Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)
Ahora que el gobierno nacional entendió que con buena onda y
alegría se puede animar un cumpleaños pero que a los políticos les gusta
más otro tipo de partuza, es más sencillo de realizar el balance del primer año
de gestión de Mauricio Macri al frente de la presidencia argentina.
Que sea sencillo no quiere decir que alguien tenga ganas de
hacerlo: no es el laburo lo que cuesta, sino el hecho de tener que reconocer
que son poquitos los colegas que han mantenido el decoro y la altura
periodística a lo largo del año. El resto, reemplazó a los encuestadores en el
fino arte de hablar sin saber, sin prepararse, sin entender y, de manera
principal, sin reconocer errores. De más está decir que hay contadas
excepciones en este grupo también: los que rosquearon a cuatro manos.
El principal escollo periodístico superado tras la salida
del kirchnerismo fue el acceso a los funcionarios. La necesaria renovación de
los medios quedó para otra oportunidad en buena parte gracias a que,
nuevamente, la vieja escuela tuvo habilitada su histórica metodología laboral:
levantar el teléfono, golpear una puerta, tomar un café. Los que tuvimos que
adaptarnos a ejercer el periodismo sin nadie que te atienda el teléfono sin
mandarte a la puta que te parió, no vemos nada que revolucione el laburo más
allá de la cuestión humana.
De un modo que los psicólogos no se han animado a abordar,
todavía abunda el análisis político de lo que sucede en la segunda mitad de la
segunda década del siglo XXI con parámetros ideológicos del milenio pasado. Son
los que siguen hablando de izquierdas, derechas, neoliberalismo,
conservadurismo y demás conceptos en un país en el que siempre se hace lo que
pinta y las ideologías son la marca impresa en el envoltorio.
Para qué analizar por qué la lucha contra la corrupción
interna la realiza mucho mejor una diputada en sus ratos libres que la oficina
destinada a tales fines si es más fácil culpar al cuco. Muchos explican la
corrupción de un gobierno progre como un aprovechamiento de una ideología
noble; de igual modo, también creen que la corrupción de un gobierno no progre
es innata a la derecha.
Desde Europa –ese continente donde la democracia llegó un
siglo después que en América pero al que buscamos siempre como ejemplo– siempre
bajó la idea de que el populismo es sinónimo de derecha. Durante el
kirchnerismo colapsaron las neuronas al ver un discurso de izquierda con un
accionar social fascistoide, un enriquecimiento obsceno para una casta
exclusivísima y terminaron dando por sentado que se trató de un desvío ideológico.
Ante este dilema, se morían de ganas de tener un tipo que encarne todo lo que
ellos ven como lo malo del mundo: alguien que tiene plata mediante ese sistema
tan abstracto que consiste en capitalizar el dinero.
Podemos acusar a los del gobierno de pelotudos emocionales,
de boludos alegres, de inocentes políticos, de faltos de timing –no vean el
video de Pato Bullrich haciendo trencito en el ministerio de Seguridad, repito:
no lo vean– y de fanáticos de Osho, pero de ahí a dibujar conceptos populistas sólo
porque cumplieron con un punto del manual del enemigo, es como mucho. El
populismo se nutre del nacionalismo, la magnificencia, el fundacionalismo y la
retórica. Afirmar que es populista un gobierno al que se le tiene que rogar que
deje de abrazar a los cactus, es reducir el problema a su mínima expresión.
Podría decirse que los primeros beneficiados directos de la
gestión Cambiemos son los fabricantes de camisas celestes, no así los que se
dedican a elaborar corbatas o sacos. El problema de la falta de corbata es que
muchas veces terminan haciendo esperpentos que nadie en su sano juicio llega a
comprender. Es el síndrome Kicillof: como el pelo de Sansón pero alojado en ese
retazo de seda que cubre los botones de la camisa y cierra el cuello.
