Por Jorge Fernández Díaz |
La prédica cristiana, que aunque algunos no lo crean tiene
más años que el peronismo, asevera que la debilidad puede ser una fortaleza. Un
cierto dramatismo de fondo nos acompañó silenciosamente durante todo este
primer año: miles y miles de argentinos hemos aguantado la respiración mientras
el equilibrista inexperto y descalzo hacía su número sobre el alambre caliente
y sin red.
De esas mismas alturas otros equilibristas cayeron aparatosamente y
se rompieron la crisma, y las consecuencias resultaron nefastas para el país
entero: desde 1928 ningún gobierno no peronista logra completar en tiempo y en
forma su mandato, y el asunto no es de ningún modo ajeno a la larga y
espectacular decadencia nacional ni al colosal fracaso de estos últimos años:
la Argentina del partido único que siempre venía a salvar a la patria nos hundió
en desigualdad estructural y en corrupción sistémica. El último episodio sobre
el alambre caliente, que hace 15 años exactos mezcló inepcia con conjura,
derivó en la mayor hecatombe; varios caciques importantes de las organizaciones
sociales se lo reconocieron hace poco a Carolina Stanley: "Aprendimos que
el 2001 no fue negocio para nadie". En verdad, lo fue para varios
empresarios que luego licuaron sus deudas en dólares, pero la inmensa mayoría
sufrió esa catástrofe de múltiples irresponsabilidades y de secuelas todavía
vigentes. Como sea, Macri es el nuevo equilibrista, y por ahora el gran público
reza para que no resbale y para que no le entren las balas que algunos
francotiradores le disparan desde los palcos. Su condición de dirigente no
peronista, sumada a la inexperiencia de su partido municipal y a la fragilidad
que proviene de convivir con un populismo culturalmente enquistado, de tener
viento internacional de frente, de ser hijo enclenque del ballottage y de estar
preso de una minoría legislativa, opera sobre todos como un gigantesco
atenuante que disculpa los errores de su primera temporada. La oposición, que
pretende borrarse el estigma destituyente, siente remordimientos cuando lo deja
irresponsablemente a la intemperie, y el ciudadano de a pie se arma de
paciencia y le perdona por el momento los magros resultados de la economía. Ese
miedo subterráneo (hasta Bergoglio dice ahora: "Cuiden a Mauricio")
resultó así un paradójico escudo para Cambiemos: casi nadie quiere que el equilibrista
caiga; la debilidad fue su principal fortaleza. También el hecho de que existe
unanimidad acerca de que le ha tocado pagar la fiesta: más allá de demagogias
mediáticas, todos saben en la intimidad que el ajuste no lo produce quien lo
ejecuta, sino quien con su impericia y desaprensión lo hizo imprescindible. El
cristinismo, que tiene la vanguardia incendiada (Venezuela) y la retaguardia
quebrada y destruida (Santa Cruz), es el responsable del calvario que
hipócritamente denuncia.
El problema es que el equilibrista no contará en su segundo
tiempo con tanta memoria ni con tanta indulgencia. Por eso debería aprovechar
el clima navideño para meter en boxes su modelo, practicar una autocrítica
profunda y tomar decisiones fundamentales. Parece imposible que gane las próximas
elecciones en la provincia de Buenos Aires si siguen desatendidos vastos
sectores de la clase media baja, y si las próximas paritarias no le ganan a la
inflación y encienden por fin el consumo. Aplicarle simultáneamente frío y
calor a la economía estancada desconcertó a muchos inversores y retardó el
despegue. La hoy bastante difícil combinación de las teorías de Monzó y Durán
Barba ponen también en estado de alerta la performance de Cambiemos en esos
comicios cruciales: el debate tensa las cosas entre quienes piensan que el
territorio es importante y quienes aseguran que ya no existe más terreno que el
digital. Macri deberá tomar partido por alguna de estas posiciones
irreductibles (freezer o estufa, real o virtual), y cuidarse mucho de no
fallar, porque se juega el pellejo.
En su balance también debería entrar la falta de energía con
que su gobierno encaró la reforma judicial y el peligroso desfiladero por el
que camina en materia de seguridad ciudadana; está combatiendo a las mafias
policiales y al narcomenudeo, y obteniendo en el corto plazo derrotas
previsibles: muchos malos policías ordenan trabajar a reglamento y así los
hechos delictivos se multiplican. Trágica encerrona para toda la democracia
argentina: si dejan que las mafias de uniformados se autogobiernen, crecen la
droga y el crimen; si las frenan, ellas sueltan la mano y propician la
inseguridad. Jaque al rey, y cuidado con la reina.
El petit comité de la Casa Rosada debería reflexionar, a su
vez, sobre la imagen que irradia cuando se deja chantajear a la vista de todos:
el desaprensivo paro del transporte que el lunes perjudicó a millones de
trabajadores resultó un triunfo pírrico (los gremialistas se quemaron ante su
propia clientela), pero aun así se salieron con la suya: el Gabinete cedió bajo
esa presión y les entregó lo que querían. Algo similar ocurre con esos
minoritarios aunque ruidosos piquetes que cierran de prepo avenidas y funden a
la ciudad en el infierno. Algunos sectores de la política marginal buscaron
estos días provocar una represión sangrienta, y afortunadamente no lo
consiguieron. En eso, Macri y los Kirchner tienen la misma pesadilla: Kosteki y
Santillán. Pero las imágenes de estos desfachatados y escuálidos piquetes de
fin de año, frente a la pasividad total de la policía, aumentaron la sensación
de una administración temerosa y apretable.
El punto que más exige una meditación profunda es, a
propósito de aprietes, el formato de la gobernabilidad. Que costó un ojo de la
cara y que dejó las insostenibles cuentas públicas a merced de un fuerte endeudamiento
externo. Tal vez la principal lección del año sea que ha funcionado en la
Argentina un cogobierno de hecho. Para bien y para mal, la política logró
acordar con los holdouts, abrir un inédito blanqueo, cerrar un presupuesto
nacional y beneficiar a pymes, jubilados, trabajadores y desocupados con
distintas leyes. Pero está visto que los proyectos pensados por el Poder
Ejecutivo a veces se deformaron y se volvieron irreconocibles en las duras
negociaciones del Congreso. La oposición puede sacar pecho por las cosas
positivas que se lograron, pero debería también hacerse cargo de las malas: con
muchas de esas acciones, se convirtió en corresponsable de que la recesión
continúe. Ambas partes en pugna han tenido que ceder para encontrase en el
medio: los macristas se contaminaron de populismo, y los populistas de un
liberalismo heterodoxo. Tal vez no otra cosa haya significado el mensaje de las
urnas, que con cierta perversión histórica los empató para obligarlos a estar
forzosamente unidos y a vigilarse los unos a los otros. A veces, con el riesgo
incluso de generar productos híbridos y de anularse mutuamente.
No sabemos, por lo pronto, qué habría sucedido si Macri
hubiera contado con una escribanía parlamentaria; tampoco si los distintos
peronismos hubieran trabado completamente su gestión. Este cogobierno no es
entonces el peor de los mundos, aunque sus resultados saben a poco. A los
peronistas también les cabe la fortaleza de la debilidad: su poderosa
corporación implosionó, se quedaron sin Estado y viven en antagonismos. Pero
precisamente esa vulnerabilidad les permitió hacerse necesarios y no confinarse
nuevamente en la conspiración del desgaste. Vicio antirrepublicano que tanto
pero tanto mal le ha hecho a esta nación.
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