Por Carlos Gabetta (*) |
El pasado ha muerto, el presente es fugaz; sólo el futuro nos
pertenece”. Este aforismo del socialista Nicolás Repetto es opinable, pero
cuadra para estos tiempos en que las crisis financieras, el desempleo y la
desigualdad exponenciales, la ominosa victoria de Donald Trump, el ascenso de
la extrema derecha, los fundamentalismos musulmán y judío, los conflictos
armados y los crímenes del narcotráfico, entre otras calamidades, coinciden con
una serie de ensayos y artículos en los que se desarrolla la idea de que “la
humanidad nunca ha estado mejor”.
Los argumentos para este optimismo son atendibles: aumento de la
esperanza de vida; avances de la ciencia y la tecnología; desarrollo de la
producción; abundancia de bienes, etc. Sólo que se trata de datos que pueden
esgrimirse respecto de casi cualquier período de la historia, ya que en esos
aspectos la humanidad no ha cesado de avanzar, desde que se descubrió la
utilidad del fuego hasta que se hizo pie en la Luna.
Menos atendible es la idea de que la violencia declina, desarrollada por
Steven Pinker en el excelente Los ángeles que llevamos dentro (Paidós, 2011):
además de progresos morales, de género, raciales, etc., en cuanto a guerras la
humanidad habría dejado de ser una miríada de tribus “todas contra todas”, para
focalizar la violencia en asuntos puntuales. En efecto, el vecino ya no es un
enemigo a abatir a primera vista, pero desde el descubrimiento de la pólvora
hasta las armas nucleares, cuando se trató de “abatir”, el número de bajas y
daños aumentó dramáticamente hasta Hiroshima y Nagasaki. Hoy, si la guerra
comercial que prometen Trump y los nacional-populistas emergentes deviene, como
es posible, en conflicto armado, puede que no quede tribu alguna sobre la
Tierra; o que sobrevivan unas pocas sobre un planeta inhabitable.
Este precario resumen viene a cuento para subrayar la vigencia del viejo
y falso conflicto entre “optimismo” y “pesimismo”, cuando para definir el
estado del mundo, o de cualquier otra cosa, en realidad se trata del “análisis
concreto de una situación concreta”, como aconsejó Carlos Marx. Y lo concreto
nos dice que, en efecto, la humanidad dispone hoy de ideas y recursos como para
vivir en paz, libertad, igualdad y progreso, algo impensable hasta hace muy
poco, ya que aunque las ideas estaban, los recursos no. Hace apenas 170 años,
Irlanda perdió más de un cuarto de su población, entre muertes y migraciones, a
causa de una peste de la papa. Hoy, Israel le enviaría provisiones desde sus
cultivos en el desierto. Sin embargo, el Programa Mundial de Alimentos (PMA)
asegura que actualmente hay 925 millones de personas desnutridas en el mundo;
una de cada siete, sin contar los millones de pobres que comen mal o
insuficientemente (https://es.wikipedia.org/wiki/Hambre_mundial).
Es sólo un ejemplo. El análisis concreto también indica que de no
producirse cambios estructurales en el sistema capitalista global, las
desigualdades continuarán acentuándose. El último informe de Oxfam, “Una
economía al servicio del 1%”, indica que desde 2010 la riqueza de la mitad más
pobre de la población se redujo en un billón de dólares; una caída del 38%, a
pesar de que la población mundial ha crecido en 400 millones de personas.
Además, que ocho personas concentran tanta riqueza como 3.600 millones; la
mitad de la población mundial (Clarín, 17-1-17). Entretanto, los robots
seguirán dejando gente sin trabajo; los Estados rescatando bancos con el dinero
de los contribuyentes; los paraísos fiscales tan campantes y, aunque no haya
guerra mundial, es muy posible que el planeta devenga inhabitable, de continuar
este ritmo y modo de producción y consumo.
La buena síntesis sería pues la de Gramsci: “Pesimismo de la
inteligencia; optimismo de la voluntad”. Lo primero, para mirar las cosas de
frente; lo segundo, para cambiar lo que resulte necesario.
(*) Escritor y periodista
© Perfil.com
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