Ya que hablamos de Kichi: he visto sujetos prometer desde la
oposición cosas que no pueden cumplir desde el poder, pero lo que never in the
puta life había visto es a un banana exigir desde la oposición cosas de las que
se cagó de risa desde el poder, y encima pifiarle en los números. Es la famosa
diferencia entre culpa y dolo del derecho penal. En el caso de la culpa, el
hecho ocurre por negligencia o imprudencia. No sabían, boquearon, pensaron que
podían y no pudieron, etcétera. Ahora, levantar la bandera luego de haber sido
capo de la Anses y jefe de gabinete –como en el caso del compañero Sergio
Tomás–, o de haber sido ministro de Economía –tovarich Axel–, sólo es posible
de analizar desde el cinismo o la psiquiatría.
Básicamente, la cámara de diputados es una colección de
pacientes psiquiátricos –recomiendo buscar algún video al azar de Sandra
Mendoza, cualquiera sirve– y golpes de suerte. Y mientras sigamos con este
sistema político, veremos muchos golpes de suerte: nadie sabe a quién está
metiendo en el Congreso más allá del primer y segundo nombre de una lista
electoral. Tal es el caso de María Teresa García, diputada por la provincia de
Buenos Aires destacada por haber presentado el proyecto de declaración de
interés general de un evento en Córdoba, o por haber repudiado la salida de
Argentina de un canal venezolano. En sintonía con García viene su compañero
provincial Leonardo Grosso, que si no tienen idea de quién es, obedece a que
ocupó el puesto número 13 de la lista de candidatos a diputados en las últimas
elecciones. Su labor parlamentaria está plagada de declaraciones de
preocupación por Dilma Rousseff, Hebe de Bonafini y una muestra de respeto por
las instituciones republicanas cuando pidió que se declare de interés
parlamentario una sentencia judicial que aún no se había dictado. Lo bueno es
que estos analfabestias pasan desapercibidos gracias al mérito de grandes
luminarias como Facundo Moyano, quien no tiene problemas en afirmar que un veto
presidencial es un atentado institucional cuando, casualmente, es una facultad
institucional facilitada por la Constitución Nacional. Imaginemos los que
podemos esperar de quienes no tenemos la más puta idea de quiénes son.
Causa gracia verlos serios ante las cámaras de tevé, con
cara mezcla de tristes y enojados con la vida, cuando unos minutos atrás los
vimos cagarse de risa, abrazados en el recinto. ¿Cómo creerles que lo que
hicieron fue por nosotros y no por berrinche de malcriado que se quedó sin
juguete o por interés hiperpersonalísimo en la previa del año electoral?
Unos días después zanjaron la duda: afirmaron que “sólo es
posible frenar” la modificación si el Gobierno arma una mesa de diálogo que
incluya a la oposición y a los sindicatos. No les importan ni los trabajadores,
ni el bolsillo de “lajente”, sólo querían sentarse cerca del calor del poder.
Se ve que el café no tiene el mismo gusto fuera de la Rosada o que Boudou no
dejó ni los sobrecitos de edulcorante en su paso por el Congreso.
No podemos pretender otra cosa de la inmensa mayoría de
nuestra clase política. Si algo no cambió en la historia de occidente es a qué
llamamos ciudadano: el individuo que se alza más allá de sus particularidades y
se vuelve capaz de privilegiar –o al menos tolerar– el interés común de una
sociedad. Antiguamente se educaba al individuo para que salga de su mundo y vea
la constelación de particularidades que conforman el universo que lo rodea. Los
antiguos griegos, padres extraños de eso que impunemente aún llamamos
democracia, enseñaban a argumentar, pero no para ganar por placer, sino para
aproximarse a la verdad. Por contraposición, consideraban que no contaba con
educación quien se comportaba de manera caprichosa y que sólo buscaba su bien
propio. Ya que tanto hablamos de democracia, podríamos comenzar por preguntar
cuántos de nuestros representantes están a la altura de las
circunstancias cuando no entran en el concepto básico de ciudadano.
En medio de ese peregrinaje al edén de la normalidad
encarado por el Gobierno padecemos las muestras más visibles del gradualismo.
