Por Carmen Grau
Hace un par de décadas que no leo novela negra. Durante un
tiempo debí de leer este género de literatura con asiduidad, imagino, pues
recuerdo que es del tipo de lectura que no puedes dejar, que entretiene hasta
el punto de engancharte las manos al papel.
A mí no suele ocurrirme eso, pues
soy lectora lenta —leo con detenimiento y no para evadirme, y saboreo el
lenguaje además de la trama— por tanto nunca leí más de una o dos novelas
policíacas del mismo autor, de esos tan adictivos y muy de moda. Siempre me he
decantado más por novelas que profundizan en los personajes y no tanto en la
acción. Por esta razón, la psicología de los personajes es importante para mí.
En los últimos años, por pura curiosidad, he leído
algunas novelas de este género porque han tenido tanto éxito que me he dicho a
mí misma: a ver a qué viene tanto alboroto, o porque me las han recomendado
directamente, ¡a mí, que no leo thrillers! Algunas han dado por catalogarse de thrillers psicológicos. Quizá por eso picaron mi
curiosidad: si hay psicología, me interesan. Reconozco que algunas de las muy
populares me han gustado y la psicología de los personajes me ha parecido
creíble. Sin embargo, hay otras que han vendido millones de ejemplares y que
rápidamente Hollywood ha adaptado a la gran pantalla cuya psicología de los
personajes es errónea, una falacia que no se encuentra en la vida real. Me
viene a la cabeza, por ejemplo, el caso de una psicópata asesina que es así
porque sus padres, que la colmaron de cariño y todos los cuidados, cometieron
el error de crear un alter ego de
ella en una serie de libros infantiles. Por favor… Para convertirse en la loca
de remate que se nos presenta en la novela (y la película) hace falta haber
sufrido otro tipo de maltrato en la infancia. Por lo contrario, la autora se
alimenta del mito —que tanta gente cree— de que en algunas personas la maldad
es innata. Otro caso que he encontrado en una novela es el de un joven decente
que se vuelve loco después de haber sufrido los horrores de la guerra y lo paga
con su hija de ocho años, a la que maltrata psicológica, física y sexualmente.
No me lo creo: uno solo se exonera así si ha padecido algo similar en la
infancia, no en la guerra a los veinticinco años.
A menudo me pregunto qué deben de pensar los que se
dedican a estudiar los entresijos de la mente y el comportamiento humano cuando
la cultura popular se mete en su terreno y desestima la evidencia de esta
manera. Imagino que no le dan importancia ni pierden tiempo en leer novelas.
Quizá ni siquiera los propios autores se la dan; después de todo, son novelas,
y a muchos novelistas el rigor no les parece importante. Sin embargo, yo creo
que un buen novelista debe ser buen psicólogo y no mentir en ese aspecto. No me
parece tan difícil; cualquiera tiene el potencial de serlo: solo debe mirar en
su interior y ahí hay material de sobra para crear la psicología de infinidad
de personajes. Ahora bien, si el escritor que pretende inocular psicología en
sus novelas no tiene la suerte —para fines literarios— de haber vivido una
infancia tumultuosa, más infeliz que feliz, es aconsejable que estudie
psicología, para lo cual no hay que cursar una carrera, sino observar con ojo
avizor, escuchar no solo el lenguaje hablado sino también el corporal y
practicar la empatía con ciertas dosis de desapego y sangre fría, no le vaya a
pasar como a Truman Capote y que no escriba
nada más.
Fiodor Dostoyevsky es
considerado por muchos el mejor escritor-psicólogo de toda la literatura
universal. Aunque él mismo dijo que la filosofía no era lo suyo, se le
califica, aparte de gran novelista, de filósofo. La razón de que la psicología
de sus personajes sea tan genuina es que está copiada de la vida misma. Uno de
los temas que analiza en sus novelas es el de la relación entre padre e hijo;
sin duda, obtenida directamente de su propia biografía, pues se conoce que su
padre era una figura autoritaria y cruel, cuya posición de cabeza de familia
Fiodor respetaba y admiraba al mismo tiempo que odiaba por el maltrato al que
sometía a su madre. A pesar de ser ficción, su obra es precursora del
psicoanálisis, anterior a Freud, quien aseguró
que: «No se puede entender a Dostoyevsky sin psicoanálisis. Él no lo necesita
porque él mismo lo ilustra en cada personaje y cada frase».
