Por Rubén Blades (*) |
En esta casa, dormimos en las camas donde mueren nuestros
padres.
Has muerto como viviste. En pleno control de tus aciertos y
de tus errores, dentro del terreno que tú y solo tú ocupaste, y bajo las
condiciones impuestas por tu voluntad de acero. Abandonaste a regañadientes tu
casa, aun convencido de poseer una sobrenatural certeza sobre el como deben ser
las cosas, tal como cuando empezaste a decidir tu destino, ¡hace ya tantos
años!
Soy tu hija y te conozco de cerca porque jamás soltaste mi
mano. En una especie de incesto existencial, todo lo que hiciste tuvo un efecto
en mi vida y me legaste memorias, inolvidables algunas, imperdonables las
otras, que han forjado el ser que soy. Posiblemente jamás existió un progenitor
como tú, con tal empeño por crear un monumento a sí mismo, a través de su
descendencia.
Tu fallecimiento ha producido en mi alma, y en la de toda
nuestra parentela, un tropel de sentimientos que suben, que bajan, que luchan y
se atropellan sin lograr derrotarse entre sí, sin imponer un criterio único.
Entre nosotros, hace mucho tiempo que la razón se ha declarado en quiebra. La
prueba se ha transformado en opinión. En esta casa, la que creaste con tu
convicción incuestionable, olvidar es imposible. Por eso, no hay emoción en
nosotros que pueda declararse ganadora. El amor, el odio, el agradecimiento, la
rabia, la desilusión, la admiración, se unen a mi incomprensión sobre cómo es
posible que alguien pueda provocar tal variedad de respuestas a la simple
pregunta que se le hace a todos los muertos, ¿fuiste una persona buena, o
mala?, ¿lo que hiciste con nosotros, tu familia, fue positivo o negativo?.
Así de complejo ha sido tu accionar, así de complicada
nuestra relación familiar. Así de pública. Tengo 55 años. Mi juventud se
desarrolló entre, y dentro, de las expectativas que tus ideas y actos nos
provocaban. De ese periodo, recuerdo con bondad la mágica ilusión de la
posibilidad, la inicial sensación de que con tu guía era posible superar la
mediocridad y la sinrazón del pasado, para construir un futuro de positivos, de
oportunidades. Siempre pudiste expresar con claridad y con poder esas ideas que
el resto de nosotros solo podía intuir. Todos te admiramos por eso, por la
seguridad y la sinceridad que proyectaban tus argumentos. Sin ser cariñoso, en
la manera de otros padres, te preocupaste por darnos techo, atención médica y
la oportunidad de la educación, de una manera nunca antes igualada por los
progenitores de nuestros vecinos. Inculcaste en nosotros la capacidad de sentir
orgullo por nuestras aptitudes y eso elevó nuestra autoestima. En esos días,
creo que hablo por toda la familia, tus decisiones contaban con el apoyo de
nuestras almas, de manera total y sincera.
Mis dudas comenzaron cuando logré comprender que todas las
consecuencias de lo que existencialmente me rodeaba eran el producto de una
voluntad cuya decisión resultaba inapelable. Que tu concepto de justicia se
fundamentaba en una perspectiva estricta, que desconocía el derecho de otro ser
para administrar su vida de manera independiente. El eterno problema humano, el
del libre albedrío, lo solucionaste unilateralmente, decidiendo que el mundo
solo podía ser enfrentado exitosamente adoptando los rígidos parámetros de tu
certidumbre: solo tu poseías la capacidad para interpretar lo que nos era
conveniente, y, como portavoz exclusivo, exigías obediencia ciega y la total
aceptación por nuestra parte de tus palabras, conceptos y paradigmas.
Y aunque el afecto y el agradecimiento por tus actos
anteriores inicialmente nos llevó a no contradecir tus deseos, pensé: ¿para qué
me educas padre, si no me permites pensar libremente y expresar mis ideas? ¿Por
qué nos impones la necesidad del silencio a cambio del privilegio de existir
como persona, como familia? ¿Por qué condicionar al amor y exigirle una
sumisión que lo desnaturaliza y lo transforma en un artificial acto de
conveniencia?
