Por Beatriz Sarlo |
No es casual que Mauricio Macri venga del fútbol y que, como
sucedía con Carlos Menem, se lo vea más seguro, preciso y conocedor cuando se
refiere al deporte.
La baja densidad del discurso político puede ser un problema
o una virtud. Según como se la considere, Macri estaría siguiendo bien los
consejos de sus asesores o, por el contrario, daría pruebas de una indigencia
conceptual penosa. Cualquiera de los dos juicios depende más o menos del papel
que se atribuya a los medios y a la encuestología.
Si se piensa que los medios y las redes sociales lo deciden
todo, el destinatario de los discursos ya no es el pueblo, ni los ciudadanos,
sino “la gente”. La competencia electoral se inscribe en un torneo de “buena
imagen”, que consiste en no mostrar nada a contrapelo de una opinión definida
según encuestas y redes sociales; hablar lo menos posible, poner en escena una
proximidad ilusoria con la gente, tocar y ser tocado, mirar y ser visto. Desde
la perspectiva del nuevo populismo, la ausencia de convicciones políticas de
los dirigentes es un rasgo positivo.
Los políticos exitosos pierden su apellido y se los designa
por el nombre de pila, para representar una imaginaria proximidad. Como las
estrellas mediáticas, necesitan ser vistos como entes cercanos, aunque la dura
realidad indique que son excepcionales e inalcanzables. La fabricación de la
proximidad ha tenido dos escenas culminantes. La primera: un viaje de Macri en
colectivo, para el cual se montó una filmación y se hizo un casting, como si se
tratara de un corto publicitario, aunque el Gobierno lo difundió como “salida
espontánea”. La segunda: incorporar a su hija de cuatro años a las visitas
dominicales que, acompañado por fotógrafos, realiza a los habitantes de casas
en barrios populares, pero no villas miseria, en los distritos del conurbano.
Un neopopulismo no sólo cool sino proclive a la manipulación de seres
inocentes.
Estos cambios del lugar y la calidad de “lo político”
suceden en condiciones económicas desconocidas hasta los años ’90, impuestas
por una pobreza de nuevo tipo, que destruyó anteriores lazos comunitarios,
barriales, espaciales y familiares. Hoy hombres y mujeres no están en
condiciones materiales de pensarse como integrantes de una nación que, a su
vez, integra. Este fue tanto el mito como el impulso real de buena parte del
Siglo XX en Argentina. A comienzos del XXI, predominan los efectos de una
amenaza que, para un tercio de la población, se ha vuelto demasiado real.
Quienes no cayeron en la pobreza saben, aunque borrosamente, que un tercio del
país ha caído. El paisaje de los condenados es ineliminable. Los “salvados”
responden al canto de Miami o sus sucursales.
La escena simbólica de la nación está fracturada. Los
“nichos” socio-culturales son verdaderos agujeros de segregación. En estas condiciones
es casi ilusorio hablar de un espacio público nacional. Basta consultar los
datos educativos de Argentina para definir clivajes y fracturas que tienen
consecuencias de largo plazo. Y esto repercute en identidades estalladas, que
no se reconocen en principios generales, sino en parcialidades. De allí la
importancia del deporte y de la música, identificaciones resistentes a las que
sería equivocado considerar fugaces. Hoy, la Nación Deportiva es el único gran
imaginario transclase: el fútbol, una luz enceguecedora, cuyo dínamo está en el
mercado.
Una vida afortunada. No por azar, Mauricio Macri, antes de
ser jefe de gobierno de Buenos Aires, ganó su primer cargo electivo en Boca
Juniors. Es un cursus honorum abreviado si se lo compara con el de cualquier
político argentino con militancia en los partidos o los sindicatos. No fue
dirigente estudiantil, ni gremial, ni partidario, ni de organizaciones
religiosas o comunitarias. No participó en otras actividades que las del fútbol
y el empresariado (aunque tampoco en esta esfera fue dirigente). Como Donald
Trump, entró en la política porque es rico, sin que su riqueza fuera
complementada por un pasado de ascensos largos y trabajosos. Representa una
nueva forma de llegada, que vacilaría en llamar excepcional, ya que puede ser
la primera de una serie de nuevo tipo. El día de su asunción como presidente,
al salir al histórico balcón de la Casa de Gobierno, se sacó la banda azul y
blanca, símbolo nacional centenario, para bailar más suelto frente a quienes lo
miraban desde la Plaza de Mayo. A diferencia de los dirigentes calientes, su
ascenso es cool.
