No sé cómo se escribe esto para hablar
de Piglia y
no de la enorme sombra
que deja su ausencia
Ricardo Piglia, en una imagen de 2014 en Cartagena (Colombia). (Foto: EFE) |
Por Leila Guerriero
Hay sincronías
dolorosas: ayer, toda la tarde, estuve repasando la entrevista que le hice a Ricardo Piglia en 2010para
el suplemento Babelia de este diario. Mientras la leía, casi podía escuchar su
voz, ese tono entre asertivo y dudoso, esas frases que se dirigían siempre
hacia un destino preclaro pero fingiendo, por generosidad con su interlocutor,
todas las dudas del mundo.
Ahora, quince minutos después de enterarme de su muerte, no
sé qué hacer. No sé cómo se escribe esto para hablar de Piglia y no de la
enorme sombra que (me, nos) deja su ausencia y que al final no importa, porque
todo lo que importa es él: la forma en que fue un escritor extraordinario que,
en 1980 y con apenas 39 años, escribió una novela —Respiración artificial—
cuyas ondas concéntricas todavía se sienten en la literatura latinoamericana;
la forma en que pensó la literatura argentina; la forma en que, en los últimos
años, hizo un doble salto mortal y dejó Princeton y regresó a Buenos Aires y
dio clases sobre Borges ¡por televisión!; la forma en que, ya enfermo, se
transformó en una máquina de escribir humana, capaz no sólo de sacar un libro
tras otro dando nuevo sentido a impecables textos antiguos, sino de imponerse
la tarea bestial de revisar su diario y publicar dos tomos —Los diarios de Emili Renzi—, llenos de reflexiones
sobre la escritura —sobre la lucha por y con y contra la escritura, sobre los
trabajos y los días— en los que se leía la lección de un maestro.
Lo conocí en 2010,
cuando le hice aquella entrevista, y luego, en octubre de 2011, pasé un lunes
con él en Ciudad de México cuando, regresando del Hay Festival de Xalapa,
perdimos la conexión a Buenos Aires. Aquel lunes hicimos las cosas más
delirantes para pasar el tiempo —fuimos a un museo de cera, a un túnel del
horror, a una feria de artesanías—, nos reímos como dementes, y Piglia me
preguntó cosas que yo jamás le hubiera contado a nadie y me dijo cosas sobre la
escritura —sobre la vida del escritor— que jamás nadie me había dicho. Una vez
lo escribí: “Piglia desplegó, con una generosidad que yo no he vuelto a ver,
una trama sólida en torno al oficio de escribir, un método para recorrer
distancias largas, un antídoto contra la crueldad de la escritura: un refugio”.
Desde entonces, se transformó en el maestro que nunca tuve, que nunca quise,
que nunca busqué. No sé si él lo sabía.
Tenía un humor
infinito, una risa contagiosa, y le gustaba presentar entre sí a gente que
creía que debía conocerse. Así, cada tanto, en mi casilla de correo aparecía un
mensaje de alguien que decía que
Piglia decía que teníamos que conocernos. En 2015, cuando Los diarios de Emilio Renzi fue elegido el mejor
libro por los críticos de Babelia, lo entrevisté por mail. Con elegancia única, aún en su situación, él
hacía que todo pareciera sencillísimo y en sus respuestas había una especie de
energía vital, alegre: llegaban siempre repletas de bromas muy buenas, en ese
estilo suyo que mezclaba la erudición y las orillas del lenguaje. Esa vez le
pregunté si la enfermedad no interfería en su estado de ánimo para producir. Me
respondió: “He seguido trabajando, con ayuda. Hay muchas cosas que ya no puedo
hacer, pero puedo seguir leyendo y escribiendo como siempre, sin que eso sea un
juicio de valor. Estoy de buen ánimo porque sigo dándole poca importancia a la
realidad”. Mucho antes de eso, en 2010, cuando lo conocí, hablamos de la
sensación que queda después de terminar una novela. Él acababa de escribir Blanco nocturno y me dijo: “Uno se queda medio
vacío y también con una sensación extraña, en el sentido de que algo que era un
centro en la vida de uno, algo que estaba vivo, algo a lo que se podía volver,
ya no está. Y cuando eso se termina hay algo que se cierra”. Después agregó:
“Pero igual estoy muy contento”. Hay cosas que eran un centro en la vida de
uno, cosas que estaban muy vivas y a las que se podía volver. Cosas que ya no
están. Y cuando eso se termina hay algo que se cierra. Y eso es algo horrible y
triste.
© El País (España)
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