Podríamos haber llegado extenuados, reventados, aunque rápido, pero optamos por
un gradualismo tibio que no quedó bien con nadie: los principales beneficiados
por el mantenimiento de políticas asistencialistas son los mismos que quieren
empalarlos en la Plaza de Mayo. En la meta de cruzar el desierto en 40 días y
que el Gobierno tuviera casi dos años de relax hasta las elecciones, nos tocó
la interpretación antigua del evangelio y le estamos pegando a la caminata por
cuarenta años con una lata de sardinas para calmar la sed.
El escollo del hipergradualismo es que si la temperatura
baja de 40 grados a 38, voy a seguir chivando como Máximo en un gimnasio. O en
tribunales. No pretendo que bajemos a 5 grados bajo cero y nos caguemos
muriendo de una neumonía fiscal, pero algún punto medio tiene que haber para
sentir algo de fresco.
Massa aprovechó el boleo de Ganancias para reposicionarse
dentro de lo que él quiere: liderar a la oposición. Vio la oportunidad y la
aprovechó. Luego le mandó una cartita abierta a Mauri pidiéndole de sentarse a
dialogar, explicándole que le pegó por su culpa, que no quiso lastimarlo pero
que lo obligó. Mientras el diputado está a un paso de colgar un pasacalles
sobre Balcarce 50, hay que reconocer que el caso es imbatible: nadie quiere pagar
ese mecanismo utilizado para empernar hasta la médula al que no tiene cómo
evadir –no porque no lo desee, sino porque está en blanco– mientras nota que el
déficit fiscal son los padres: 30 mil millones de pesos destinados a “tener las
fiestas en paz” calmando a quienes ahora quieren más. Si hubieran utilizado la
mitad de ese dinero para levantar a las familias que duermen en las calles, son
gobierno hasta el 2550, o hasta que Cristina deje de pasear por Comodoro Py, lo
que ocurra primero.
Sin embargo, el karma político de ganancias que tanto le
jugó a favor al kirchnerismo hoy no tiene por qué funcionar de otro modo:
vivimos en un país tan pobre que, con los salarios actuales, el margen de
afectados es una porción que no mueve el amperímetro electoral. Por si fuera
poco, lejos de unificar, Massa terminó por trasladar la grieta al corazón del
peronismo, que a esta altura tendría que agradecer la existencia de la
izquierda para no quedar cómo el partido récord en atomización: los
gobernadores se calentaron para la mierda con el proyecto opositor, con la
única excepción de Mario Das Neves. Por un lado quedó la mayoría del
sindicalismo junto a los legisladores, por el otro los mandatarios
provinciales. Los que ya tienen el Poder vs. los Wannabe.
El macrismo debería agradecer que Massa se mandó la
voltereta aglutinadora de un mega Frente PJ –Frente Para Joder– y aprender de
una vez por todas lo que le vienen marcando desde hace exactamente 366 días:
que necesitan basar sus acciones más en la triste realidad y menos en Claudio
María Domínguez.
En este contexto, podemos imaginar cómo resultará el debate
legislativo por la regulación de los alquileres, un tema que afectará a
millones de ciudadanos, pero en el que cualquier regulación es peor que el
problema: quién en su sano juicio pondrá a alquilar una propiedad si no tiene
la garantía jurídica de cobrar lo que desea cobrar.
Lo sorprendente es que, quien no culpó a Massa de traidor,
tildó a Macri de inocente o prepotente –todo depende de la firma– por no haber
pedido a los gobernadores que sus diputados no dieran quorum, por no haber
levantado la sesión extraordinaria o por no haberse sentado a negociar lo que
no le interesaba sacar de otra forma. O sea, cuestionan al Poder Ejecutivo que
pregona el legalismo que no haya apelado a las trampas de la política
vernácula. Redondeando: que la culpa es de Presidencia por haber usado una
pollera demasiado corta.
Con este panorama, creer que llegará la lluvia de
inversiones alguna vez es como fantasear con los abdominales para el verano
mientras calmamos la angustia con una grande de provolone con fainá.
Mercoledí. Lo único que podría pasarse en limpio es que se
comprobó que en Argentina sí se puede gobernar desde un escritorio. Desde
arriba de un escritorio. Con un palo en la mano y un fajo de billetes en la
otra.
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