Por Carlos Ares (*) |
Si fuera posible que el 31 a las doce todos nuestros deseos,
los no dichos, los no escritos, los más íntimos, los que acercamos a retratos
de los que no están, a las caras de los que sí, o elevamos con las miradas y
las copas al fondo del universo, si ese formidable soplo de anhelos arrojados
al más allá se pudieran subtitular y aparecieran escritos en el cielo como
mensajes de texto, ¿qué dirían? ¿Cuáles serían las palabras comunes, las más
repetidas y en qué orden? ¿Salud? ¿Trabajo? ¿Paz? ¿Amor?
Es extraño pensarse en un momento de comunión semejante, en
un instante que dura, ¿qué?, nada, sólo segundos, donde todos los ciudadanos, a
la hora señalada, coinciden en el territorio común de la esperanza, acuerdan,
reducen las ambiciones al mínimo y se enfocan en no más de cuatro o cinco
palabras, las que consideran esenciales para que el destino inmediato no pierda
el sentido. Es una interrupción tan leve y fugaz del tiempo, un apagón, un
pestañeo, que sólo puede advertirse, como si fuera una mínima falla eléctrica,
cuando se revisa el momento a cámara muy lenta. La película de nuestras vidas
funde a negro exactamente a la medianoche de cada fin de año y retoma de
inmediato la continuidad en la escena donde nos habíamos dejado.
Mirá. Parece contradictorio, pero nunca nos vemos mejor como
sociedad que a la luz intensa, cegadora, de diciembre. Eso que ilumina el sol
violento en las calles es lo que somos. Un reguero hirviente de personas
sudorosas, impacientes, excedidas de ansiedad, de alegría, de malhumor, de
reclamos. Abrumados por la falta indeleble de ¿qué?, necesitadas de
llegar, ¿ adónde?, para asegurarnos de que, al menos, hemos cumplido con la
necesidad de hacer saber que aquí estamos todavía.
Son las últimas horas de una larga y agotadora jornada anual
en la que, casi siempre, los resultados del esfuerzo realizado nos parecen
escasos. Los logros se ven pequeños, modestos, se desprecian o se reducen ante
la imposibilidad de alcanzar lo que imaginamos y que, supuestamente, merecemos.
Así es que brindamos más por lo que vendrá que por lo que fue, sin preguntarnos
si tuvimos algo que ver en lo que pasa y pasó.
Con la primera copa, siempre habrá una forma razonable de
explicarnos porqué aquello que debía suceder en verdad no ocurrió. Bebida la
segunda, seremos más amables con nosotros mismos y nos sentiremos un poco más
aliviados del peso de semejante responsabilidad, la de hacernos cargo de algo.
Después de la tercera, todo volverá a ser así de sencillo, las culpas son
siempre ajenas. Los medios, el Gobierno, los dirigentes de turno, que para eso
están ahora ahí. La lengua, como un látigo húmedo, restallará sobre los errores
cometidos y las promesas pendientes. No habrá memoria ni repaso del pasado que
calme la insatisfacción ni consuele a los necesitados. La grieta no se salva
con explicaciones. El prejuicio resiste todo. Encubre el malestar, compensa la
resaca.
De qué vale pensar que ese Scioli del que, gracias a su
derrota electoral, se sabe ahora quién y qué clase de tipo es, pudo haber sido
presidente si, a su vez, ese Aníbal Fernández, al que, tal vez, por fin se
logre someter a proceso, pudo haber sido gobernador y quedar definitivamente
libre de sospechas. De qué vale preguntarse qué hubiera pasado si un vecino del
convento, en plena noche, no veía y denunciaba a José López revoleando los
bolsos y no se lograba luego confirmar los hechos con la imagen de las cámaras.
Jaime, preso. Báez, preso, López, preso, el Caballo
Suárez, preso, Boudou y De Vido al caer, decenas de denuncias bajo
investigación. Cada uno puede hacer su propia “play list”, de los nombres que
están y de los que les gustaría escuchar tocar el piano en tribunales pero, si
bien se repasa, después de tanto robo, de tanto crimen, de tantos muertos, tenemos
que reconocer que, en algunos aspectos, no fue tan malo el año.
Ya de madrugada, a solas, si la noche da, siempre habrá un
momento más de cierto reposo, de ligera melodía, aparte de voces y luces, para
levantar la copa una vez más y salvar el abismo entre lo que fue y podría ser
con un último deseo. ¡Salud! Y trabajo. Para todos.
(*) Periodista
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