Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)
Una zona en la que converge el conurbano con el centro
porteño. El paraíso de la connivencia entre el lumpenaje y la policía/política.
Un cementerio que lleva el nombre Corrupción Estatal y que suma 330 muertos
entre un atentado nunca resuelto y tranzado, un incendio y un choque de trenes.
Un muestrario de todo lo que no se puede hacer en ninguna parte del mundo
occidental –y por ninguna incluye esos países de los que nos reímos– al alcance
de la mano. Un agujero negro de cualquier normativa legal a cinco cuadras del
edificio donde nacen las leyes que nos rigen a todos. Once es tan trucho que ni
siquiera es un barrio legal: tan sólo es una parte de Balvanera que lleva el
nombre de la estación 11 de septiembre de 1852, fecha conmemorativa del día en
que a Buenos Aires le pareció que esa idea de ser igual al resto de las
provincias no estaba bueno y se separó de la Confederación.
Después de años de permitir la joda entre todos –porque
Avenida Pueyrredón no es un territorio federal y el Gobierno de la Ciudad podía
reventar a los puesteros desde siempre– a alguien se le ocurre desalojar.
Cortes de tránsito, pedradas, incendios de contenedores de basura. No tardan en
llegar las puteadas de quienes consideran que eso es una represión y están en
lo correcto: es la represión de un ilícito. Fiel al estilo que ha caracterizado
a la gestión Larreta, el desalojo queda por la mitad, no vaya a ser cosa que
quede alguien sin putearlo.
Una buena: Martín Ocampo, el ministro de Justicia y
Seguridad porteño, algo entiende de Once. Al menos así lo dejó en claro
Patricia Bullrich cuando lo denunció por violación de deberes de funcionario
público tras el incendio de Cromañón. Sí, Ocampo era de la subsecretaría de
Gestión Operativa de la gestión Ibarra en 2004.
El esfuerzo que han hecho aquellos que viven con culpa de
clase para deformar la realidad nos llevó a una derrota total en el campo
cultural que llega hasta el significado de las palabras. Dudo que lo hayan
hecho sin querer, dado que, si algo aprenden en sus estudios de carreras
improductivas –que incluye la de este humilde servidor– es a entender el valor
del lenguaje. Hablo como pienso, pienso como hablo.
Han ahorrado palabras para sintetizar sus propios conceptos.
Derecha golpista, derecha conservadora y/o derecha liberal, ha pasado a
denominarse “derecha” a secas. Incluso se la utiliza como sinónimo del
fascismo, cuyo plan económico tiene más que ver con el socialismo de Estado que
con el libre mercado, o del nazismo, sin detenerse a pensar que Nazismo es la
contracción de Nacional Socialismo. En idéntico sentido, se han cuidado de que
la izquierda no sea sinónimo de subversión, guerrilla agraria o urbana,
terrorismo o supresión de derechos en pos de un bien superior que nadie
entiende.
Desde esas primeras desapariciones lingüisticas, todo lo que
venga es natural. Confundir represión ilegal con represión, resultó ser una
boludez. La represión del ilícito no es sólo tirar balas de goma y repartir
bastonazos, también es detener a un tipo que está con un chumbo apuntando al
marote de un laburante a quien le quiere redistribuir la riqueza. La otra
arista de la ecuación lingüística que aplica para el desastre de las calles
porteñas es el concepto de “protesta social” y el cinismo supino del
kirchnerismo de hacernos creer que no se puede reprimir la misma, a la cual
convirtieron en sinónimo de cualquier tipo de protesta. Sin embargo, no viene
mal recordar la paliza que se comió un grupo de manifestantes en 2003 por parte
de la Policía Federal de Néstor Presidente por protestar frente al hotel en el
que se alojaba una delegación del Fondo Monetario Internacional. Sí, pasó. Lo
mismo que una protesta de laburantes frente a la Legislatura Porteña que en
tiempos de Aníbal Ibarra se resolvió con una batalla campal nuevamente en manos
de la policía nacional y popular. Ni que hablar de los bastonazos patrios que
repartió la Gendarmería de Cristina a cualquier docente que osara quejarse de
las condiciones laborales en Santa Cruz, bien lejos de este enjambre de
culposos hipócritas que denominamos Capital Federal. Y mejor no sigo el listado
con las policías provinciales, porque este texto termina en el portal de al
lado.
Hace ya demasiado tiempo que nos acostumbramos a prepararnos
para la Batalla de Termópilas cada vez que salimos de casa. Y siempre viene el
castrado emocional a refregarte en la cara que todo es culpa tuya. O sea:
laburás el doble para ganar la mitad, pagás como podés el alquiler, las
expensas, el bondi, los servicios. Sacás un celular en tantas cuotas que lo más
probable es que lo sigas pagando cuando ya lo hayas cambiado o te lo hayan
robado –lo que ocurra primero– y hacés malabares para cumplir con todos los
impuestos que pagás porque no te queda otra, porque tenés tanta, pero tanta
mala suerte que el universo te demuestra su amor haciéndote sentir que vas a
pagar como un pelotudo el resto de tu vida para cosas que nunca vas a utilizar.
