Por Jorge Fernández Díaz |
Los griegos concebían la enfermedad como un castigo a la
desmesura. La gran enfermedad argentina consiste precisamente en una larga
cadena de ciegos y espectaculares excesos a izquierda y a derecha. Nadie sabe a
ciencia cierta si una democracia republicana, basada en un respetuoso centrismo
de sentido común y sostenida en el tiempo, logrará finalmente sanar esa
terrible afección.
Está probado, por lo contrario, que los bandazos de la
desmesura nos condujeron a este fracaso estrepitoso y a una increíble decadencia
económica y social que es motivo de estudio en distintas universidades del
mundo. La estructura ideológica de las mayorías, producto de ese oscuro
magisterio político, es hoy un galimatías de contradicciones y de
autodestrucción. Los encuestadores a sueldo del peronismo afirman que el 60% de
la población se aferra a la idea de un Estado omnipresente, pero el economista
Enrique Szewach demuestra que ese deseo no conecta con la necesidad de
financiarlo: una porción significativa del pueblo rechaza a la vez el aumento
de impuestos, el recorte de gastos públicos, el incremento del endeudamiento
externo y la suba de la tasa inflacionaria. Quiero curarme la neumonía, pero
repudio cualquier fármaco y a todos y cada uno de los médicos y tratamientos
que me propongan. El Gobierno gastó más de 50.000 millones de dólares en la
normalización de la economía estancada y pervertida que nos legó la arquitecta
egipcia, esperando por supuesto resultados inmediatos, relampagueantes. Es tan
absurdo el pensamiento mágico que nos trajo hasta este colosal descalabro como
este flamante sentimiento según el cual rebotar y salir adelante se torna
sencillo e inexorable. De esta superstición participan por igual oficialistas,
opositores y notables miembros del establishment empresario y mediático.
Practicamos todos juntos una cultura impaciente y milagrera, fruto de años de
miedo y desmesura.
Intelectuales críticos como Juan José Sebreli y Beatriz
Sarlo son igualmente lapidarios con el peronismo, pero discrepan en un punto
fundamental. Para Sebreli, el kirchnerismo es apenas una "rama
podrida" del tronco peronista, que se eleva como el verdadero peligro para
nuestro país. Según Sarlo, en cambio, el peronismo es un hecho tan inevitable
como lo sigue siendo Borges para la literatura vernácula. Tiendo a creerles un
poco a los dos, pero entiendo también que no es posible concebir un nuevo
sistema de partidos políticos que excluya al partido de Perón. Lo que está en
juego en la Argentina es una nueva forma de la democracia, que contenga las
distintas pulsiones de la patria y que reconstruya un bipartidismo virtuoso.
Que a una coalición no peronista le corresponda una coalición espejo que la
controle, que anule el eterno sueño hegemónico y que en la alternancia, sea
capaz de acordar políticas de Estado a veinte años. Sergio Massa se encaminaba
a ser el macho alfa de esa nueva manada, cuya renovación giraba en torno a la
utopía de republicanizar un movimiento creado justamente para boicotear a la
República. Margarita Stolbizer lo acompañaba en esa novedosa aventura: no es
improbable que ella haya acusado un cierto escalofrío al ver cómo su socio
armaba una foto para darle un protagonismo desfachatado a Axel Kicillof,
responsable directo de la implosión del modelo nacional y popular, y a Héctor
Recalde, hoy valiente defensor de una reducción de Ganancias que jamás le
exigió a la Pasionaria del Calafate, a quien no se atrevía ni siquiera a mirar
a los ojos. Margarita lucha denodadamente para que la jefa de Kicillof y
Recalde vaya presa y para que el kirchnerismo pague sus tropelías en la
Justicia. El pacto de Massa con Máximo Kirchner no puede menos que inquietarla;
la historia reciente demuestra que las banderas más hermosas se pueden manchar.
