Por César Pérez Gellida
Permítame que hoy le narre un cuento:
Érase una vez, en un país muy muy lejano, un buen
gobernador que se empeñó en hacer que sus súbditos tuvieran una vida más fácil
y apacible. Con mucho empeño, logró modernizar el país, abolió la esclavitud,
expropió las tierras a los que no las explotaban para que su pueblo pudiera
trabajar la tierra y se preocupó por mejorar el sistema de educación pensando
en las generaciones venideras. En muy poco tiempo, sus medidas dieron tantos
frutos que no tuvo la necesidad de pedir oro a los seres malvados que habitaban
allende los mares.
Pero los seres malvados se dieron cuenta de que los
países vecinos podrían contagiarse de aquellas prácticas y temieron que sus
riquezas empezaran a menguar. Así, exprimiendo sus malas artes, los
convencieron para que se levantaran en armas contra el buen gobernador
aduciendo que era un tirano peligroso.
Tras más de cinco años de guerra cruel y desigual,
no quedaba nada de aquel próspero y muy muy lejano país. Sus fábricas estaban
destruidas, sus campos quemados, más de la mitad de la población había muerto y
el noventa por ciento de los hombres habían sido aniquilados, incluido, el buen
gobernador.
Y colorín colorado, la historia del Paraguay ha terminado.
O eso pretendieron los que cometieron un genocidio
encubierto tras el marco de la Guerra de la Triple Alianza acontecida
entre los años 1864 y 1870. Un conflicto tan atroz
que fue deliberadamente enterrado por los vencedores, conscientes de que
acababan de escribir una de las páginas más bochornosas de nuestra historia
contemporánea.
Le pongo un vino con cuerpo, que lo va a necesitar.
En 1860, Paraguay era considerado un país
industrialmente avanzado y moderno. Contaban con una de las primeras líneas de
ferrocarril de Sudamérica, fueron pioneros en el uso del telégrafo, sus
fábricas y astilleros eran la envidia de sus vecinos y sus fértiles campos
daban trabajo y alimentaban a toda la población. Su presidente electo,
Francisco Solano López, había continuado con la doctrina proteccionista impuesta
por su padre, doctrina que chocaba frontalmente con el liberalismo económico
que el Imperio Británico trataba de imponer como sistema globalizado de
comercio. Mal asunto.
La más que previsible derrota de los Estados Confederados en la Guerra de Secesión fue
determinante. Lincoln iba a necesitar las
materias primas sureñas para reconstruir el país, lo cual implicaría
necesariamente una drástica reducción de las exportaciones. La principal línea
de abastecimiento del Imperio Británico de algodón iba a dejar de serlo en
breve. Tenían que encontrar un sustituto antes de que esto se produjera y
Paraguay cumplía con todos los requisitos de producción y calidad que buscaban.
Solo había un problema: Solano López y sus
políticas proteccionistas. La solución pasaba por tejer un pretexto creíble que
sirviera para justificar la eliminación del inconveniente. Pero el Imperio
Británico, —muy amigos ellos de no ensuciar sus civilizados estandartes—,
prefirió engrasar su maquinaria diplomática con el objeto de convencer a los
países vecinos de Paraguay de que las modernas y productivas acerías de
Solano López pronto fabricarían cañones con los que el tirano asolaría sus
territorios.
Tenga en cuenta que los cañones eran las armas de
destrucción masiva decimonónicas. ¿Le suena? Exacto: Solano López fue el Sadam
Hussein guaraní.
Para ayudar a tomar la decisión correcta, Londres
no dudó en recordar a los líderes políticos de Brasil,
Argentina y Uruguay que los lazos de amistad que les unían eran
casi tan fuertes como débiles eran sus maltrechas economías, dependientes las
tres de la banca británica.
Y bien sabe usted que el amor lo puede todo. Pedro II, Bartolomé Mitre y Venancio López, también se
rindieron al amor.
Las maniobras británicas se terminaron concretando
en una alianza militar diseñada para terminar por la vía rápida con las
aspiraciones del tirano López. Al engendro lo bautizaron en secreto el Tratado
de la Triple Alianza.
Con toda la dinamita colocada, ya solo restaba
encender la chispa. Y de ello se encargó Pedro II con el envío de una fuerza de
ocupación a Uruguay con la misión de derrocar el legítimo gobierno —aliado
casualmente—, de Solano López. Como esperaban, este acudió en su ayuda, hecho
que aprovechó la Triple Alianza para declarar la guerra a Paraguay. Las famosas
palabras que pronunció el presidente argentino, Bartolomé
Mitre, no pudieron ser más desacertadas: «En tres días en los
cuarteles, en tres semanas en el frente, y en tres meses en Asunción».
La guerra duró cinco largos años dejando un balance
de más de 600.000 muertos entre militares y civiles. Una catástrofe demográfica
para la época en la que los derrotados se llevaron la peor parte. La población
de Paraguay pasó de 500.000 a 116.000 habitantes, de
los cuales, el noventa por ciento de los supervivientes eran mujeres y niños.
La orden de exterminar a todos los varones mayores de doce años ejecutada por
las tropas brasileñas el 1 de enero de 1870 en Asunción, tiene, todavía hoy,
consecuencias de género en Paraguay. El país guaraní perdió buena parte de su
territorio al pasar a manos argentinas y brasileñas, su ferrocarril fue
completamente destruido, sus tierras devastadas y nada, absolutamente nada, de
su flamante tejido industrial quedó en pie.
Solano López murió haciendo frente a los invasores
junto a los últimos cuatrocientos hombres que conformaban el ejército
paraguayo. Por su parte, el Imperio del Brasil y Argentina quedaron ahogados
por los intereses de los préstamos que la Corona Británica tuvo a bien en
concederles para sufragar los elevados costos que supuso un baño de sangre de
tales dimensiones.
God save the Queen!
Le sirvo la penúltima, que cerramos.
© Zenda –
Autores, libros y compañía / Agensur.info
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