Por Ernesto Tenembaum
El 5 de septiembre de 2012, en la localidad de Humahuaca,
fue asesinado Luis Condorí. El crimen de Condorí es uno de esos hechos tabú
para el sector mayoritario del movimiento de derechos humanos argentino: no se
habla de él. Nadie hace marchas, ni firma solicitadas, ni compone canciones, ni
pide Justicia, ni dibuja su cara con stencil en las paredes. Esas cosas se
reservan para otro tipo de víctimas, no para Condorí.
Tal vez sea así, porque
Condorí, la víctima ignorada, no era un militante político, como no lo eran los
muertos de Cromagnon o los de Once. O, tal vez, eso ocurra porque los asesinos
estaban demasiado cerca de Milagro Sala, quien es kirchnerista, al igual que la
mayoría de los dirigentes de derechos humanos.
En cualquier caso, la historia de Condorí merece conocerse,
en parte, porque revela que las hipocresías alrededor del caso Milagro Sala, no
son exclusividad del presidente Macri o de su aliado, el gobernador Morales.
En la mañana del día de su muerte, Condorí se enteró que un
grupo de matones llegados desde la capital provincial intentaba apropiarse de
terrenos ocupados por personas muy humildes en las afueras de Humahuaca.
Los extraños se habían movilizado en autos de media y alta
gama, entre ellos un Mercedes A250. Años atrás, Humahuaca había sido declarada
patrimonio de la Humanidad por las Naciones Unidas. El valor de los terrenos
había escalado geométricamente y resultaba inaccesible para los pobladores de
la zona. Por eso, cuando los cien forasteros aparecieron, para quedarse con lo
poco que ellos tenían, la voz corrió por el pueblo y se produjo una
movilización espontánea.
La familia Condorí estaba integrada por 22 miembros, todos
los cuales vivían hacinados en pequeños terrenos de tierra seca. Ellos, junto
con otros cientos de habitantes de Humahuaca, rodearon a los visitantes y los
apedrearon. Los invasores intentaron emprender la retirada pero tomaron un
atajo equivocado y quedaron rodeados. Entonces, intervino la policía provincial
pero no para proteger a la gente de Humahuaca sino a los intrusos. Estalló una
batalla campal y, desde detrás de los escudos policiales, comenzaron a
disparar: una escena muy parecida a la que terminó con la vida de Mariano
Ferreyra. En ese contexto, cayó muerto Luis Condorí.
No era difícil conocer la identidad de los autores del
crimen, todos portaban las banderas verdes y negras de una ONG llamada la titi guerra, que tenía jerarquías y
conexiones muy claras.
Casi tres años después del crimen de Condorí, la Justicia
local condenó a dos dirigentes de la organización culpable. Uno de ellos, Marco
Antonio Guerra, era un íntimo de Milagro Sala, a punto tal que fue uno de los
hombres que la acompañó todo el tiempo durante aquella nota que le hizo Jorge
Lanata, en San Salvador de Jujuy.
Una búsqueda de medio segundo basta para encontrar imágenes
de Sala y Guerra abrazados durante manifestaciones. La titi
Guerra era una de las organizaciones del
sistema cuyo sol era Milagro Sala, o sea que su violencia era, como mínimo, paraestatal y muy bien financiada. Indignado por el
contraste entre la solidaridad que recibe Sala y el abandono al que fueron
condenadas sus víctimas, Carlos el Perro Santillán, razonó en
estos días: "Pedraza no fue el que asesinó a Mariano Ferreyra y, sin embargo, está
preso. Su relación con el asesino de Mariano era
mucho más lejana que la de Milagro Sala con quien mató a Condorí. Pero a Sala
se le perdonó todo. Es indignante ver cómo ahora muchos piden que la liberen y
antes toleraron que todo eso ocurriera".
Ese punto no debería ser un argumento para mantener a
MIlagro Sala detenida. El abuso al que está siendo sometida es independiente de
la trayectoria de quienes denuncian su situación y callaron otras, e incluso de
la misma trayectoria de Sala, que cometió abusos peores de los que hoy es
víctima. Pero el razonamiento de Santillán es todo un retrato de un sector
social y político al que se le despierta la sensibilidad de manera selectiva:
solo cuando son violados los derechos humanos de los propios o en aquellos
casos que sirvan para ser utilizados contra presuntos enemigos.
