Por Carlos Fuentes |
Dice Ortega y Gasset en alguna parte (cito de memoria) que
para Aristóteles el centauro es una posibilidad. Para nosotros no, porque la
biología lo niega.
La zebra, a pesar de su presencia visible entre nosotros,
nos produce siempre extrañeza. La identifica su piel a rayas blanquinegras. Sin
esta marca, sería caballo. Pero gracias a la singularidad de su diseño, le da
nombre a una mariposa (la papillon marcellus) y a una planta (la zebrina, común
en México y Guatemala).
El hecho, ya, de que al menos el nombre se refleje en
cosas tan disímiles de un equus rayado como lo son una mariposa que se
reproduce varias veces al año y una planta que se arrastra como serpiente y
tiene nombre genérico de araña, nos hace pensar que la zebra, como el centauro
de Ortega, será un día, no inadmisible por la lógica, pero sí admisible por la
fantasía. Hubo una vez, nos dicen los zoólogos, zebras con las rayas limitadas
a la cabeza, el cuello y el antepecho. Habrá un día zebras que sólo existan en
la imaginación y justifiquen, como en este libro, encabezar (en vez de
Zanzíbar, Zeus, Zacatecas, Zapata, zagal, zafarrancho, zapato, zanahoria,
zorro, zumo o zoología) la más difícil letra de mi abecedario personal.
Zoología fantástica. La novedad del continente americano no
es ajena a la imaginación del continente americano. Las crónicas de Indias
abundan en visiones fantásticas de fauna inédita, indispensable para acompañar
la idea misma del Descubrimiento.
Si lo fantástico es un duelo con el miedo (como lo ha
definido Roger Caillois), la imaginación es la primera exorcista del terror de
lo desconocido. La fantasía europea de América opera mediante fabulosos
bestiarios de Indias, en los que el Mar Caribe y el Golfo de México aparecen
como los hábitats de sirenas vistas por el mismísimo Colón el 9 de enero de
1493 «... que salieron bien alto de la mar», aunque, admite el Almirante, «no
eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre
en la cara».
En cambio. Gil González, explorador del istmo panameño» se
topa allí, en una anchura de mar oscuro, con «peces que cantaban con armonía,
como cuentan de las sirenas, y que adormecen del mismo modo». Y Diego de Rosales
ve «una bestia que, descollándose sobre el agua, mostraba por la parte anterior
cabeza, rostro y pechos de mujer, bien agestada, con cabellos y crines largas,
rubias y sueltas. Traía en los brazos a un niño; Y al tiempo de zambullir
notaron que tenía cola y espaldas de pescado...».
Acaso la febril imaginación de los navegantes del Caribe y
el Golfo no vieron sirenas sino ballenas, pues a éstas les atribuyeron, como
escribe Fernández de Oviedo, «dos tetas en los pechos» (menos mal) «e así pare
los hijos y los cría».
Más problemática es la configuración del llamado peje
tiburón de estas costas, descrito por Fernández de Oviedo con precisión
anatómica: «Muchos destos tiburones he visto —escribe en su Sumario de la
Natural Historia de las Indias— que tienen el miembro viril o generativo
doblado.» «Quiero decir —añade Oviedo— que cada tiburón tiene dos vergas...
cada una tan larga como desde el codo de un hombre grande a la punta mayor del
dedo de la mano.»
«Yo no sé —admite con discreción el cronista— si en el uso
dellas las ejercita ambas juntas... o cada una por sí, o en diversos
tiempos...».
Por mi parte, yo no sé si envidiar o compadecer a estos
tiburones del Golfo y el Caribe, pero sí recuerdo con el cronista Pedro
Gutiérrez de Santa Clara que por fortuna estas bestias sólo paren una vez en
toda su vida, lo cual parecería contraponer la existencia del órgano y su
función —abundante una, parca la otra...
Las cartas de Pedro Mártir de Anglería sobre los asombrosos
bestiarios del mar americano fueron objeto de burlas en la Roma pontificia,
hasta que el Arzobispo de Consenza y Legado Pontificio en España, de nombre
—otra vez, asómbrense ustedes—, Juan Rulfo, confirmó las historias de Pedro
Mártir y ensanchó el campo de lo real maravilloso del Golfo y el Caribe para
incluir el peje vihuela capaz de hundir, con su fortísimo cuerno, a un navio;
el cocuyo, a cuya luz los naturales «hilan, tejen, cosen, pintan, bailan y
hacen otras cosas las noches... Son linternas de las costas...».