Macri no busca el entusiasmo (como lo buscaron algunos
políticos modernos) sino la simpatía, que no se obtiene dando discursos
complejos sino hablando casi tan mal como cualquiera. Y, sobre todo,
presentándose como alguien que es como los demás (una imposibilidad: muy pocos
nacieron millonarios; muy pocos fueron a un colegio de elite; muy pocos
tuvieron la oportunidad de ser empresarios o decir “quiero Boca” y obtenerla).
Gracias a esa biografía afortunada, Macri tiene una idea simple de la
“felicidad”.
La felicidad vuelve al discurso político como un resto
degradado, ocasional, cuando una tendencia neopopulista cree descubrir allí no
una gran cuestión filosófica y política, sino una consigna. El neopopulismo
cree que algunos conceptos vagos son una máquina de licuar conflictos. Macri se
ajusta a las leyes de una economía simbólica de la felicidad, donde ese
concepto es usado en sus acepciones vulgares, sin rastros del debate que inició
Thomas Jefferson en el momento inaugural de la independencia norteamericana.
Imposible solicitar que este neopopulismo tome en
consideración que existe el conflicto entre el deseo individual de felicidad y
la trama social donde se enfrentan esos deseos en sus diferencias e
incompatibilidades. El neopopulismo considera que este tema es ideológico y que
las ideologías han muerto. O como lo fraseó el jefe de Gabinete el 15 de junio
pasado en Twitter: “Juntos vamos a lograr lo que parece imposible”. ¿Qué decir?
La simple obviedad de la frase vuelve superfluo cualquier análisis.
Sobre la felicidad
“Consideramos como evidentes estas verdades: que todos los
hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos
inalienables; que entre ellos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la
Felicidad”. Thomas Jefferson escribió este preámbulo para la Declaración de
Independencia de las trece colonias británicas de América del Norte. Fue
aprobado en 1776 y nos introduce, desde el mismo comienzo, en una de las
discusiones fundamentales de la política moderna. Una y otra vez, a lo largo de
doscientos cincuenta años, los intereses y las ideas chocaron a propósito de
una cuestión que aún hoy sigue abierta: ¿cuáles son los deberes de la política
en este campo donde sólo la libertad y la seguridad son equiparables a la
búsqueda de la felicidad? Al mencionarlos explícitamente, la Declaración de
Independencia establece su equivalencia como derechos fundamentales que
sostienen la legitimidad moral y política. Dejo de lado la discusión sobre si
estos derechos tienen, a su vez, un fundamento trascendente, porque no afecta
su equivalencia.
Persisten, en cambio, los debates de ideas y los conflictos
sobre la respuesta que se dé a la pregunta que define el lugar del Estado:
aceptados los derechos como universales, ¿qué debe hacer el Estado para
garantizarlos?, ¿cuál es la medida de una intervención justa?, ¿es suficiente
la igualdad ante la ley o es necesario que esa igualdad formal se realice con
estrategias que la vuelvan material y socialmente posible?, ¿compete al Estado
reparar las diferencias que separan a los hombres de un ejercicio pleno de sus
derechos?
El debate comenzó al mismo tiempo que la declaración que
instituía a la Felicidad en el lugar de los tres derechos fundamentales,
abriendo así una larga tradición de igualitarismo democrático y una no menos
larga y contenciosa tradición de republicanismo que rechazaba cualquier
intervención del gobierno en el mercado que aspirara a una proporcionalidad en
la distribución de los bienes y por tanto en las circunstancias en que los
derechos se ejercen. Debate que comienza con Jefferson y Madison, los
Federalistas de un lado y Thomas Paine del otro, y que, con diferentes figuras,
algunas de ellas monstruosas, sigue hasta nuestros días. Sería deseable que la
troupe de asesores de Macri lo ilustraran sobre esta historia.