Cuatro meses antes del fusilamiento de Condorí, la misma
policía jujeña había asesinado a cuatro manifestantes por tomar tierras en los
alrededores del Ingenio Ledesma. Tampoco nadie reclamó por ellos. En diciembre
de 2013, en el marco de una sucesión de huelgas de policías provinciales, un
número no determinado de personas murió en el marco de saqueos, especialmente
en San Miguel de Tucumán. Desde el Gobierno explicaron que, dado que ya no
había pobres en la Argentina (sic), solo se podía tratar de agitadores, los
saqueos eran la expresión de una conspiración y no de una necesidad. ¿Alguien
pidió que se investiguen esas muertes, que se castigue a los culpables?
¿Alguien siquiera se preocupó por contarlas, por recopilar los nombres de los
caidos? ¿Alguien firmó solicitadas, compuso canciones, recordó cada aniversario
del crimen?
Esas preguntas se pueden aplicar a variadas situaciones:
desde las víctimas de gatillo fácil que denuncia la Coodinadora contra la
Represión Policial, y que no frenaron durante la década kirchnerista, hasta los
caídos en la represión del Indoamericano, desde el entusiasta apoyo político a
Aníbal Fernández, quien defendió el accionar policial en los casos de Kosteki y
Santillán y Mariano Ferreyra, hasta el abandono que sufrieron las víctimas de
la tragedia de Once, cuyos familiares infructuosamente, durante años, buscaron
la solidaridad del ese colectivo tan dispuesto a firmar solicitadas como a
ignorar al dolor de quienes no son del palo.
El caso Milagro Sala desnuda, de esta manera, una doble
hipocresía. Por un lado, el oficialismo se escuda en que Sala está presa por
decisión de la justicia jujeña. El gobernador Morales explicó el domingo en
Clarín que la decisión es correcta porque Sala estaría en condiciones de
obstruir la Justicia. ¿Cuánto tiempo creerá el gobernador que un enemigo suyo
debe estar preso sin condena con esa excusa? ¿No sería él, en todo caso, el
encargado de garantizar una investigación limpia con Sala en su casa? ¿Tanto cambia
porque una sola persona salga en libertad? ¿No sería demasiado torpe, por parte
de Sala, incurrir en una conducta sospechosa, que diera nuevos argumentos para
encarcelarla? Si fuera tan poderosa, ¿no puede obstruir la investigación desde
la cárcel? Los argumentos de Morales parecen una confesión: o de su debilidad
como gobernante o de su autoritarismo o de su miedo. Y la prisión de Sala, en
estas condiciones, un antecedente que, mañana, se puede aplicar a cualquiera.
Por el otro lado, aparece la hipocresía de un sector social,
muy vinculado al kirchnerismo, que escucha y protege a Sala pero desprecia y
desestima a sus víctimas. En todas las visitas a Jujuy de personalidades como
Raúl Zaffaroni o Axel Kicillof se repite el patrón: hay solo una víctima, la
líder kirchnerista de Jujuy. ¿Y el resto?
¿Escucharon al menos sus conmovedores testimonios? ¿O esas
víctimas ni siquiera merecen ser oídas porque, como Condorí, no son
kirchneristas, o sea, no merecen la condición de víctimas, les hayan hecho lo
que les hayan hecho?
El sector que celebra la prisión de Sala olvida que si esos
métodos arbitrarios se extienden al infinito, nadie estará protegido de esas
arbitrariedades. Tal vez les sirva mirarse en el espejo de Sala, quien también
avaló e impulsó la prepotencia contra quienes ella odiaba, convencida de que su
poder duraría para siempre, y ahora sufre el mismo método en carne propia. El
kirchnerismo, mientras tanto, repite sus tics más cristalizados: los derechos
humanos se sesgan, se usan cuando conviene y se olvidan o se abandonan cuando
no son funcionales a la causa, sea esta lo que fuera.
Unos y otros aplican un viejo consejo: a los amigos todo, a
los enemigos ni justicia.
Jugar con fuego, que le dicen.
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