Un texto de Jorge Fernández Díaz
Reproducimos una historia verídica sobre la vida y
el destino de Jorge Fernández Díaz. Publicada en La Nación, fue recogida en 2010 en La hermandad del honor, libro editado por
Planeta Argentina.
Nunca soñaba que recuperaba a sus hijos. Luis
soñaba que jamás los había perdido. Y al despertar volvía a la triste
irrealidad: después del trabajo repartía folletos por el sur, y los fines
de semana caminaba horas y horas por el Tigre, San Fernando y San Isidro,
repartiendo volantes con las caras de ellos y con el número del juzgado.
Hablaba con cientos de personas y contaba una y
otra vez su destino, dejaba los papeles impresos en parabrisas,
postes, carteleras y comercios, y regresaba agotado a su casa de
Quilmes.
Volvía con las manos vacías. Luis tiene manos
callosas y castigadas de mecánico: trabaja en una fábrica metalúrgica
de Wilde. Es inimaginable ese sentimiento de ausencia provisoria.
Al menos el dolor de la muerte permite un duelo, y
a veces es verdad que la incertidumbre resulta peor que el dolor. Los
domingos por la noche Luis se sentía completamente abatido. Pero los lunes
repechaba la pendiente y volvía a aferrarse a una vaga esperanza. No es
religioso, y por lo tanto nunca pudo ni siquiera colgarse de Dios, pero
cuando le pregunto en qué cree me dice: En las ganas. Se refiere a la
voluntad, a trabajar día tras día, a seguir y no darse por vencido.
Estoy en su casa de Quilmes y aunque hay
calefacción yo siento frío en los huesos. Llegué a Luis gracias a
Missing Children.
Es la primera vez que alguien acepta contarle a un
periodista argentino el derrotero íntimo de un padre que buscó y
encontró a sus hijos perdidos después de casi dos años de angustia. Me
produce tanto dolor lo que me cuenta que casi me arrepiento. Si la
historia no fuera valiosa para otros cientos de padres que viven
actualmente el mismo drama y si no sirviera todo esto para llamar la atención
de la opinión pública sobre la necesidad de ayudar, hubiera pasado de
largo de esta crónica. Hubiera preferido algún otro tipo de
héroe profesional o de peripecia interesante. Pero esta crónica es
dolorosamente necesaria: Missing Children está buscando a 189 chicos
perdidos y en nueve años de trabajo recibió más de 3.800 denuncias. Cada
24 horas desaparece un chico en este país, y esta organización sin fines
de lucro tiene nulo apoyo estatal, tibios aportes privados y una estructura
mínima, a pulmón, que carece incluso de un 0800. Su organización
equivalente en Estados Unidos cuenta con subsidios estatales y rango
judicial, trabaja en conjunto con el FBI y la Interpol, es ayudada por ex
detectives de ciudades pequeñas, y cuenta con donaciones de grandes empresas.
Un alerta de Google decía, hace unas semanas, que Walmart le había hecho
una donación de 500 mil dólares sólo para modernizar su sitio de Internet.
Aquí hay cuatro mujeres heroicas con sus celulares,
y catorce voluntarios, que viven para atender a los padres que buscan
desesperadamente a sus hijos extraviados. Quien comanda a ese equipo extenuado,
que sin embargo ya ha recuperado cerca de 3.500 chicos, es alguien
que no conoce el cansancio: Lidia Grichener, una mujer que se metió por
vocación de servicio y porque encontrar a un niño perdido le parece
la mayor recompensa que puede darle la vida.
Lidia Grichener |
Lidia me recomienda que haga una excepción, en
estas historias “con nombre y apellido” y que llame simplemente
Luis a su protagonista. Les pongo María y José a sus hijos.
Tengo también sus fotos, pero decido no publicarlas: no
quiero exponerlos, ya tuvieron suficiente. Los estoy viendo en estos
momentos a los tres. Luis tiene 37 años, y es un pelado fibroso
y contenido que se parece un poco a BruceWillis. María es
una adolescente retraída y bella: tiene 15 años. José es un
chico cariñoso y despierto: cumplió 12 y padece hemiparesia, una
enfermedad de nacimiento que le provoca disminución de la fuerza
muscular de una mitad del cuerpo. Lidia fue durante veinte meses esa voz
en el teléfono que Luis escuchaba mientras los buscaba por cielo y tierra.