Los alcatraces que cubren el aire en busca de sardinas. Las
auras o zopilotes que vio Colón en la costa de Veragua, «aves hediondas y
abominables» que caen sobre los soldados muertos y que son «tormento
intolerable a los de la tierra». Es la noche de la iguana, que Cieza de León no
sabe «si es carne o pescado», pero que de pequeña cruza las aguas ligera y por
encimita, pero de vieja, se desplaza lentamente por el fondo de las lagunas.
Las maravillas se acumulan. Tortugas de concha tan grandes
que podían cubrir una casa. Hicoteas fecundas depositando en las arenas de
nuestros mares nidadas de mil huevos. Playas de perlas «tan negras como
azabache, e otras leonadas, e otras muy amarillas e resplandecientes como
oro...», escribe Fernández de Oviedo. Y la mítica salamandra, ardiendo en sí misma
pero tan fría, dice Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua
castellana, «que pasando por las ascuas las mata como si fuere puro yelo».
No tardarían estos portentos del mar y las costas del
Descubrimiento en cobrar cuerpo como maravillas de la civilización humana,
maravillosamente descritas por Bernal Díaz del Castillo al entrar, con la
hueste de Hernán Cortés, a la capital azteca, México-Tenochtitlan.
La visión de Bernal parecería remitirnos a otra rama de la
fantasía, que es la ciencia ficción. Su más brillante escritora viva, la
norteamericana Úrsula K. Le Guin, advierte que la ciencia ficción es casi
siempre una historia del futuro aunque en los sicomitos fantásticos todo suele
suceder fuera del tiempo, «en la región viva de la mente en la que, descartada
toda tentación de inmortalidad, parece no haber límite alguno temporal o
espacial». Ello permite lo que H. P. Lovecraft se propuso con tan grande éxito:
la invención de mundos no desprovistos de tiempo y espacio, sino dueños de
tiempos y espacios probables o, acaso, memorables. Es esto lo que logra el
escritor polaco Stanislaw Lem en su maravilloso cuento «Un minuto humano»: dar
cuenta de todos y cada uno de los habitantes del mundo en un solo minuto.
Como la lista «moderna» de estos escritores intemporales va
desde Voltaire (Cándido) y Beckford (Vathek) en el siglo XVIII hasta Ray
Bradbury, Arthur Clarke o Isaac Asimov en el XX y como sus temas abarcan desde
la evocación del pasado más remoto (Frazer y Frobenius) hasta el futuro más próximo
(Verne y Wells), mi propia selección me lleva de la imaginación fantástica de
los descubridores de América y sus bestiarios de Indias, a la más atroz forma
de réplica a la naturaleza: la creación artificial del ser humano en el
laboratorio de la ciencia, el progreso mecánico y la sustitución divina: Mary
Shelley y Frankenstein.
Mary Shelley imaginó el horror de un antiparto: el
nacimiento de una criatura fabricada con retazos de la muerte. Víctor
Frankenstein es el nombre del padre que quisiera ser madre y da a luz la
monstruosidad anónima que cada vez se parece más a su creador, huraño, cruel,
nacido sin pasado, pero distinto del Dios que podría también tener estas
características porque Dios no es curioso, Dios no es la madre Eva que come la
manzana de la curiosidad, Dios no es la Pandora que desparrama los secretos de
una caja llena de desgracias, Dios no ambiciona una identidad, un nombre o una
percepción: es, lo sabe todo, nombrarle es reducirlo.
El monstruo de Frankenstein es doblemente monstruoso: no es
un hombre, como su creador lo quisiera; tampoco es un Dios, como su creador
quisiera serlo. El Prometeo moderno de Mary Shelley no roba el fuego divino:
sale en busca de él, pero ese fuego es una ilusión, es el fuego fatuo de la luz
polar, es la pira funeraria que espera al creador y a la criatura: la helada
hoguera de la ciencia cuando no es el hombre quien crea a la ciencia, sino la
ciencia la que crea o destruye al hombre. El Prometeo moderno de Mary Shelley
no crea a un ser humano: crea a un ser anónimo. Acaso por ello la viuda del
poeta Shelley tampoco firmó su libro. ¿Dónde iba a estar el nombre del monstruo
nacido de la cópula de un hombre inquisitivo con una muerte enmudecida?
