Por James Neilson |
La llamativamente idiosincrática cultura política nacional
es fruto de una verdad revelada: la Argentina es un país rico, tan rico que lo
único que tiene que hacer un buen gobierno es repartir lo que Dios le ha dado.
Aunque a veces parece que no sólo Mauricio Macri y algunos integrantes de PRO
sino también muchos otros entienden muy bien que no es así, que desde hace un
par de siglos el nivel de vida de las distintas sociedades depende más de cosas
antipáticas como la productividad que de la bondad divina, por su condición
minoritaria los representantes de Cambiemos se sienten obligados a respetar la
lógica preindustrial del grueso de la clase política que, desde luego, no ha
vacilado en aprovechar la debilidad parlamentaria del oficialismo.
El resultado
es que el Congreso se asemeja cada vez más a un bazar colmado de extorsionistas
en el que están en venta pedacitos de gobernabilidad.
Según el matutino porteño La Nación, en el primer año de su
gestión, el gobierno de Macri tuvo que desembolsar la friolera de 72 mil millones
de pesos para asegurarse la colaboración de las diversas facciones opositoras
en el congreso y tranquilizar a la oposición extraparlamentaria de los
piqueteros, otras agrupaciones “sociales” y, por supuesto, los sindicatos
congénitamente peronistas que, luego de décadas de experiencia, son expertos
consumados en el arte de regatear. Es una locura, claro está, pero Macri y sus
soldados creen que la alternativa sería aún peor, ya que una regla básica de la
política argentina es que un ajuste del tipo exigido por los malditos números
sería suicida. Lo que compra el Gobierno es protección; no quiere que el país
se convierta en una zona liberada para saqueadores politizados disconformes con
los subsidios proporcionados por el sistema asistencial existente.
Hay sociedades en que tanto los políticos como la gente de a
pie están convencidos de que, por ser sus países naturalmente pobres,
permitirle al Gobierno gastar demasiado sería un pecado imperdonable que
tendría consecuencias calamitosas. Es por tal motivo que, para frustración de
la izquierda, en ciertos países del norte de Europa la mayoría apoya a
dirigentes que se jactan de su compromiso con la austeridad. Cuando un partido
pierde una elección, los líderes reaccionan confeccionando un “proyecto” de
gobierno que sea a su juicio realista y que, esperan, merecerá la aprobación de
votantes acostumbrados a castigar a los manirrotos. Aquí, escasean los
opositores que piensan así. ¿Por qué perder el tiempo tratando de encontrar
soluciones genuinas para los problemas nacionales más urgentes cuando sería
mejor negocio hostigar al gobierno de turno, pidiéndole lo imposible, hasta que
por fin caiga? Al fin y al cabo, lo que más importa es el poder y la plata que
suele acompañarlo.
Si bien, como ocurrió en los meses iniciales de la gestión
de Fernando de la Rúa, muchos opositores actuales se afirman resueltos a
“colaborar” con un presidente no peronista, el precio de su presunta buena
voluntad sigue aumentando. Puesto que la temporada electoral formal ya ha
comenzado, es de prever que el costo de la paz social y política trepe mucho
más en los meses venideros. Está en lo cierto Marcos Peña cuando advierte que
“nuestro déficit fiscal no es sostenible a mediano plazo”, pero sucede que aquí
es normal prolongar lo insostenible hasta que un buen día todo se venga abajo.
Los más perjudicados por los desastres cíclicos resultantes no son los
políticos que los provocan sino los más vulnerables que ya se cuentan por
decenas de millones.
Por su ejemplo los políticos, habitantes ellos del país rico
del gran mito nacional que le dio su nombre, han contribuido enormemente a
inflar el gasto fiscal. Ya antes de otorgarse hace poco los senadores y
diputados un aumento que les permitirá cobrar 85.000 pesos de bolsillo que,
suplementados por ingresos no remunerativos, llegarían a los 141.000 pesos
mensuales, se había estimado que la mitad de la población ganaba menos del diez
por ciento de lo cobrado por un político del montón. Pero, por ser personas
solidarias por vocación, los “dirigentes” creen que todos merecerían compartir
su buena fortuna, de ahí la manía de mejorar, por decirlo de algún modo, los
proyectos de ley que les envían el Poder Ejecutivo para que los demás se vean
beneficiados.
