Por Julio María Sanguinetti (*) |
Conocí a Fidel en 1959, el 26 de julio, durante la gran
celebración revolucionaria que consolidaba su régimen, con el recuerdo del
inicial asalto al cuartel Moncada, inicio de la revolución. Se hizo una
imponente asamblea popular, con más de un millón de personas en la calle y una
multitud de guajiros con sus machetes golpeándolos uno contra el otro mientras
reverberaban sus brillos bajo el sol caribeño.
Eran momentos muy tensos aún,
porque una semana antes se había producido el golpe de palacio que depuso al
presidente provisional Manuel Urrutia, el juez que durante la dictadura de
Batista había exculpado a los guerrilleros fidelistas que iniciaban su
revolución. Participamos luego de una polémica conferencia de prensa, pero hete
aquí que lo encuentro en un ascensor del hotel Havana Hilton (todavía
pernoctaba allí) y lo atropello con el tema del alejamiento de Urrutia como
presidente, insospechable demócrata. Era pasada la medianoche y Fidel me lanzó
una encendida defensa de su actitud en un pasillo, durante una hora y media en
que apenas pude cortar su verborragia un par de veces con alguna mínima
intervención.
Por entonces su discurso era liberal y el comunismo, todavía
mala palabra. Tan liberal que en Montevideo hizo un encendido discurso
apologético de la política uruguaya y hasta de su gobierno colegiado, paradigma
de la despersonalización del poder frente al caudillismo latinoamericano, que
condenaba sin timideces.
Poco después, él ya era un arquetípico caudillo
latinoamericano y, dos años más tarde, se proclamaba marxista leninista,
incorporándose a la Guerra Fría como satélite soviético. La crisis de los
misiles rusos instalados en Cuba llevó al mundo casi hasta la guerra nuclear.
Desde entonces, como él mismo dijo, intentó la revolución en todo el
continente, salvo en México. La respuesta fue unas oleada de golpes de Estado
que comenzaron en 1964 en Brasil y que durante dos décadas ensangrentarían
nuestro continente con su trágica dialéctica.
Cincuenta y siete años después, Cuba ha sobrevivido por el
apoyo soviético, primero, y, luego de su derrumbe, por el petróleo venezolano,
que aún sostiene su precaria economía. También -y esto no se puede ignorar- por
la mística que todavía posee una mitología revolucionaria asentada en el carisma
de Fidel y el retrato del Che Guevara, con su barba y su romántica boina,
devenida ícono de todas las rebeldías, cualquiera sea su signo.
Para nuestra generación, fue una gran esperanza. Tan grande
como fue luego la desilusión, al devenir un régimen totalitario de partido
único, último exponente de un sistema de ideas perimido. Esta suerte de extraño
anacronismo no impedía que cada Cumbre Iberoamericana tuviera en Fidel el foco
de todas las luminarias. Normalmente llegaba precedido del anuncio de algún conato
siniestro contra él, en medio de un misterioso andamiaje de seguridad. Salvo
esas cumbres, desde el gobierno de Allende, en 1971, nadie lo había invitado a
una visita bilateral. Lo hice en 1995, al iniciarse nuestra segunda
presidencia, aprovechando un momento de cierta distensión, que poco después se
diluyó.
"Eres mi conservador predilecto", me dijo más de
una vez, a lo que invariablemente le respondía preguntándole: "¿Yo
conservador cuando tú has conservado el poder medio siglo?". De esos
intercambios me quedó claro que con él no habría cambios en el régimen. Estaba
obsesionado con no caer en una transición como la de Gorbachov en la URSS, a la
que juzgaba un entierro de los principios socialistas.
La realidad muestra un país pobre, igualado hacia abajo, sin
libertades mínimas y con una economía tan poco diversificada como en el
comienzo de la revolución. Lo único novedoso, más allá del azúcar, el tabaco y
el turismo, son las remesas que los cubanos que viven en los Estados Unidos
envían a sus familiares. Acaso la educación popular sea su mayor logro, pero
envasada en un adoctrinamiento masivo.
El mito, pese a todo, aún desborda la realidad de esa vida
gris y monótona, sin espacio para el desarrollo individual. Sigue siendo
políticamente correcto deslizar frases comprensivas para el fracaso del
régimen. Socialistas, socialdemócratas e incluso liberales de todo el mundo,
que hoy no aceptarían bajo concepto alguno un régimen como el cubano, lo han
saludado con un respeto casi admirativo. La reverencia ante su omnipotencia
caudillista y el romanticismo revolucionario, tan épicos frente a la diaria
artesanía de la democracia, aún sigue fascinando. ¿Para qué la pobre realidad
si podemos tener un hermoso mito...?
(*) Abogado, Historiador y Escritor. Fue dos veces presidente de
Uruguay.
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