El padre me cuenta de entrada dos datos: la
Justicia le otorgó la tenencia definitiva de los chicos, la madre tiene
pedido de captura y el caso está caratulado como sustracción
parental y abandono de persona. Esta última figura tiene que ver
con José, que no recibió durante los veinte meses en que
estuvo desaparecido un solo día de tratamiento. Lidia dice que
la mayoría de los chicos perdidos suelen ser adolescentes entre 12
y 16 años, preferentemente mujeres, que abandonan su hogar por abusos
y conflictos familiares, fracaso escolar o uso irresponsable de
Internet: suben fotos y datos a la web y se transforman en blancos fáciles
de desconocidos, en algunos casos de depravados o traficantes de personas.
Un ocho por ciento de los chicos perdidos tiene que ver con alguna
discapacidad mental y otro ocho por ciento, con razones inexplicables:
un niño se suelta de la mano y se esfuma, una niña va al quiosco y no
aparece más. Sesenta chicos denunciados en
Missing Children aparecieron muertos. Pero un porcentaje más que
estimable (11%) corresponde a casos donde los padres secuestran a sus
hijos después de una separación. Son padres que usan a sus hijos como
rehenes. Es algo difícil de entender, pero ocurre con frecuencia—dice
Lidia—.Conocemos el caso de un padre que llevó incluso a sus hijos al
cementerio y les señaló la supuesta tumba de su madre, para hacerles
creer que había fallecido y que no debían abrigar ninguna esperanza
de que volviera. Eso era, naturalmente, falso. La madre los buscaba y
al final los encontró.
Le pido a Luis que empecemos por el principio. Su
esposa quedó embarazada y luego se casaron. Tres años después hubo
una discusión terminal y Luis se vino a vivir a esta casita de clase media
proletaria y emigrante que tienen sus padres en Quilmes.A los pocos meses
su ex mujer vivía con un artesano que le llevaba quince años: se habían
comprado un viejo colectivo donde vivían y con el que recorrerían el
país vendiendo aros, collares, pulseras y sahumerios. Desde
el comienzo mismo hubo clima tenso entre las partes, y problemas para
concertar un régimen lógico de visitas. En diciembre de 1999 la mujer le
informó a su ex marido que se iban a trabajar a la Costa y que se llevaban
a los chicos. No había número al que llamarlos, de manera que Luis esperó
que se comunicaran.
Pasó todo el verano, y no había noticias. En
mayo llamaron para informarle que estaban en Córdoba, pero no
le daban la dirección con la excusa de que el micro sin
asientos donde vivían iba de acá para allá. Luis empezó a
preocuparse en serio. Le pasaban con María pero la nena hablaba
con letra de la madre. No te puedo decir, papi, le decía cuando
Luis preguntaba cosas concretas: siempre se escuchaba detrás la voz
de un mayor; siempre llamaban desde un teléfono público.
Pero las llamadas se repitieron y un día la nena se
equivocó y dijo el nombre de la escuela. Luis sacó un pasaje a
Córdoba Capital y acechó la salida del colegio. Vio que salía
María sucia y descuidada, con ropa vieja y rota, y luego vio dónde
vivían todos: el micro estaba estacionado en un baldío.
Subsistían vendiendo chucherías, al margen del mundo, como
nuevos hippies, sin ingreso fijo. Luis tuvo la enorme tentación
de entrar por la fuerza, sacar a sus hijos y traérselos a casa,
pero se dominó a último momento, tomó el ómnibus de vuelta,
regresó llorando y puteando a Buenos Aires e interpuso un recurso en
el juzgado: la situación era completamente irregular, pero además José
necesitaba una escuela especial y una rehabilitación urgente. El
juzgado libró un oficio, y los padres de Luis lo convencieron de que sería
mejor que fueran ellos quienes viajaran para recibir a los chicos: no
querían que Luis se descontrolara y empezara a las piñas. La policía entró
por una ventana del colectivo y retiró a los chicos, que estaban solos
y aterrados. Los abuelos trajeron a Quilmes a María y a José, y Luis
los bañó, les compró ropa y los llevó a un médico para que les hicieran
exámenes físicos.
A los quince días la madre se presentó en el
juzgado y reclamó un régimen de visitas. Con sus antecedentes, sólo
le permitieron que los viera dos horas por semana en una oficina
de tribunales. Pero esa dispensa duró poco: necesitaban la oficina y
entonces resolvieron que podía visitar la casa de sus ex suegros. Los
problemas continuaron: ella nunca llegaba a horario y había corto
circuitos. El juzgado determinó que los encuentros sucedieran en un lugar
público, el patio de comidas de un supermercado. El régimen implicaba que
fuera dentro de los límites específicos de ese espacio, pero la
madre transgredía y se los llevaba a pasear. Con el paso de las semanas,
el sistema se fue abriendo, y en un momento la ex mujer y
el artesano lograron alquilar una casa en Virreyes y tener a los
dos chicos los fines de semana. Un domingo, cuando Luis los iba a
buscar, se encontró con que el artesano le decía que habían caído
enfermos, que los estaban nebulizando y que los fuera a buscar otro día.