Uno de los más activos en tal sentido es, cuándo no, el
peronista cismático Sergio Massa que, con astucia, se las ha arreglado para
dotarse de la imagen de ser un dirigente moderado y generoso, amigo de los
pobres y los trabajadores, que nunca soñaría con hacer algo realmente
irresponsable pero que así y todo se encarga de modificar casi todo proyecto
que llega a Diputados. Su tema favorito es lo terriblemente injusto que es el
impuesto a las Ganancias, un gravamen cuya mala fama se debe en buena medida a
su nombre: en otras latitudes la llaman el impuesto a los ingresos. Aunque,
como nos recordaba Cristina, se trata de un impuesto progresivo y por lo tanto,
sería de suponer, progresista, muchos opositores, entre ellos kirchneristas
presuntamente arrepentidos, lo tratan como si fuera una aberración neoliberal
para entonces declararle la guerra con el propósito de eliminarlo por completo.
Es verdad que aquí la presión tributaria es muy grande, pero nadie puede
ignorar que reducirla de golpe tendría consecuencias sociales devastadoras.
A los mercaderes que pululan en el bazar político nacional
no les preocupa el desfinanciamiento de un Estado destartalado que ya se ha
visto absurdamente sobredimensionado pero que todos los meses crece un poco
más; a su entender, al Gobierno debería serle fácil encontrar otras fuentes de
dinero como el juego, el campo y las empresas mineras, además del
endeudamiento. Tampoco les preocupa que los gobernadores peronistas se sientan
alarmados por la proliferación de maniobras que, de prosperar, los privarían de
recursos que necesitan.
Huelga decir que Massa no es el único opositor que quiere
ayudar a Macri haciéndole la vida más difícil. Para que no pensara en intentar
nada drástico, virtualmente todos, incluyendo a las moralistas rivales
Margarita Stolbizer y Elisa Carrió, están esforzándose por bajarle las ínfulas,
tratándolo como un corrupto nato, un liberal despiadado o un inepto que no
entiende nada de los códigos políticos nacionales. Tal actitud puede
entenderse. Sería tan difícil concebir una estrategia socioeconómica que fuera
a un tiempo realista y políticamente viable -tarea ésta que en circunstancias
similares emprenderían sus equivalentes más sensatos en el mundo desarrollado-,
que es comprensible que las diversas facciones opositoras hayan preferido
dedicarse a presionar al Gobierno para impedirle tomar las medidas que serían
precisas para que la Argentina levantara cabeza.
Felizmente para el Gobierno, parecería que una proporción
muy significante de la población del país reconoce que, sin cambios sustanciales,
la economía no podrá salir del letargo en que se encuentra desde hace cinco
años y que, por decepcionantes que hayan sido hasta ahora los resultados
concretos, el rumbo elegido por los macristas es más promisorio que los
insinuados por aquellos opositores que, en el fondo, son conservadores
aferrados al statu quo corporativista que están más interesados en defender el
viejo orden que en dejar atrás más de medio siglo de decadencia.
Conforme a las encuestas de opinión que se han realizado
para el primer cumpleaños del gobierno de Cambiemos, a pesar del desplome del
consumo y otras malas noticias, más del cincuenta por ciento de los consultados
aprueba lo que vienen haciendo Macri y su equipo. ¿Es sólo porque le gusta el
estilo balsámico, nada agresivo, que ha hecho suyo? Es posible. Por cierto, el
que para amortiguar el impacto de la crisis económica en la vida diaria de la
gente el Gobierno haya firmado una cantidad astronómica de cheques que podrían
resultar incobrables hace pensar que su popularidad relativa depende de la
esperanza de que, siempre y cuando no estallen conflictos graves, el
crecimiento y el consumo se reanudarán sin que lo que aún queda de la clase
media se haya achicado todavía más.
Por motivos que pueden entenderse, Macri no quiere que el
populismo omnívoro termine tragando su propio partido, PRO, o la coalición
Cambiemos de la que es el núcleo, como hizo con la UCeDe y otras agrupaciones
de principios parecidos, razón por la que le molestó la sugerencia del diputado
Emilio Monzó de que incorpore a sus huestes a peronistas como Florencio
Randazzo. Supone que pactar así con el pasado sólo serviría para frenar el
programa reformista que tiene en mente para que todo siguiera igual. Puede que
esté en lo cierto; lo último que necesita el país es más de lo mismo. Con todo,
a juzgar por lo sucedido en el primer año de los cuatro que el electorado le
dio, a menos que Macri consiga persuadir a la mayor parte de la oposición de
que en última instancia todos los políticos democráticos compartan la
responsabilidad por los destinos del país, no le será posible hacer mucho para
impedir que, una vez más, un intento de corregir los errores cometidos por
varias generaciones de dirigentes tenga un final catastrófico. Después de todo,
se quedan cortos quienes hablan de lo bueno que sería declarar una “emergencia
social”; el país está sufriendo una desde hace muchísimos años.
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