Sobrevivís de pedo, llegás a tu casa sin tus cosas, sin tu plata y puteando a
Dios. Y si bien te parece un exceso pedir que los maten a todos, creés alguien
tomará cartas en el asunto…
Jodete. Primero aparecerá alguien levantando el oportuno
guante para pedir penas más duras –algo que nunca funcionó para prevenir dado
que los chorros no son de leer el Boletín Oficial– y luego vendrá una horda de
portadores de traumas no resueltos a pedir educación en un país en el que las
escuelas son gratuitas. Mientras tanto, en Chile capturan al asesino que pudo
pagarse un pasaje de avión –se ve que salió de caño para poder comprar puchos
en el freeshop– y lo mandan de vuelta para que rinda cuentas ante la Justicia.
Vamos que podemos, AR-GEN-TINA, AR-GEN-TINA, ganamos, ganamos…no ganamos un
carajo, lo soltaron porque es menor y lo mandan en avión a Perú. Pero ahora sí,
el pasaje lo pagamos entre todos.
Ante este cuadrazo de situación, el Gobierno de la
Ciudad que reclamó por años el traspaso de la Policía Federal, hoy la
tiene bajo su mando al pedo. No previenen, no reprimen, no protegen ni sirven.
En la otra mano tenemos el pequeño detalle del negoción que
es la calle de la histórica Comisaría 7ma, la de Once, la que queda a metros de
Kabul. Si el policía tiene la potestad de reprimir un delito en cuanto ve que
se está cometiendo, está claro que, o estaban prendidos en la joda, o llenaron
la comisaría de invidentes para cubrir el cupo de discapacidad en un solo
lugar. Nadie puede desconocer lo que pasa en Once: ni los legisladores
nacionales o de la ciudad, ni los presidentes, ni los jefes de gobierno. Nadie.
Y acá no hay punto medio: o sos cómplice o sos idiota.
La primera reacción que uno tiene al ver lo que pasa a
diario es pensar que sólo puede ocurrir en Argentina. Puede tratarse de
una exageración o de un latiguillo masoquista de esa bipolaridad extrema en la
que somo’ lo mejore y, al mismo tiempo, la peor basura del planeta. Lo cierto
es que cuesta encontrar un país en el mundo en el que dos atentados
internacionales no hayan desembocado en una guerra, un conflicto diplomático de
escala interestelar o, al menos, que no haya quedado impune. Pero pasó.
Ya no son épocas de andar discriminando y el mundo se ha
convertido en un lugar con normativas similares, de esas que en el planeta
conocido denominan como “seguridad jurídica” y que, para dolor de gónadas de los
biempensantes patrios, ocupan el puesto número tres de la Declaración Universal
de los Derechos del Hombre bajo el título “derecho a la propiedad privada”. Sin
embargo, no está de más recordar que a fines de 2010, mientras los punteros de
la Villa 20 buscaban expandir su unidad de negocios sobre el Parque
Indoamericano, cinco argentinos eran condenados a seis años de prisión en
Bolivia por usurpar un predio público.
Tampoco es fácil encontrar algún ejemplo de un país que pase
de ser la novena economía del mundo al puesto 57 y quede por debajo del
crecimiento de Bolivia, Perú, Chile, Panamá y todos esos lugares de los que nos
reímos cada vez que podemos.
Si bien es cierto que Uber tiene problemas en varios países
del mundo, no he podido encontrar otro lugar del orbe en el que el Estado
financie, diseñe y construya una aplicación de celulares para que los
trogloditas del sindicato de peones de taxis no sigan cortando calles. Mucho
menos hallé un gobierno que ceda tan fácilmente a las extorsiones de grupos piqueteros
–hoy denominados “agrupaciones sociales”, definición que también incluye a un
consorcio, los alumnos de cuarto grado de la primaria de Venado Tuerto, o el
club de amigos del Fiat 1500– y afloje 30 mil millones de pesos para “pasar las
fiestas en paz”. ¿Cómo no entender a los manteros de Eleven? Son los primeros
pelotudos en ser reprimidos por hacer algo ilegal en años.
Tampoco encontré un lugar en el universo civilizado –con
excepción del planeta Tatooine en épocas de la Antigua República– en el que
la represión de un ilícito se suspende para realizar un censo con la promesa de
estudiar un nuevo lugar para que puedan seguir vendiendo mercadería ilegal.
Reconozco que ni me calenté en buscar si existen otros
lugares donde el nivel de inmadurez post secundaria quede tan patente como en
Argentina, donde a la policía hay que putearla por ser policía, como si los
jefes policiales estuvieran disfrazados de tortugas en el asfalto humeante del
verano porteño. Como si no fueran laburantes.
De lo que sí estoy seguro es que no deben abundar sitios en
los que el inmaduro voluntario, el que le tenía pánico al preceptor, el que
todavía vive con los viejos, saque chapa orgullosa de esa falta de ganas de ser
adulto responsable y sujeto a derecho y reivindique la obligación de ser
marginal. Desde Twitter. Con aire acondicionado. Lejos del quilombo en el que
80 puesteros por cuadra reclamaban su derecho adquirido a comerciar ilegalmente
mercadería trucha arruinando el laburo del tipo que paga el 50% de sus ingresos
en impuestos para solventar un Estado que, de vez en cuando, pasa a saludar.
Mercoledi. Y seguimos teniendo bandera. Somos invencibles.
Como la viruela.
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