Una noche tormentosa del verano de 1816, se reunieron en una
villa alquilada a orillas del Lago de Ginebra el locatario Lord Byron, sus
amigos Percy Shelley y su mujer Mary, el insoportable doctor Polidori y mujeres
surtidas por las paternidades, incestos y amores de Byron. Se propusieron
contar cuentos de terror para pasar las horas de tormenta. Byron inventó al
vampiro; Mary Shelley, al monstruo. Drácula y Frankenstein nacieron en esta
Villa Diodati que es posible visitar hoy. La vista ha cambiado poco, pero ahora
hay sinfonolas, televisores y mesas de ping-pong. Yo prefiero la visión de la
película de James Whale, La novia de Frankenstein, porque allí la actriz Elsa
Lanchester encarna a Mary Shelley en 1816 y nos cuenta una historia que sucede
en 1935, donde la propia actriz interpreta el papel de la mujer monstruosa creada
por el doctor Frankenstein para darle una pareja a su monstruo primero,
interpretado por el actor Boris Karloff. El juego del tiempo es fascinante; lo
es todavía más el hecho de que estos monstruos a los que la literatura no quiso
o no pudo darles nombres —genial sabiduría de Mary Shelley— tienen ahora el
nombre que les da su imagen fotográfica.
El monstruo tiene un nombre gracias a la fotografía. Y ese
nombre es el de su creador. El público le da el nombre de Frankenstein al
monstruo de Frankenstein. Esto es como nombrar Dios a cada una de sus
criaturas. ¿Pero no es el género fantástico, en palabras de Borges, tronco, una
de cuyas ramas es la teología?
Dios no tiene, en la literatura fantástica, peor enemigo que
Drácula, el hombre-vampiro que vence todas las leyes divinas y humanas. Fornica
sin amor, bebe por necesidad, no desea nada ni nadie salvo su propia
inmortalidad, vence a la muerte y no se refleja en espejo alguno. Duerme de
día. Mata de noche. Y viaja para huir de su propia leyenda y vivificar sus
fuentes de vida y placer: la sangre.
Roland Barthes ha indicado que en el universo de Sade se
viaja con un solo objeto: encerrarse. Aislarse y proteger la lujuria. Pero
también experimentar el encierro como una cualidad de la existencia, como una voluptuosidad
del ser. ¿Hace otra cosa Drácula cuando abandona su claustro transilvánico y se
hace transportar en un barco de la muerte y dentro de un féretro lleno de la
tierra original, al corazón de la metrópoli imperial y burguesa, Londres? Todos
los seres de identidad extrema, de la novela gótica al cine surrealista,
efectúan ese viaje de un encierro a otro: agotan el origen, viajan hacia lo
subvertible, hacia el futuro.
Drácula busca la sangre que lo alimenta. Pero esta metáfora
del horror esconde una realidad del amor. Drácula busca ser reconocido, aun al
precio de convertir en muerte la vida que necesita y ama. Y sus víctimas, esas
mujeres atraídas hacia él, esas mujeres que constantemente olvidan cerrar las
ventanas de noche, dormir bajo un crucifijo o colgarse un collar de ajos al
cuello, ¿no están invocando la presencia de ese otro que al identificarse en
ellas, les permite a ellas identificarse en él? ¿Buscan las novias de Drácula
el deseo inédito que sólo el monstruo, sin más deseo que la inmortalidad
propia, les ofrece en la frontera entre el sueño y la pesadilla?
Drácula y Frankenstein son zebras literarias que cuentan con
habitáts que les preexisten: castillos en ruinas, Transilvania y los Alpes,
laboratorios de la fe en el progreso, aldeas que son santuario de la tradición
milenaria... De la leyenda popular a la memoria del linaje, Europa cuenta con
el escenario para la literatura fantástica. América, no. Quiero decir la
América inglesa, protestante, puritana, la América del Norte. Hawthorne se
queja de la ausencia de misterio en un país sin otra cosa que «una prosperidad
común y corriente», en un país «sin sombra, sin antigüedad». ¡Cómo se las
ingenia un gran escritor para descubrir el misterio en ese mundo próspero y
corriente! Solteronas que viven en perpetua oscuridad, casas pintadas de
sangre, muros murmurantes, la propia madre de Hawthorne, viuda encerrada con la
comida enfriándose en la puerta de su recámara, hermana espectral que sólo se
deja ver al caer la tarde...