Luis intentó resistirse, pero el artesano fue tajante: No te los doy, y si
no andá al juzgado. Fue a la comisaría, pero la policía sólo corroboró la
veracidad de la denuncia: no hizo nada. Volvió el obrero metalúrgico de
Quilmes a refrenar sus deseos de patear la puerta y llevarse a sus hijos.
Pero avisó al juzgado, y esperó que lo llamara su ex mujer, o
sus hijos, o que el artesano se dignara traerlos a casa. Nada de
eso ocurrió, y se libró una orden de allanamiento. Luis iba en
el patrullero. Cuando la policía golpeó la puerta de la casa
de Virreyes, nadie atendió. Un vecino les contó que la familia
se había mudado hacía una semana y que nadie sabía adónde.
A Luis pareció caerle un edificio de hormigón en la
cabeza. Sentía una mezcla a partes iguales de bronca, desilusión
y miedo. El último sentimiento se relacionaba con la posibilidad
de que su ex mujer se hubiera robado a sus hijos para siempre.
La mujer y el artesano eran nómades, no votaban ni
usaban papeles o documentos, tenían una casa rodante, una
filosofía de vida despegada de la civilización y la chance de
trabajar en cualquier sitio y volverse invisibles. Podían estacionar
el colectivo a diez cuadras de su casa y Luis jamás los
hubiera hallado. Me morí de vuelta —se dijo—.Me morí. Se
recriminaba hasta las lágrimas haberse tragado el cuento y no
haber actuado con más bravura. Ahora sabía que no podía descansar en
la policía ni en la justicia, tenía que emprender un camino solo.
Comenzó por investigar en el barrio, luego ubicó a
la ex esposa del artesano, que no lo veía desde hacía tiempo, y a
su propia ex suegra, que era una persona mayor con
un temperamento neutral. Nadie sabía qué había pasado y dónde
podían encontrarse. Recurrió en seguida a los amigos comunes de la
pareja. No sólo quería pistas sino alguna explicación. ¿Por qué quiere
herirme, por qué toma de trofeo a nuestros hijos?
No había respuestas razonables. Una tía lo
convenció de recurrir a Missing Children. Pocas veces tuvimos un padre con
más participación y militancia —cuenta Lidia—. No faltaba nunca a nuestras
convocatorias, siempre estaba dispuesto a todo. No perdía tiempo ni
energía en odiar ni en hablar mal de nadie. Su frase era: “Quiero
encontrar a mis hijos”. Y la repetía en todo momento y en todo lugar.
Vivía para eso. El resto de su vida pasó a tener una
importancia mínima.
Luis no podía, sin embargo, dejar de trabajar en la
fábrica de Wilde. Uno de sus grandes amigos era el dueño de
esa empresa y le propuso enviar a todas las ferreterías del país,
dentro de los bolsones de herramientas que fabricaban, fotocopias con las
caras y las señas de sus niños perdidos. Todos sus compañeros tomaron
partido en la búsqueda. Y Luis llegó a imprimir 30.000 volantes para
repartir en todos los puntos cardinales. Una amiga se iba de vacaciones a
Córdoba, y Luis le encajaba un pilón de 150 folletos. Un pariente viajaba
a Santa Fe, y Luis le daba 200 papeles para que los distribuyera en
las grandes ciudades y en las estaciones de servicio.
Missing consiguió que la imagen de María y José
estuviera metida en facturas de servicio y pegada en las cajas
registradoras de Carrefour.Y que Canal 7 trasmitiera esas
imágenes, que La Nación las publicara y que Mariano Grondona le hiciera
una nota al padre atribulado en su programa de televisión.
Luis también asistió a un Boca-River junto a otros
padres en similar circunstancia, hizo una silenciosa procesión junto
a esos camaradas del dolor y la pérdida, y mostró su gran afiche a sesenta
mil personas que lo miraban. Miren, miren bien —decía Luis para adentro de
cara a la multitud—. Uno de ustedes los tuvo que ver. Pero nadie parecía
haber visto a nadie.
Varias veces fueron a estadios o a plazas donde el
periodismo les tomaba fotografías y declaraciones. Lidia y sus
compañeras llamaban para el día del niño y para el día del padre, y
Luis siempre preguntaba: ¿Hay alguna novedad? No había ninguna. Una
vez fueron sesenta padres a una presentación en la Plaza de los Ingleses,
y Luis pudo intercambiar con otros compañeros de infortunio
impresiones sobre esa ausencia que le vaciaba el pecho. La gente, por la
calle, al verlo pegar sus folletos le preguntaba qué había pasado, y al
escuchar su breve historia, le decía: Los vas a encontrar. Era una
expresión de deseos, pero también algo así como una premonición. Veían
en aquel desconocido el instinto paternal y las ganas. Los vas
a encontrar.