Imágenes de fantasía. Algunos temas ideológicos merecen un
subrayado. El primero, que tiene ecos de nacionalismo individualista, sostiene
que los argentinos somos mejores que lo que han hecho de nosotros los errores
de los políticos. El tema ofrece la reconciliación populista con una autoimagen
fantasiosa, que pasa por alto la afirmación opuesta: que los argentinos son
peores que algunos de sus dirigentes (como se demostró en la indiferencia de
los argentinos frente a la dictadura militar, que sólo tuvo como opositores a
los dirigentes de movimientos sociales y unos pocos políticos; o la
indiferencia frente a los procesos de pauperización de la década de 1990,
porque las capas medias no se sentían directamente amenazadas). El tema resuena
con la antigua contraposición populista entre gente del común y elites. Y su
función es salvadora. Este tema se enlaza con el de “la honestidad y la
humildad de los argentinos”: dos cualidades que es difícil reconocerles al
unísono. La honestidad tiene algunas formas de medirse, entre ellas las de la
evasión impositiva, el trabajo en negro, la precariedad laboral, el intercambio
de coimas y favores, que diferencian muy claramente las costumbres argentinas
de las de sus vecinos de Chile y Uruguay.
Esta visión complaciente de los argentinos es indispensable
en un discurso neopopulista. El neopopulismo, como el paleo-populismo, necesita
embellecer al Pueblo (en general capas medias), al que aspira a convertir en su
clientela política. Así se protege una identidad mitologizada. Por cierto, este
pueblo supuestamente “honesto y humilde” merece la felicidad como recompensa a
esas virtudes que fueron traicionadas por políticos que carecieron de humildad
y honestidad. De nuevo, una operación imaginaria que separa radicalmente a los
gobernantes de los gobernados, olvidando los momentos más comprometedores de la
historia argentina del último medio siglo. El neopopulismo de derecha se
especializa en estas operaciones, de las que excluye tanto a la sociedad
realmente existente como a sí mismo.
Neopopulismo con onda
Es un populismo cool, de baja tensión. Abjura del cesarismo,
el funcionamiento plebiscitario, la movilización y el carisma caliente de los
liderazgos (por eso despierta expectativas en sectores liberales justamente
hartos del kirchnerismo). Tampoco confía en convocar fuerzas existentes en la
sociedad y sus organizaciones. Afirma sencillamente que desea un imposible,
pobreza cero, como ha dicho Mauricio Macri en su discurso electoral, aunque
ahora, más precavido, lo repite poco.
Jugar con el imposible sin definirlo implica el juego de la
ensoñación. Todos queremos ser felices. Para decirlo con palabras en las que
coincidieron Hannah Arendt y Franklin Roosevelt, todos deseamos liberar
nuestras vidas de la necesidad y del miedo a caer en sus constricciones.
Llegados a este punto, se reabre un viejo debate sobre sociedad y Estado: ¿hay
algo que el Estado puede hacer en la prosecución de la felicidad?
El discurso neopopulista sostiene, cuando habla en serio y
no en función mediática, que el Estado debe garantizar la libertad. No cabe
duda, pero la pregunta sigue abierta. Dos siglos de historia debatieron el quantum
de lo que debe hacer el estado. El neopopulismo de la felicidad se inclina, en
el caso argentino, a que ese quantum sea mínimo, excepto si debe enfrentar
situaciones excepcionales de intranquilidad social. ¿Y si el mercado produce
una inseguridad incompatible con el mito de la felicidad? La respuesta a esta
pregunta está en el centro del debate. Ya no se habla de los dones que, con el
tiempo, repartiría la “mano invisible del mercado”. Ahora se confía en el
crecimiento, que no siempre reparte sus ganancias.
El neopopulismo de la felicidad hace política en estado de
baja politicidad. El momento imaginativo y creador de la política es
considerado un lastre pretérito que aburre a “la gente”. ¿Acaso trasmitir
claramente las medidas de gobierno que pueden afectar sus vidas no es un deber
ético del político? Esa sería una interpretación benevolente del discurso de la
felicidad sin sustancia. También podría pensarse en otras dos razones: la
primera, que ese programa no existe del todo y que, por eso, quedará librado a
un juego conflictivo de intereses. O al culto de la personalidad manufacturada
por un equipo de marketing.
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