Pero quien realmente descubre el terror de lo fantástico
norteamericano es Edgar Allan Poe y su descubrimiento es que lo fantástico
ocurre, no en los castillos del Rin o en las mazmorras de Roma, sino en la
cabeza y el corazón de los seres humanos. «El corazón delator», podría llamarse
la obra entera de Poe, el autor que niega el proyecto de la felicidad y el
progreso norteamericanos («No tengo fe en la perfectibilidad humana») y revela,
en cambio, el revés del optimismo norteamericano. Sus narraciones no ocurren en
el meridiano solar de los Estados Unidos, sino en el turbio amanecer del mundo.
En una aurora que aún no abandona la noche, surgen formas difíciles de
soportar. Los muertos escuchan. Las tumbas se abren. Los fantasmas tocan con
los nudillos a la entrada de los sepulcros. Con razón se ha dicho que Poe nació
y se crió dentro de un féretro. Henry James lleva esta manera de terror
imaginario a su punto más alto: el duelo con el mundo ocurre sólo en la cabeza
de los personajes. No hay escenario exterior como en Frankenstein o Drácula.
Londres, Bostón, fines de semana ingleses, vida social aristocrática, casas de
campo bien atendidas. No: el terror está en la imaginación, en la vuelta de la
tuerca.
Paradójicamente, Poe, autor favorito de Stalin —el poder
fascinado por la tortura y el terror—, pudo serlo también del más lógico de los
cartesianos. La lógica deductiva de «El escarabajo de oro» y de «La carta
robada» eleva la razón al misterio y antecede al gran fabulista
latinoamericano, Jorge Luis Borges, perverso neoplatonista que primero postula
una totalidad y en seguida comprueba su imposibilidad. Borges abre muchos de
sus cuentos con la premisa irónica de una totalidad hermética. Evoca la
nostalgia antigua de la unidad original. Pero, acto seguido, traiciona el afán
idílico (eco de la utopía fundadora del Nuevo Mundo) mediante el incidente
cómico y el accidente particular. Funes el memorioso lo recuerda todo (premisa
fantástica). Pero para vivir necesita reducir, seleccionar, limitarse a un
número manejable de recuerdos (conclusión cómica).
En el universo de Tlön, el tiempo es negado. El presente es
infinito. El futuro no tiene más realidad que la esperanza actual. El pasado no
tiene más realidad que la memoria presente. Y no falta quien declare en Tlön
que todo tiempo ya ha sucedido y que nuestras vidas son solamente la memoria
falsificada, mutilada y crepuscular de un proceso irrecuperable. Borges anota,
a pie de página, la teoría de Bertrand Russell: el universo fue creado hace
apenas unos minutos y provisto inmediatamente de una humanidad que recuerda un
pasado que jamás ocurrió.
La literatura fantástica postula que la realidad está en el
otro rostro de las cosas, el más allá de los sentidos, la ubicación invisible
sólo porque no supimos alargar a tiempo la mano para tocar la presencia
fugitiva. Por eso eran tan largos los ojos de Julio Cortázar. Miraban la
realidad paralela, a la vuelta de la esquina, un vasto universo latente con sus
pacientes tesoros, la contigüidad de los seres, la inminencia de las formas que
esperan ser convocadas por una palabra, un trazo de pincel o un gesto de la
mano, una melodía tarareada, un sueño...
Imaginación: mediación entre sensación y razón, pero sólo
con el propósito ulterior de disipar cualquier relación lógica entre las causas
y los efectos. Ello nos obliga a recrearlo todo, liberados de la convención
imperante, de esa cotidiana normalidad que tanto molestaba a Hawthorne.
Gregorio Samsa amanece convertido en insecto. Y por las
tumbas de Praga corretea Obradek, el más misterioso de todos los mensajeros de
Kafka en una obra poblada de Hermes inválidos. Obradek es una película plana
con la forma de una estrella fabricada de cabos de hilos multicolores. Obradek,
que recibe trato de niño, que se ve absurdo en su apariencia inmediata, pero que
es una totalidad en sí, un espécimen completo de su género. Obradek, del cual
podría pensarse que alguna vez fue útil pero ya no lo es —pero esto, añade
Kafka, «sería un grave error». Obradek, que se esconde en las escaleras y los
corredores, en los pasillos: en la comunicación. Obradek, que desaparece
durante largos meses y luego regresa, invisible aunque fielmente. Obradek, el
genio tutelar, el fantasma de la Casa de Kafka. Obradek, que es un mito, medio
vivo y medio muerto, mitad objeto y mitad ser, olvidado pero presente, sin
origen, sin devenir y sin meta.
¿Es la literatura fantástica el fantasma que repara todos
los olvidos de los vivos?
© Carlos Fuentes – “En
esto creo” (2002)
0 comments :
Publicar un comentario