Por Jorge Fernández Díaz |
El hombre está dolido e indignado. Quiere, literalmente, que
Macri se muera. Y asegura que debió cerrar su comercio porque se fundía. Trato
de contenerlo, pero no hay consuelo para quien ha vivido en carne propia
semejante colapso personal. Espero que se tome un respiro y le pregunto cuál
fue su principal problema. Me responde que las tarifas. Le pregunto si leía los
diarios y si estaba enterado de que esas facturas venían regaladas y que eran
insostenibles. Me contesta, un tanto ofendido, que estaba bien informado y que
sabía perfectamente la verdad: pagar esa miseria era un delirio.
Le pregunto por qué armó entonces un negocio sobre un
esquema de costos delirantes y por qué no preparó un "fondo especial"
para capear la previsible tormenta. Y se encoge de hombros, como si esa idea
sirviera únicamente para los grandes financistas de Wall Street. Tal vez tenga
algo de razón, y el Gobierno no haya sido capaz de desplegar una política
sensible para esta clase de pymes, más allá de los créditos y las exenciones de
impuestos que dispuso; a lo mejor todavía está a tiempo de remediar un problema
que aqueja a miles de pequeños empresarios y trabajadores. Pero lo cierto es
que a costa del déficit fiscal, y por lo tanto de la inflación, el
"tarifazo" se cumplió sólo parcialmente, y que aunque era la medida
más anunciada del año, tuvo un insólito efecto sorpresa. Un razonamiento
sobrenatural hacía suponer que era necesaria e inminente, pero a la vez que no
se produciría jamás. Que el Estado sin fondo la absorbería con alguna
prestidigitación de último momento. El 80% admitía el sinceramiento como una
fatalidad histórica (aunque pocos se prepararon para sus secuelas reales), y
luego el 80% lo repudió con ganas cuando le tocó en suerte. El episodio revela
hasta qué punto el populismo malforma el sentido común social y cómo nos
inculca la imprevisión negadora. También la herida que causa cuando naturaliza
lo insustentable, revienta la tarjeta y le endosa al sucesor la agria tarea de
ser el malo de la película.
Con el tsunami tarifario se pronunció el descenso del
consumo, y esto produjo un dominó de acontecimientos subterráneos. A pocos días
de la Navidad se puede decir que el consumidor argentino marcha hacia una
notable metamorfosis; está reseteando su disco rígido bajo el imperio del gran
verbo del año: transparentar. El Gobierno dejó de mentir e instruyó al Indec
para que sea implacable, aún a riesgo de ensombrecer su propia performance
económica. Fue como si una luz cenital cayera sobre nosotros y expusiera crudamente
dónde estábamos, quiénes éramos, los daños que sufríamos y la irrealidad en la
que nos habíamos acostumbrado a vivir.
Guillermo Oliveto, el mayor especialista en comportamientos
del consumo, está auscultando esos movimientos sísmicos y asegura que al compás
de la nueva cultura, el consumidor también se transparentó a sí mismo. Algunas
frases que arrojan sus encuestas y la conversación de las redes son muy
significativas: "La plata no alcanza", "estaba zarpado de
remís", "nos habíamos pasado de mambo". La latencia de una
autocrítica y la consecuente necesidad de pasar imperiosamente al "modo
austero" cruza a ras de tierra el mercado, aunque nunca debe perderse de
vista el concepto de fondo según el cual para la gente perder capacidad de
consumo implica perder libertad. "Los productos y las marcas operan como
vectores de identidad; en función de lo que compro y muestro, soy. El consumo,
por lo tanto, es el gran amortiguador social y una fuente de
gobernabilidad", nos recuerda Oliveto. Y hoy bajo el pronóstico de una
hipótesis de crecimiento más o menos unánime, al menos entre los economistas
más prestigiosos del país, la expectativa parece radicar justamente en que la
expansión del consumo masivo para el año próximo ronde el orden del 3%, si es
que el GPS detecta ese punto exacto de encuentro entre la oferta y la demanda,
donde los vendedores resignen precios para incrementar volumen (algo que
reclama a gritos el público) y los compradores se sacudan por fin el susto y
hagan un esfuerzo para seguir gastando.