No ha sido la única vez que un profesional de la
psiquis se ha fijado en la literatura y afirmado que es ahí donde se encuentran
los mejores estudiosos de la mente y las emociones. La psicóloga suiza Alice Miller, que analizó la infancia de varias figuras
históricas, entre ellas muchos escritores —el mismo Fiodor Dostoevsky, Anton Chekhov, Franz Kafka, Marcel Proust,
James Joyce— escribió en su libro Am Anfang
war Erziehung (Por tu propio bien) publicado en 1980: «No
son los psicólogos sino los escritores de literatura los que están avanzados a
su tiempo. En los últimos diez años ha habido un aumento en el número de obras
autobiográficas. En la misma década en que los escritores están descubriendo la
importancia emocional de la infancia y desenmascarando las devastadoras
consecuencias de la manera en que el poder se ejerce secretamente bajo la tela
de la educación, los estudiantes de psicología pasan cuatro años en las
universidades aprendiendo a estudiar a los seres humanos como si fueran
máquinas para así comprender mejor cómo funcionan». Miller consideraba que el
tiempo y energía empleados durante esos años de adolescencia a la disciplina
intelectual de estudiar psicología era tiempo perdido, pues a esos jóvenes solo
les importan los resultados académicos. Son gente que, mientras acumulan todos
esos conocimientos universitarios, está sacrificando su juventud, autonomía y
pensamiento crítico y que, a su vez, cuando empiezan a ejercer de
psicoterapeutas tratan a sus pacientes como objetos a los que aplican esos
conocimientos objetivos, separados de la realidad.
Han pasado casi cuatro décadas desde que Miller
hablara de su fe en los escritores como los verdaderos psicólogos de nuestra
época. Con la creciente popularidad de los thrillers psicológicos yo veo que hay
de todo: escritores que son buenos psicólogos y otros que no tienen ni la más
remota idea de psicología, quizá precisamente porque hayan estudiado la carrera
de psicología. Y vuelvo a preguntarme si de verdad importa. Creo que con el fin
de vender y entretener no. Escritores anteriores a nuestra época, ya muertos,
muy exitosos y, desde mi punto de vista, buenos cometieron este tipo de
errores, aunque sospecho que lo hicieron aposta o simplemente porque les traía
sin cuidado y deseaban puntualizar cualquier otro aspecto.
Estoy pensando en Roal Dahl, el
favorito de mis hijos. Hace poco leímos juntos Matilda, sobre una niña prodigio y buenísima
persona cuyos padres, sin embargo, son de lo peor. No demuestran el más mínimo
interés por su hija, a la que tratan como si fuera una costra: «Una costra es
algo que tienes que aguantar hasta que llega el momento en que puedes
arrancártela y lanzarla de un capirotazo, preferentemente hasta el condado
vecino o incluso más lejos». A pesar de eso, a los dieciocho meses la niña ya
habla como una persona adulta. Los padres, en vez de admirar esta precocidad,
la hacen callar, recordándole que a los niños se les ve pero no se les oye. A
los tres años Matilda ya sabe leer, habiendo aprendido sola con los periódicos
y revistas que rondan por la casa. Después de haber leído el único recetario de
cocina de su madre, decide que necesita algo más interesante y le pide a su
padre que le compre un libro. El padre le pregunta que para qué, ella contesta
que para leerlo, a lo cual él replica: «¿Qué tiene de malo la tele, por el amor
de Dios? Tenemos una tele preciosa con una pantalla de doce pulgadas y tú ahora
me sales con que ¡quieres un libro! ¡Estás saliendo muy mimada, mi niña!» Cada
tarde, Matilda se queda sola en casa mientras su padre se va a trabajar, su
madre al bingo y su hermano a la escuela. La tarde en que el padre se niega a
comprarle un libro, ella se va caminando sola hasta la biblioteca pública para
leer. A partir de entonces, cada tarde cuando su madre se va al bingo, ella va
a la biblioteca a leer. A los cuatro años y tres meses ha leído todos los
libros infantiles y entonces le pide a la bibliotecaria libros para adultos. El
primero que se cepilla, en una semana, es Grandes esperanzas de Charles Dickens, y durante los siguientes seis
meses lee una larga lista de clásicos universales.
El escenario que nos presenta Dahl es tan increíble
y absurdo que es claramente una sátira. Esto no ocurre en la vida real; la
psicología de esta niña es mentira. Una niña a la que sus padres tratan con tal
descuido y desprecio —al final del libro la familia se escapa a vivir a España,
perseguidos por la ley a causa del negocio fraudulento del padre, y abandonan a
Matilda al cuidado de la bibliotecaria sin siquiera un abrazo o un adiós— tiene
que estar, por fuerza, trastornada, y no ser un dechado de bondad e
inteligencia. Solo cuando la mentira es tan evidente, como en este caso, es
aceptable que se juegue con la personalidad de los personajes. Pero cuando se
nos muestra con toda seriedad y suspense dramático… hay que hacerlo bien,
porque resulta que los lectores se lo creen.
© Zenda –
Autores, libros y compañía / Agensur.info
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