¿Por qué exigiste la esclavitud de mi ser a cambio de la
aceptación del beneficio de tu amor?
Tengo 55 años. Recuerdo el día que cerraste la puerta de mi
habitación y me prohibiste el contacto con otra gente. Me aseguraste que eran
perversos, que abusarían de mi, pues no eran de confiar. Prometiste protegerme
de ellos y de su maldad y te creí. Me aseguraste que, cuando lo consideraras
oportuno y prudente, determinarías el lugar y la forma de interacción con
ellos. Y crecí sin amigos, sin casarme, sin poder decidir, por mi propio
criterio, lo que me convenía o no, sin derecho a equivocarme y aprender de mis
errores, sin tener mis hijos y crear mi propia familia, según mis convicciones.
Por residir en tu sombra, una parte de mi no germinó, y no sabe lo que es
realmente vivir, y permanece oscura y en silencio, como el que imagino existe del
otro lado de la luna, ese que jamás podemos ver.
Has muerto, padre, y la familia no puede decir que se
alegra; eso contrariaría la verdad de los aportes que nos legaste. Tampoco
podemos aparentar una inconsolable tristeza; eso disimularía el alivio indiferente
que nos provoca tu partida. Personalmente, negaría el dolor que tu tiránica
voluntad ha creado en mi alma, la certeza de las oportunidades perdidas a
consecuencia de tu egocentrismo. No me tranquiliza el argumento de que lo
hiciste procurando el bienestar nuestro. Mas bien creo que a lo largo de tu
avanzada edad entendiste perfectamente que tu propósito y justificación para
existir dependió del mantener la integridad absoluta de tu visión de vida, al
costo que fuese necesario, incluyendo el de la destrucción de futuros ajenos. Y
es aquí donde encuentro la mayor prueba de la crueldad de tu carácter.
Encontraste felicidad construyéndola sobre nuestras infelicidades. Eso me
amarga padre, el que no consultaras a nuestra familia, tu "conejillo de Indias",
en la determinación del tipo de sendero a seguir en esta especie de experimento
social se convirtió, por tu capricho, nuestro diario discurrir.
Pero nunca fuiste partidario de compartir el crédito, a
menos que lo concedieras de forma honoraria, como un regalo y no como el
merecido reconocimiento a una contribución importante. Fuimos tu comparsa,
nunca socios y nuestra distancia se mantuvo a través del tiempo, por la
ausencia de empatía. Nosotros, alentados por la esperanza invencible del que ha
sido un perdedor. Tu desde la altura, protegido por el ideal, decidiendo por
todos, inmune a la sugerencia y absuelto de antemano por una historia bajo tu
privilegiado mando, analizando cada acierto, interpretando cada fracaso y
racionalizando brillantemente cada uno de tus absurdos.
¿Realmente hiciste lo que pudiste por nosotros? No lo sé.
¿Realmente hiciste lo que quisiste hacer por ti? Eso si, y de qué manera! La
marea del tiempo ha borrado por milenios la huella de los hombres. La tuya
permanecerá.
A mis 55 años, espero aun la oportunidad de vivir
experiencias nuevas. Nuestra familia las merece, después de tanto sacrificio.
No puede ser que hayamos nadado tanto para venir a morir en la orilla. Quizás
lo que ha ocurrido durante estas décadas, dominadas bajo tu egoísta
interpretación de vida, terminará ayudando a entender mejor lo que somos y lo
que podemos ser. Quizás ahora, en la ausencia de tu sombra, la parte aun por
germinar en nuestra familia pueda florecer y orientarnos con su milagro hacia
mejores direcciones y logros. Quizás, padre, la desaparición de tu control nos
permita recuperar la ilusión que existió una vez, esa que nos hizo considerar la posibilidad de
todo, incluso, por increíble que parezca, la de ver finalmente iluminado el
imposiblemente oscuro lado de la Luna.
(*) Cantante, compositor, músico, actor, abogado y excandidato
presidencial de Panamá.
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