Por Manuel Vicent |
La mujer adúltera permanecía arrodillada en medio de un
círculo de fariseos airados y cada uno de ellos tenía una piedra en la mano.
Según la Ley de Moisés esa mujer debía ser lapidada como castigo a su pecado y
así estaban dispuestos a hacerlo aquellos fariseos cuando en ese momento vieron
que se acercaba un joven profeta al que tentaron con estas palabras: “Dinos,
maestro, si debemos ejecutarla, como manda la Ley de Moisés, o perdonarla”.
Por toda respuesta el joven profeta en silencio se puso a
escribir en tierra con el dedo unos signos misteriosos y sin volver el rostro
dijo: “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Y luego siguió
escribiendo en el polvo hasta completar su sentencia.
Los fariseos comenzaron a hurgar en su conciencia y todos
excepto uno encontraron en ella algún motivo para sentirse culpables de pecados
cometidos en el pasado, así que dejaron la piedra de lado y se fueron alejando.
Pero hubo uno que permaneció frente a la adúltera humillada
porque se sentía puro, libre de culpa, propietario de la verdad absoluta y con
autoridad suficiente para ejecutar el castigo.
Lleno de ira levantó el brazo y descargó la piedra sobre la
mujer adúltera.
Los exégetas han discutido hasta la neurosis qué clase de
enseñanza pudo haber escrito el joven profeta sobre el polvo, que fue de
inmediato disuelto por el viento. Pudo, tal vez, haber escrito este duro
pronóstico: a lo largo de la historia la figura de ese fariseo falto de piedad
adoptará diversas formas teológicas, morales y políticas, de modo que
adondequiera que vayas habrá un inquisidor que podrá acusarte contra toda
justicia, un juez de la horca decidido a condenarte sin pruebas, un fanático
dispuesto a degollarte.
En cualquier caso siempre será el mismo personaje: alguien
que se cree puro, exento de culpa y por eso mismo incapaz de perdonarte.
0 comments :
Publicar un comentario