Por Javier Marías |
Lo comentaba hace unas semanas Jorge Marirrodriga
en este diario: el sindicato de estudiantes de la Escuela de Estudios
Orientales y Africanos de la Universidad de Londres “ha exigido que
desaparezcan del programa filósofos como Platón, Descartes y Kant, por
racistas, colonialistas y blancos”. Supongo que también se habrá exigido (hoy
todo el mundo exige, aunque no esté en condiciones de hacerlo) la supresión de
Heráclito, Aristóteles, Hegel, Schopenhauer y Nietzsche. La noticia habla por
sí sola, y lo único que cabe concluir es que ese sindicato está formado por
tontos de remate.
Pero claro, no se trata de un caso aislado y pintoresco. Hace
meses leímos –en realidad por enésima vez– que en algunas escuelas
estadounidenses se pide la prohibición de clásicos como Matar a un ruiseñor y Huckleberry Finn, porque en ellos aparecen “afrentas
raciales”. Dado que son dos clásicos precisamente antirracistas, es de temer
que lo inadmisible es que algunos personajes sean lo contrario y utilicen la
palabra “nigger”, tan impronunciable hoy que se la llama “la
palabra con N”.
El problema no es que haya idiotas gritones y
desaforados en todas partes, exigiendo censuras y vetos, sino que se les haga
caso y se estudien sus reclamaciones imbéciles. Un comité debía deliberar
acerca de esos dos libros (luego aún no estaban desterrados), pero esa
deliberación ya es bastante sintomática y grave. También se analizan quejas
contra el Diario de Ana Frank, Romeo y Julieta (será
porque los protagonistas son menores) y hasta la Biblia, a la que se objeta “su punto de vista
religioso”. Siendo el libro religioso por antonomasia, no sé qué pretenden los
quejicas. ¿Que no lo tenga?
Hoy no es nadie quien no protesta, quien no es
víctima, quien no se considera injuriado por cualquier cosa, quien no pertenece
a una minoría o colectivo oprimidos. Los tontos de nuestra época se
caracterizan por su susceptibilidad extrema, por su pusilanimidad, por su piel
tan fina que todo los hiere. Ya he hablado en otras ocasiones de la pretensión
de los estudiantes estadounidenses de que nadie diga nada que los contraríe o
altere, ni lo explique en clase por histórico que sea; de no leer obras que
incluyan violaciones ni asesinatos ni tacos ni nada que les desagrade o
“amenace”. Reclaman que las Universidades sean “espacios seguros” y que no haya
confrontación de ideas, porque algunas los perturban. Justo lo contrario de lo
que fueron siempre: lugares de debate y de libertad de cátedra, en los que se
aprende cuanto hay y ha habido en el mundo, bueno y malo. No es tan extraño si
se piensa que hoy todo se ve como “provocación”. Un directivo del Barça ha sido
destituido fulminantemente porque se atrevió a opinar –oh sacrilegio– que
Messi, sin sus compañeros Iniesta, Piqué y demás, no sería tan excelso jugador
como es. Lo cual, por otra parte, ha quedado demostrado tras sus actuaciones
con Argentina, en las que cuenta con compañeros distintos. Y así cada día.
Cualquier crítica a un aspecto o costumbre de un sitio se toma como ofensa a
todos sus habitantes, sea Tordesillas con su toro o Buñol con su “tomatina”
guarra.
La presión sobre la libertad de opinión se ha hecho
inaguantable. Se miden tanto las palabras –no se vaya a ofender cualquier tonto
ruidoso, o las legiones que de inmediato se le suman en las redes sociales– que
casi nadie dice lo que piensa. Y casi nadie osa contestar: “Eso es una
majadería”, al sindicato ese de Londres o a los padres quisquillosos que pretenden
la expulsión de clásicos de las escuelas. Antes o después tenía que haber una
reacción a tantas constricciones. Lo malo es que a los tontos de un signo se
les pueden oponer los tontos del signo contrario, como hemos visto en el
ascenso de Le Pen y Putin y en los triunfos del Brexit y
Trump. A éste sus votantes le han jaleado sus groserías y sandeces, sus
comentarios verdaderamente racistas y machistas, sus burlas a un periodista
discapacitado, su matonismo. Debe de haber una gran porción de la ciudadanía
harta de los tontos políticamente correctos, agobiada por ellos, y se ha
rebelado con la entronización de un tonto opuesto.
Alguien tan simplón y chiflado como esos
estudiantes londinenses censores de los “filósofos blancos”. No alguien
razonable y enérgico capaz de decir alguna vez: “No ha lugar ni a debatirse”,
sino un insensato tan exagerado como aquellos a los que combate. Cuando se cede
el terreno a los tontos, se les presta atención y se los toma en serio; cuando
éstos imponen sus necedades y mandan, el resultado suele ser la plena
tontificación de la escena. A unos se les enfrentan otros, y la vida
inteligente queda cohibida, arrinconada. Cuando ésta se acobarda, se retira, se
hace a un lado, al final queda arrasada.
© Zenda –
Autores, libros y compañía / Agensur.info
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