La madre de Máximo es la única ganadora de todo este
Waterloo. Conduce un sector destituyente que presume de revolucionario, con
sede en Puerto Madero y Comodoro Py, pero también en una Santa Cruz
esperpéntica e incendiada; su facción persiste en encarnar el
"antisistema" y va adoptando cada vez más el lenguaje de los
boletines trotskistas. Quebrar el bipartidismo en ciernes es su objetivo
central, porque condenaría el "proyecto" a la banquina de la
historia. Su acuerdo con Massa resultó, por lo tanto, ciertamente efectivo:
perjudicó a un mismo tiempo a las dos cabezas de esta inédita entente política,
el señor de Olivos y el amo de Tigre. Y constituyó un presente único para Jaime
Durán Barba, que cumplía años ese mismo día y que añora unificar las
"caras del pasado", victimizar a Macri, descalificar a Massa y
alentar la candidatura de Cristina.
El episodio es un punto de inflexión con pronóstico
reservado. Y contiene en sí mismo todos los genes del caranchismo, que estuvo
tan en boga durante este año de gobernabilidad comprada. Los
"caranchos" perdonan impuestos, crean mayores gastos, cambian las
reglas de juego y asustan a los inversores. Para luego salir a denunciar el
aumento del déficit fiscal, el crecimiento de la deuda externa que se requiere
para sostenerlo, la inflación que crece por no poder reducirlo, la sequía de
inversores que ellos mismos ahuyentan y la tardanza en que la economía repunte
tras haber presionado con esta verdadera catarata de populismo recesivo.
Por primera vez en estos doce meses, alguien en la Casa
Rosada utilizó la palabra "escarmiento". Veinticuatro horas más
tarde, el ubicuo gobernador de Chubut advirtió: "Comienza a operar la
disciplina de la chequera, los llamados telefónicos y el retaceo de
fondos". ¿Es un caso aislado o esto implica un giro en Balcarce 50? ¿Hay
que decodificar el enojo oficial como el fin de la era del buenismo y la
corrección? Asevera un hombre clave del Presidente que cancelaron la agenda
parlamentaria para recuperar libertad e independencia, pero que eso no
significa marchar hacia una estrategia de látigo. "Creemos en el consenso
de verdad -jura-, y cuando se une el peronismo nos parece más un síntoma de
debilidad que de fortaleza. Además, todos juntos espantan, y los piantavotos le
hacen un tremendo daño a los competitivos."
El "petit comité" de Cambiemos no quiere, ni
siquiera en esta hora de broncas y caníbales, apartarse de un cierto liderazgo
herbívoro, puesto que ése fue precisamente el mandato reparatorio que recibió
de las urnas. Durante todos estos meses y con el objeto de argumentar a favor
de un fatal gradualismo, inconscientemente el Gobierno nos recordó día tras día
su debilidad. Y en épocas de crisis, a los débiles se los comen los caranchos.
Hoy pocos creen que tenga algún costo vapulear al jefe del Estado, encerrado en
la paradoja de no poder fortalecer la autoridad presidencial sin ser acusado de
autoritarismo. Si cede todo el tiempo, Macri es asimiliado a De la Rúa, y si se
pone duro es comparado con Néstor. Si muestra los dientes, se lo denuncia a la
OEA, pero si adopta una posición pacifista lo amenazan en los pasillos y lo
acosan en las duchas. La Argentina es una cárcel con las puertas abiertas.
El oficialismo conserva, a pesar de todo, tres armas que sus
rivales envidian y temen: la imagen, la caja y el Estado. Es más fuerte de lo
que incluso se percibe a sí mismo, y la encrucijada del peronismo resulta por
ahora más difícil que darle una pastilla a un gato. Tal vez, justamente ese
empate permita reencauzar un sistema político que pueda derrotar nuestra
histórica enfermedad: la desmesura. Que como decía Quevedo, es el veneno de la
razón.
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