Cambiemos realizó dos movimientos antagónicos: nos impuso la
austeridad y ahora opera desesperadamente para que la abandonemos. Es una
contradicción difícil: necesita que la sociedad encaje un recorte responsable,
y a la vez que consuma con fuerza para poner en marcha la rueda. Deteriora la
capacidad de compra con las tarifas, y más tarde les pone plata a los
ciudadanos en el bolsillo para que la derramen y para que reactiven con
premura. Promovió la ley pymes, mantuvo el programa Precios Cuidados y extendió
el Plan Ahora 18, inyectó fondos, repartió dinero a las organizaciones sociales
y habilitó paritarias reparatorias. Pero a la vez anuncia nuevos tarifazos para
los próximos meses. Oscar Wilde se reiría del momento: "Un poco de
sinceridad es algo peligroso; demasiada sinceridad es absolutamente
fatal".
Estas combinaciones dilemáticas son una característica de la
herencia, que consiste en una economía planchada y en un déficit enloquecido e
inflacionario: el Gobierno debe simultáneamente bajar los gastos y terminar con
el estancamiento, dos novios que no suelen hacer buena pareja. Es como
ordenarle al paciente una dieta rigurosa, mientras tratan de sacarlo de un coma
profundo. Ésa es la razón por la que vivimos un zigzag entre la ortodoxia y el
keynesianismo, algo que le hizo pronunciar a Broda una síntesis chispeante: el
ministro de Hacienda prende la calefacción y el Banco Central, enciende el aire
acondicionado.
También la sensación de las mayorías resulta dual: disgusto
y esperanza. Es interesante comparar esta recesión con la que se desató en
2014. Aquel año la inflación fue de 38%, hoy rondaría el 40%. El Índice de
Confianza de los Consumidores de aquel noviembre contra éste muestra una cifra
idéntica: 43 puntos. La baja del poder adquisitivo registró entonces 5 puntos,
hoy es de 7. La merma en el rubro alimentos y cosmética fue de 2% contra 4%; la
indumentaria de 5% contra 8%, y la merma de electrodomésticos de 14% contra
15%. En 2016 se vendieron más autos cero kilómetro que en 2014: 700.000. ¿Por
qué si se dan registros tan similares hoy el clima es mucho más dramático? Una
hipótesis es el prejuicio político: una gestión no-peronista intenta ser seria
y prolija, y por lo tanto se presume que la lluvia será prolongada e intensa;
un peronista lo ata con alambre, y sin escrúpulos técnicos nos saca rápido de
la estacada. Pan para hoy, hambre para mañana: algún día se arreglará. Pero
como cantaba Fogerty, algún día nunca llega.
El Gobierno eludió el ajuste clásico para zafarse de la
guillotina, y porque lee muy bien el sentimiento popular: dos de cada tres
argentinos afirman que deben corregir los errores anteriores, pero que también
debe mantener sus aciertos, y ocho de cada diez están seguros de que no quieren
Venezuela, pero tampoco la convertibilidad. López Murphy irrumpe para explicar
que nunca se entendió bien ni la crisis de 2001 ni la situación argentina
general: los Kirchner tuvieron la soja a 650; Cambiemos, a 370. "La
Alianza debió vérselas con una soja a 140. Si Macri la tuviera a ese nivel,
comeríamos estiércol y no alcanzaría para todos." La frase es escatológica
pero lúcida. A 650 cualquier disparate se disimula. Los argentinos nos creemos
inconscientemente acreedores al derecho perpetuo de seguir gozando las
comodidades de ese precio perdido. Es un derecho humano e inalienable. Pero no
realista. Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio. O lo tiene,
pero hay que trabajar muchísimo y con paciencia de estadista para ganarlo.
Podemos estar dolidos e indignados. Pero la verdad es que, como cualquier
republiqueta petrolera, recibimos los beneficios y construimos nuestras vidas
bajo la idea de que el pozo sería eterno. No exigimos disciplina ni la creación
de turbinas alternativas para mantenernos a flote cuando se secara. No formamos
fondos contracíclicos. Y acá estamos con nuestro paraguas en medio de la calle,
llorando de rabia bajo el temporal.
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