Por James Neilson |
Si bien ya han transcurrido más de dos meses y medio desde
las elecciones presidenciales norteamericanas, a muchos aún les cuesta superar
la incredulidad que sintieron al ver como triunfaba Donald Trump en un estado
tras otro hasta conseguir la cantidad de delegados necesarios para ganar.
Siguen mirándolo como si fuera un extraterrestre, un ser radicalmente ajeno al
universo político conocido.
Algunos
rezan para que, al despertar, sepan que todo ha sido una pesadilla terrible,
otros, un poco más realistas, fantasean con juicios políticos que lo obliguen a
buscar refugio en uno de sus hoteles.
Tales actitudes, compartidas por progresistas y
conservadores, pueden entenderse. De los
interesados en las vicisitudes políticas de la superpotencia, pocos se habían
preparado anímicamente para el encumbramiento de un personaje tan rústico y tan
irrespetuoso de lo que se suponían las normas.
Trump mismo estará entre los más sorprendidos por lo que sucedió. No habrá sospechado que el orden establecido
representado por Hillary Clinton resultaría ser tan precario, que le sería dado
derrotar a los demócratas, a la vieja guardia republicana, Wall Street y los
medios periodísticos más prestigiosos, además de una multitud de intelectuales,
académicos y celebridades hollywoodenses lideradas por pensadores de la talla
de Madonna, Terminada la batalla electoral, la diva hirió a su causa
vociferando una diatriba rabiosa, escatológica, contra el nuevo presidente en
que, entre otras cosas, confesó haber querido hacer volar la Casa Blanca,
aunque después aclaró que sólo hablaba metafóricamente.
La reacción furibunda de quienes no quieren para nada a
Trump no los ayudará a recuperar el terreno que han perdido. En democracias más
o menos estables, la alternancia suele ofrecer a los derrotados de turno una
oportunidad para someterse a la autocrítica, a preguntarse qué hicieron mal y
qué les convendría hacer para reconciliarse con el electorado. Sin embargo,
merced a la excentricidad de Trump y la indignación ocasionada por su conducta,
los demócratas norteamericanos y sus simpatizantes en el resto del planeta están
limitándose a repudiar al intruso que hizo trizas sus sueños en vez de intentar entender las razones de su propio
fracaso, que también lo es del proyecto en el fondo socialdemócrata que creían
consolidado en América del Norte y Europa.
Hasta que el Brexit, seguido pronto por el inicio de lo que muchos ya
llaman “la era Trump”, les informó que la brecha cultural que separa a una
parte sustancial de sus compatriotas de las denostadas elites progresistas
motivaba aún más pasión que el abismo económico que se ha abierto entre el uno
por ciento rico y los demás, daban por descontado que su hegemonía estaba
asegurada.
Las protestas en Estados Unidos de quienes insisten en que
“Trump no es mi presidente” o, en el Reino Unido, de los emotivamente
comprometidos con la Unión Europea, son contraproducentes; sirven para llamar
la atención a las diferencias culturales y sociales de las distintas opciones
y, mientras tanto, al desdén que muchos progresistas sienten por la plebe que a
su juicio se deja manipular por demagogos cínicos. Como aristócratas
dieciochescos, no quieren que sus presuntos inferiores intervengan en asuntos
importantes pero, a pesar de vivir en democracias en que todos tienen derecho a
votar, ni siquiera intentaron averiguar lo que pasaba por la mente de quienes
consideraban resignados a su suerte.
El Brexit, Trump, la probabilidad de que en las próximas
elecciones en algunos países europeos candidatos de la “ultraderecha” – los
contrarios al ingreso masivo de musulmanes procedentes del Oriente Medio, el
norte de África, Afganistán, Pakistán y Bangladesh –, se acerquen al poder,
debería obligar a los partidos del establishment a revisar sus proyectos. Algunos, en Francia, Holanda y Alemania, ya
están modificando sus posturas, afirmándose conscientes de que muchos no se han
visto beneficiados por la globalización económica y que acaso sea natural que
la gente se sienta asustada por el terrorismo islámico y perturbada por la
hostilidad manifiesta de muchos musulmanes hacia las sociedades en que residen.
El terremoto Trump está teniendo réplicas en todos los
países del mundo. La palabra que más se oye es “incertidumbre”. El Fondo Monetario Internacional nos advierte
que la mera presencia en la Casa Blanca de Trump será suficiente como para
frenar el crecimiento de la economía mundial, privándola de vaya a saber
cuántos miles de millones de dólares. Pero no sólo se trata del eventual
impacto negativo de los esfuerzos por ayudar a los norteamericanos golpeados
por la globalización. Harán escuela el estilo desinhibido de Trump, el
desprecio evidente que siente por quienes piensan distinto, las bravuconadas
nacionalistas.
