Por Javier Marías |
El Oxford English Dictionary ha
elegido como palabra del año el término “post-truth” o “postverdad”, que,
aunque no del todo nuevo, hemos venido utilizando con cada vez mayor
frecuencia, llevados por la necesidad de nombrar lo insólito o innombrable, lo
que escapa a nuestra comprensión. Al decir “nuestra” me refiero al conjunto de
la humanidad durante siglos, más o menos desde que se abandonó el pensamiento
mágico o supersticioso.
Ha habido excepciones, claro. Lo que hoy se llama
postverdad o podría llamarse contrarrealidad tiene precedentes en tiempos
modernos, pero sólo en sociedades totalitarias sin libertad de prensa ni de
expresión, en las que la información era controlada por una sola voz, la del
dictador o tirano. Lo hemos conocido en España a lo largo de décadas; aunque a
los jóvenes de hoy les suene casi a ciencia-ficción, sólo existía la versión
oficial, franquista, y lo que ésta ocultaba no había tenido lugar. Tan lejos
llegó la censura que no sólo nadie se enteró de los atentados que sufrió el
propio Franco, ni de las huelgas que había de vez en cuando, ni de los
asesinados a manos de la policía (los detenidos siempre se habían caído o
arrojado por una ventana, pese a estar esposados y custodiados por guardias).
La España de la dictadura era tan “feliz” y “pacífica” que aquí no se producían
homicidios ni suicidios, y hasta las obras de ficción (novelas, películas)
podían verse en dificultades si los intentaban reflejar. Cabe imaginar la
visión de la realidad que se tuvo en la Alemania nazi y en la Unión Soviética,
en la China de Mao (bueno, y en la actual), en la Cuba de Castro, en la
Argentina de Videla y Galtieri y en el Chile de Pinochet.
Pero la postverdad de hoy es distinta, y se da
voluntariamente, en países con abundancia y variedad de información. Según el OED, su significado “denota circunstancias en que los
hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los
llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. Nada mal como definición,
pero por fuerza incompleta y sin matices. Si he apuntado la posibilidad de
llamar al fenómeno “contrarrealidad”, es porque en las actitudes que han
conducido al Brexit y al triunfo de Trump
hay negación tozuda de la realidad, para lo cual, desde luego, es preciso
creerse antes las evidentes mentiras, a sabiendas de que lo son, y no creerse
las verdades. ¿Quién puede creer que Trump levantará un muro en la larguísima
frontera con México y, sobre todo, que este
país sufragará su construcción? ¿Quién que Obama y Hillary Clinton han sido los
fundadores del Daesh, como afirmó repetidamente en su campaña Trump? ¿Quién que
un multimillonario clasista, ostentoso, despectivo y chulesco se preocupa por
los desfavorecidos o los representa? ¿Quién que lucha contra el establishment, cuando él es uno de sus emblemas? (Pocas
interpretaciones más ridículas que las que ven en su victoria una “rebelión
contra las élites”. ¿Acaso no es la personificación de la élite un individuo
con centenares de posesiones y negocios turbios, varios al parecer fracasados,
y cuyo mayor activo es la marca de su propio apellido?) Lo mismo puede decirse
de Inglaterra: ¿quién era capaz de creerse las manifiestas falsedades de los brexiters? ¿Quién al grotesco Boris Johnson, que poco
antes del referéndum estaba a favor de la permanencia? O de Cataluña: ¿quién
puede creer que, una vez independiente, seguiría perteneciendo a la Unión
Europea y conservaría su riqueza y no vería mermadas sus exportaciones? ¿Quién
que un 48% de votos equivale a una “mayoría clara”? Y sin embargo se ha obrado
como si todos los palmarios embustes pudieran transformar la realidad.
Llevo treinta años hablando de la progresiva
infantilización del mundo, pero no creí que alcanzara tamaña culminación. La
actitud de demasiada gente es exactamente la de los niños –muy pequeños, por
cierto–, que, por ejemplo, creen que cerrando los ojos o tapándose la cabeza
con una sábana ya no van a ser vistos. Confunden no ver con resultar
invisibles: si yo no veo a esta persona desagradable o que me da miedo, ella
tampoco me verá a mí. También es fácil engañarlos, adecuar la realidad a sus
necesidades, convencerlos de que no hay amenazas cuando sí las hay. Los adultos
nos prestamos: ¿para qué van a sufrir, y a crecer con temores? Mientras no se
den cuenta, engañémoslos y que sean felices, ya les llegará el día de no serlo
tanto. El problema es que ahora hay muchos individuos que no consienten que ese
día llegue. Están dispuestos a creerse las mayores trolas, y si hay que negar
la realidad y la verdad, se niegan y ya está. Como si pudieran mantenerse a
raya por arte de magia y por la fuerza de nuestra voluntad. Son gentes que han
perdido la capacidad de sumar dos y dos, de prever ninguna consecuencia. Es
como si ya no supieran que si están a la orilla del mar y dan cuatro pasos, sus
pies se mojarán, y pensaran: “Qué tontería: ahora están secos, ¿por qué se van
a mojar?” Y como si ignoraran que si dan cincuenta más, seguramente se
ahogarán. Pero el océano y la realidad son obstinados, y lo cierto es que
continúan ahí, cuando nos abren los ojos por fin.
© Zenda –
Autores, libros y compañía / Agensur.info
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