una legislación a través del Congreso– será mucho más sencillo aplicar
decisiones ejecutivas para anular el trabajo de su predecesor. En el campo de
la política internacional Trump podrá del mismo modo aprovecharse pronto de
algunas oportunidades fáciles: deshaciendo acuerdos que todavía no se han
firmado, retirando el apoyo a regímenes que no tienen capacidad de negociación,
acosando a gente humilde. En su camino a la Casa Blanca, Trump ha demostrado
que es feliz siguiendo el trayecto con menos obstáculos. ¿Por qué debería
detenerse ahora? Estados Unidos adoptará una pose bajo su liderazgo y
enfatizará su poder. Pero se esquivarán las decisiones difíciles y se buscará
la conciliación con los enemigos. Quizá sea en el escenario internacional donde
haya un momento de la verdad, en el que uno de esos enemigos decida probar a
Estados Unidos con una confrontación abierta. Pero no parece probable. El
Estado de seguridad estadounidense sigue siendo una máquina formidable y nadie
se lo va a tomar tan a la ligera. El funcionamiento básico del establishment
político estadounidense proporciona a Trump toda la cobertura que necesita para
fingir que lo está desmantelando. Lo que hará será continuar en su deterioro
sostenido. Es probable que no ocurra nada dramático, lo que significa que la
reconciliación con la realidad puede esperar un poco más todavía. Está claro
que esto sería mejor que permitir que sucediera algo realmente dramático bajo
su guardia. ¿Quién querría eso? Probablemente ni siquiera la gente que le dio
su voto.
El centro de la argumentación de Thiel a favor de Trump es que Estados
Unidos se ha convertido en una sociedad adversa al riesgo, asustada por el
cambio radical necesario para su supervivencia. Necesita disrupción. Pero Trump
no es un disruptor: es un inepto rencoroso.
Quienes votaron por él no pensaban estar haciendo una apuesta enorme;
simplemente deseaban refutar un sistema al que todavía confían su seguridad
básica. Esto es lo que tiene en común el voto de Trump con el Brexit. Al elegir
su salida de la Unión Europea, la mayoría de los votantes británicos quizá
parecía haber actuado de una manera insensata. Pero en realidad su
comportamiento también reflejó una confianza elemental en el sistema político
con el que estaban tan claramente indignados, porque pensaban que era todavía
capaz de protegerlos de las consecuencias de su elección. Se suele decir que
Trump llega a sus votantes porque representa el padre autoritario que quieren
que los proteja de la gente mala que, ahí afuera, les hace la vida imposible.
Esto no puede ser cierto: Trump es un niño, el político más infantil que he
visto en mi vida. El padre en esta relación es el propio Estado estadounidense,
que permite a los votantes una rabieta y unir fuerzas con el niño más
maleducado de la clase, seguros de que los mayores siempre estarán ahí para
recoger los pedazos.
Aquí radica el verdadero riesgo. No es posible continuar comportándose
así sin dañar la maquinaria básica del gobierno democrático. Se necesita una
extraordinaria precisión e inteligencia política para dirigir el enfado popular
hacia las partes del Estado que requieran reformas y a la vez dejar intactas
aquellas que permiten que esas reformas sean posibles. Ni Trump ni tampoco el
Brexit son esas opciones. Son los instrumentos más drásticos, que sacuden
indiscriminadamente los cimientos sin nada que ofrecer como apoyo. Bajo estas
condiciones, la respuesta más probable es que los mayores en la habitación se
pongan de cuclillas, esperando a que la tormenta pase. Mientras lo hacen, las
atrofias políticas y el cambio necesario se dejan de lado ante el imperativo de
evitar un colapso sistémico. Se da prioridad al deseo comprensible de no sacar
los tanques a las calles y de mantener los cajeros abiertos frente a las
amenazas a largo plazo. Falsa disrupción seguida de parálisis institucional, y
todo mientras los verdaderos peligros siguen amontonándose. En última
instancia, así es como acaba la democracia.
Traducción del
inglés de Ricardo Dudda.
Este artículo
apareció originalmente en la London Review of Books (www.lrb.co.uk).
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