El hombre que se hizo famoso con el show televisivo “El
aprendiz” no es el primer outsider que ha logrado aprovechar la hostilidad que
muchísimas personas sienten hacia la clase política local e internacional al
convencerlas de que, pensándolo bien, la falta de experiencia le permitiría
cambiar el statu quo, pero hasta ahora ninguno lo ha hecho de forma tan
insolente y con tanto éxito. Muchos, algunos improvisados como él y otros que
son políticos experimentados, procurarán seguir sus pasos. Aun cuando Trump
mismo se vea constreñido a acatar las reglas democráticas, el que de acuerdo
común el presidente de Estados Unidos preferiría actuar como un dictador
estimulará a otros de mentalidad parecida que viven en sociedades sin defensas
culturales o institucionales fuertes en que la democracia no es mucho más que
una teoría interesante.
Todo sería más sencillo si fuera posible atribuir el triunfo
de Trump a las particularidades del sistema electoral norteamericano que es a
un tiempo federal y presidencialista, al rencor de los blancos que viven en
zonas rurales o desindustrializadas, al racismo, la xenofobia y otros males. Es
lo que están haciendo quienes participan de las marchas de las mujeres, los
columnistas de los medios progres y otros que están tratando de “deslegitimar”
su gobierno con la esperanza de que, dentro de poco, se vea remplazado para que
el relativamente inocuo vicepresidente Mike Pence – el que según las pautas
habituales está bien a la derecha de su jefe -, pero a pesar de ciertas
extravagancias, el credo reivindicado por Trump dista de ser absurdo. Después de todo, hace un par de décadas era
habitual que los políticos se opusieran a la inmigración ilegal a través de
fronteras porosas, quisieran proteger a los obreros de la industria pesada
local, estuvieran dispuestos a enfrentar por los medios que fueran al
terrorismo de origen extranjero y así por el estilo.
Por motivos ideológicos, los gobiernos anteriores, en
especial el de Barack Obama, pasaron por alto las penurias de los perjudicados
por la globalización y por el avance vertiginoso de la tecnología que está
triturando empleos a una velocidad alarmante, abusaron de la divisiva “política
de la identidad” que exalta la condición de todos salvo los integrantes de la
mayoría blanca “privilegiada” y a menudo brindaron la impresión de estar más
preocupados por los sentimientos extraordinariamente susceptibles de los
musulmanes que por las víctimas del salvajismo islamista, razón por la que los
voceros oficiales insistían en que no había vínculo alguno entre el terrorismo
y el culto religioso de quienes gritaban “Allahu akbar” , o sea, “mi dios es el
más grande”, antes de cometer atentados contra los infieles. Huelga decir que
la voluntad de Trump de violar los tabús “políticamente correctos” le dio los
votos necesarios para ganar las elecciones.
Para desconcierto de quienes previeron que, una vez
instalado en la Casa Blanca, Trump se metamorfosearía en un político normal, no
tardó en dejarlos saber que tomaba en serio mucho de lo dicho en el transcurso
de la campaña. Sin demorar un minuto, se
puso a desmantelar el plan de salud llamado “Obamacare”, hundió el Acuerdo Transpacífico de
Cooperación Económica, para complacer a Pence privó de financiamiento a
entidades que promuevan el aborto en el exterior y anunció que pronto reducirá
sustancialmente los impuestos pagados por las empresas, que están entre las más
onerosas del mundo desarrollado. También se dio el gusto de decir, en palabras
dignas de Cristina, que los periodistas
están “entre los seres humanos
más deshonestos de la tierra”.
Por un rato al menos, Trump seguirá siendo Trump. Puesto que Estados Unidos es un país rico de
dimensiones continentales, con muchos sectores sumamente competitivos, un
programa proteccionista podría brindar buenos resultados durante varios años,
lo que no sería el caso si fuera cuestión de uno menor, de suerte que si
algunos caen en la tentación de erigir sus propias barreras comerciales, sólo
lograrían perjudicarse. Con todo, existe el riesgo de que se desaten “guerras
comerciales” debido a la belicosidad económica de Trump, de ahí el nerviosismo
que sienten gobiernos como el de Mauricio Macri que han apostado a la
liberación de los mercados pero no quisieran verse incorporados a una especie
de esfera de coprosperidad liderada por China, un país de tradiciones
autoritarias cuyo régimen es aún más propenso que el de Trump a subordinar
absolutamente todo a lo que cree son sus intereses nacionales.
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