Por Guillermo Piro |
No hace mucho, aquí mismo hablamos de uno de los tantos
lugares comunes referidos a los libros, aquel que dice “no juzgues un libro por
su tapa”. Explicitamos y fundamentamos que aquellos que juzgan los libros por
su tapa rara vez se equivocan, pero por suerte en Australia no nos leen, o nos
leen poco. En Newtown, un suburbio de Sydney, en una sucursal de la cadena de
librerías Elizabeth’s Bookshop, hay un área donde se exponen los libros
envueltos en papel madera. De este modo los clientes no pueden conocer el
título, el autor, ni mirar la tapa.
En el envoltorio están escritas algunas
palabras clave, frases breves y adjetivos que intentan describir el libro y
despertar la curiosidad de los lectores. El proyecto tiene nombre: “Blind date
with a book” (“Cita a ciegas con un libro”).
Melanie Prosser, la directora de la librería, fue
entrevistada por el diario australiano Daily Telegraph y dijo que el proyecto
había nacido con el fin de “alentar a las personas a que salieran de la propia
comfort zone literaria” y dejaran de juzgar y elegir un libro por su tapa.
Naturalmente no le creo a Melanie una palabra (la experiencia me enseñó a no
creerle nunca nada a alguien que se llame Melanie), pero como estrategia de
venta me parece asombrosa. Según Prosser (no puedo ni volver a escribir el
nombre Melanie), elegir un libro a ciegas “es un regalo hermosísimo que te
libera de cualquier responsabilidad”. El experimento resultó positivo, y hoy
todas las librerías de la cadena Elizabeth’s Bookshop tienen un estante con libros
envueltos. Hay un sitio web, un blog en Tumblr, un perfil en Instagram y una
página en Facebook donde es posible examinar (superficialmente, claro) y
comprar (naturalmente) los libros empaquetados.
Los libros que terminarán envueltos son elegidos por el
personal de la librería. La revista online australiana Colosoul cuenta que uno
de esos libros venía descripto como “novela prima multipremiada, protestas
políticas en Medio Oriente, mayor de edad, violencia desbordante”, y que
resultó ser Cometas en el cielo, del estadounidense de origen afgano Khaled
Hosseini. Otro libro, descripto como “heroína sensible, amor, clásico, muchacha
adoptada que se rebela” resultó ser Mansfield Park, de Jane Austen. Al parecer,
por lo que pude averiguar, la iniciativa fue recreada en Italia y en Panamá
–ignoro con qué resultados.
Una vez, en una de las librerías en las que trabajé, en
1983, una cañería rota nos obligó a desalojar de libros toda una estantería.
Como nos parecía que en medio de la librería un espacio tan grande sin libros
podía llamar demasiado la atención decidimos poner un cartel que decía “Libros
prohibidos”. Contra lo que era nuestra intención, los clientes no pescaban la
ironía. Nos preguntaban cómo podía ser que todavía hubiera libros prohibidos si
estábamos en democracia, y cuando les decíamos que era un chiste se nos
quedaban mirando como se mira cuando no se entiende un chiste, con una cara que
está entre la idiotez y la imbecilidad. De modo que desconozco el efecto que
tendría un proyecto similar al australiano en las librerías argentinas, aunque
puedo hacer suposiciones. Como en la Argentina nadie quiere seguir las reglas
del juego, me imagino a los clientes rompiendo el papel madera y volviendo a la
librería a cambiar el libro –si se trata de una persona pacífica–, o amenazando
con abrir una demanda judicial porque la descripción del libro no se ajusta a
la realidad de la ficción –si se trata de una persona absolutamente normal.
En cualquier caso tiro la idea para que los libreros
argentinos se diviertan un poco estafando al prójimo y al mismo tiempo puedan
sacarse de encima esos clavos que compraron hace años pensando que iban a
venderse como pan caliente. Es ahora o nunca.
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