Hubo falsas alarmas. Parecía que alguien había
visto a sus hijos. Pero luego se comprobaba que no. Muchas veces
Luis se quedaba esperando frente al teléfono una llamada. Soná, que
suene, por favor, que suene y que sean ellos. Veinte meses después de
haberse esfumado, cuando la causa judicial amenazaba con cerrarse, el
teléfono finalmente sonó.
Un vecino de un comisario de Tigre que vivía en
Ingeniero Maschwitz creía haber reconocido a María gracias a uno
de los 30.000 volantes. Eran las once de la mañana, y Luis comenzó a
fumar un cigarrillo tras otro. Pasada la una de la tarde les avisaron: El
domicilio está rodeado. Luis no podía trabajar ni manejar su propio auto,
así que su amigo y su tía lo llevaron de Quilmes a San Isidro. A esa hora,
no tardaban más de ochenta minutos, pero a Luis le parecía que era una
semana entera. Llamaron desde el celular a Lidia a puro gritos y llanto.
Lidia, al otro lado de la línea, se puso a llorar.
Pero Luis se mantenía un poco incrédulo. Estaba acostumbrado a
las frustraciones y quería protegerse de otra gran tristeza. ¿Y qué
pasa si entro y no son ellos? —se preguntaba—. Si no son ellos,
hago como que soy un oficinista del juzgado, arreglo unos
papeles, salgo y me voy.
Llegaron a San Isidro en esa tarde imborrable, y
les avisaron que estaban en una oficina del subsuelo. Los
compañeros de Luis, sus familiares y amigos, los voluntarios de
Missing Children, los funcionarios, todos aguardaban el momento de la
verdad con el aliento cortado. A Luis le temblaba el alma.
Lo condujeron escaleras abajo y tomó aire antes de
trasponer el último umbral. Al hacerlo los vio. Fue un momento
vibrante. Eran efectivamente María y José, estaban asustadísimos y
no sabían cómo reaccionar ante la súbita aparición de
aquel fantasma. No sabían tampoco si los iban a retar, y si aquel
hombre era bueno o malo. Les habían dicho durante aquellos meses que
no debían comunicarse con Luis porque él iba a querer raptarlos. Estaban
flacos y sucios. María tenía rapada la cabeza, para no ser reconocida, y
no asistía al colegio. José no había evolucionado por falta de medicinas y
tratamiento. Los mandaban a comer a un salón comunitario para indigentes
de una iglesia evangelista. Luis sonrió, y los chicos sonrieron
de inmediato, y se abrazaron con intensidad.
Luis tuvo que reconquistar lentamente a su hija y
remontar la imagen negativa que le habían plantado. Le compró ropa y
la envió a la escuela: es una excelente alumna. A José lo puso bajo
tratamiento kinesiológico: tiene dificultades pero evolucionó con rapidez.
El gran festejo del reencuentro se hizo en un salón de Quilmes. Cumplía
años María, y su padre no quiso que faltaran las mujeres de Missing
Children. Habitualmente, para protegerse de las emociones fuertes, Lidia y
sus adláteres tratan de cortar el vínculo con las familias una vez
que los chicos son recuperados. Es notable cómo viven meses y hasta
años comprometidos día a día con esos padres huérfanos y cómo dejan de
verlos y hablarles en el mismo momento en que la causa triunfa. Con Luis
hicieron una excepción.
Luis es el modelo del padre que no se rinde y no
quisieron fallarle. Al llegar al saloncito de fiestas, María se les adelantó
y les dijo: Gracias por ayudar a mi papá. Lidia me lo cuenta con un
nudo en la garganta. Jura que jamás volverá a frecuentar esos epílogos.
Pasaron cuatro años desde el reencuentro. En estos
cuarenta y ocho meses ese padre y esos hijos volvieron a tener
una vida normal. La madre no ha vuelto a ponerse en contacto.
Dicen que tuvo otros hijos con el artesano, que se
volvió evangelista y que algún día reaparecerá. Les doy un beso a los
chicos encontrados y lo abrazo a Luis en la puerta. Ya me voy.
Me dice: Cuento todo esto para esos padres que
siguen buscando.
Para que no bajen los brazos. La luna de Quilmes
está alta y cubierta de nubes. No es que haga tanto frío. Es que
tengo el corazón helado.
© Zenda –
Autores, libros y compañía / Agensur.info
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