Por Arturo Pérez-Reverte |
Acabo de oír, en una tertulia mañanera, algo que me
incomoda. Resulta que una periodista –joven, aunque lo mismo podría haber sido
un correoso veterano–, en plena, inevitable y reiterativa conversación sobre
política y políticos, tema estrella de nuestras vidas radiofónicas y
televisivas, ha afirmado, sin despeinarse y sin que ningún contertulio se lo
matice: «Nuestro deber como periodistas es especular y hacer quinielas».
Y ojo.
No lo soltó en plan guasón, choteándose de las cosas de la vida y de la deriva
que la palabra periodismo, envenenada por la política y sus protagonistas,
sufre en España, sino con toda la seriedad del mundo. De buena fe, y
creyéndoselo. O sea. Tragándoselo hasta la bola.
Hay que ver cómo cambia el paisaje. Durante los veintiún
años que ejercí el oficio, y en boca de cuantos maestros de periodistas conocí,
siempre escuché lo contrario. Nuestro deber, insistían, es averiguar hechos
ciertos, documentarlos con rigor y contarlos con la mayor limpieza posible,
para que el receptor, el lector o quien sea, pueda hacerse su propia idea del
asunto. La parte especulativa o analítica quedaba para los editorialistas y
redactores de opinión, quienes, por su prestigio o cercanía ideológica con la
empresa que les pagaba, se metían en jardines metafísicos. Como decía Paco
Cercadillo, el mejor redactor jefe que tuve en mi vida: «Cuando quieras opinar,
cabrón, fundas tu periódico». O como escribió Graham Greene, que fue reportero:
«Dios sólo existe para los editorialistas».
Quizá porque fui puta antes que monja, y por más voluntad
que le echo al asunto, no consigo acostumbrarme a ciertos usos y maneras
excesivas de ese periodismo especulador y opinativo que hoy, con frecuencia,
sustituye al honorable rastreo riguroso de toda la vida; aunque, por suerte,
éste no haya desaparecido de las redacciones ni del espíritu de los jóvenes
lobeznos que, pese a las dificultades y a veces a pesar de sus propias
empresas, salen a buscarse la vida en territorios comanches allí o aquí,
teniendo presente, o intuyéndolo aunque nadie se lo haya dicho, aquello de las
tres fuentes que otro viejo maestro, Chema Pérez Castro, me explicó cuando puse
los pies en la sección de Internacional que él dirigía. Tres fuentes necesarias
sin las que ningún periodista serio debería afirmar o publicar nada importante:
una proporciona el dato, otra lo confirma y una tercera lo blinda. Con eso,
decía Chema, nadie podrá jamás tirarte abajo nada. Nunca.
Pero resulta que, por el espacio peligroso y ambiguo que va
de Paco Cercadillo y Chema Pérez Castro al periodista que especula y hace
quinielas, transita ahora peligrosamente, me parece, buena parte del periodismo
que se hace en España, o al menos uno de sus aspectos más visibles: justo el
que a veces le resta credibilidad -a causa de la demanda, cualquiera puede ser
tertuliano de radio o tele aunque sólo venda humo-, y a menudo, por su exceso y
prolijidad, también lo hace aburrido, previsible y hasta sospechoso. Porque una
cosa es el análisis de la realidad política, la especulación tertuliana honesta,
informada y necesaria, y otra convertir la política en argumento estrella por
sí misma, donde todo cuanto bajo ésta se cobije se vende como si nuestras vidas
dependieran de ello.
En mi opinión, estos lodos provienen de viejos polvos,
cuando la transición alumbró una excesiva familiaridad entre periodistas y
políticos; un compadreo que entonces fue útil, pues permitía airear asuntos
importantes, pero también suscitó un estilo de periodismo excesivamente cercano
a la política, contaminado por ésta e incrustado en ella de modo poco
higiénico. Esa simbiosis introdujo a demasiados periodistas en la trastienda de
los partidos, y algunos llegaron a creer, y a decirlo, que el picor de nalgas
de un secretario general, el silencio de un ministro o el bostezo de un
presidente del gobierno, o sea, los más intrascendentes recovecos y mecanismos
internos de la política, son materia de interés público, decisiva para nuestro
presente y nuestro futuro. Y así, lo que en otros países ocupa una pequeña o
razonable parcela de programas, periódicos o telediarios, aquí se ha vuelto
médula fundamental, salsa de todos los platos, motivo continuo y aparente razón
de ser de un periodismo que, salvando respetables y muy espléndidas
excepciones, a veces olvida su noble función informativa para convertirse en
colaborador necesario, incluso cómplice, en el pasteleo de una infame clase
política que ha convertido España en un negocio y un disparate. Convirtiendo a
mucha mediocre gentuza, de tanto nombrarla, glosarla y sobarla, en arrogantes
reyes del mambo.
0 comments :
Publicar un comentario