Por Manuel Vicent |
Para dulcificar el insomnio acostumbro a oír tangos. Sus
letras melancólicas me ayudan a navegar la noche, pero en medio de esos amores
malevos que canta Carlos Gardel, a veces elaboro inútiles disquisiciones que
añaden más confusión a la oscuridad y entonces me duermo. Para conciliar el
sueño, a altas horas de la madrugada, con música de tango, pienso, por ejemplo,
si la fórmula e=mc², energía es igual a materia por velocidad al cuadrado, con
la que Einstein expresó la Teoría de la Relatividad, se puede aplicar también
al espíritu humano, ahora que la física cuántica y el telescopio Hubble están
ya invadiendo el terreno de la teología.
Nada puede viajar por el universo a la velocidad de la luz
ni a una superior a ella, según el postulado de Einstein, que nadie discute.
Solo si un objeto no tuviera masa, como los fotones, podría trasladarse a
300.000 kilómetros por segundo.
Mientras Gardel vuelve con la mente marchita de no se sabe dónde,
pienso que si el alma humana existe, solo si no tiene masa y por tanto tampoco
tiene peso, podría ir al cielo o al infierno a la velocidad de la luz cuando
con la muerte se separe de tu cuerpo.
Pero no está demostrado que el alma exista, sobre todo que
la tengan algunos hijos de perra, y por otra parte si el paraíso y el infierno
están situados en un punto extremo del universo, sin duda, tardará miles de
años luz en llegar; en cambio estos pensamientos inanes con los que paso la
noche, que tampoco tienen peso alguno, congelan el tiempo y el espacio y
superan la velocidad de la luz porque al recordar alguna magdalena de Proust de
mi niñez la vuelvo a vivir en la memoria y si pienso en la estrella más remota
de la última galaxia, solo de pensarla, ya estoy en ella; aunque de esa
estrella se vuelve, como Gardel, con la mente tan marchita y cansada que uno
enseguida se queda dormido.
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