“Hay más ídolos que
realidades en el mundo,
y las convicciones suelen ser prisiones”
Por Carlos Fuentes |
Creo en Wittgenstein porque pone en crisis todas nuestras
ideas fijas, todas nuestra verdades adquiridas, nos obliga a repensarlo todo,
incluso lo que no queremos repensar porque ya es parte de nuestra arquitectura
mental y de nuestra armadura moral. Es el filósofo del siglo XX, nos guste o no
nos guste. Va al corazón del lenguaje y en consecuencia de la literatura porque
es capaz de admitir lo indecible. El énfasis tradicional del filósofo ha sido
puesto en el pensamiento y la percepción de los sentidos, trasladados al trono
de la razón.
Wittgenstein lo traslada al lenguaje y en el lenguaje
distingue dos vertientes. Lenguaje como representación de hechos y medida de
proposiciones. O lenguaje como conductor de emociones. Distingamos, nos pide el
austero, monacal, despojado millonario judío vienes desde una choza desnuda y
sin un centavo en la bolsa. Distingamos, nos dice desde su ofensiva pobreza, su
inquietante desprendimiento, su vanidosa humildad. Evitemos las confusiones. La
esfera del valor y el sentido no depende ni de hechos ni de proposiciones que
son parte del discurso racional. El valor es dominio de la paradoja y de la
poesía. Separemos el discurso racional del mundo de la ética y de la estética y
obtendremos una clara distinción, puesto que al hacerlo le devolveremos la
racionalidad objetiva a la ciencia, sin ilusiones humanistas o disquisiciones
metafísicas y entenderemos la subjetividad de ética/estética, que sólo se
comunican de manera indirecta mediante la poesía, la fábula, el mito.
De allí que sólo lo indecible tenga valor, entendiendo por
«indecible» lo que jamás puede decir el discurso propositivo. Para el
pensamiento positivista, tan dominante, paradójicamente, en un continente de
mitos y fábulas como el llamado Nuevo Mundo, el silencio es inconcebible. Sólo
existen lo que puede decirse y lo que no puede decirse. (O, más políticamente,
lo que debe decirse y lo que no debe decirse.) Pero esto se traduce en
destierro de lo que realmente importa, que es todo aquello que no podemos decir
racionalmente. El silencio de la razón no engendra monstruos. Sólo nos indica
que lo que es indecible en términos filosóficos es, precisamente, lo dicho en
términos estéticos.
El escritor sabe que Wittgenstein tiene razón. El
historiador, el economista, el jurista, el hombre de ciencia, están sujetos a
un solo significado. Napoleón invadió Rusia en 1812. El dinero malo expulsa al
dinero bueno. La cosa ha sido juzgada. Dos más dos son cuatro. Para el
escritor, Napoleón invade Rusia cada vez que un lector abre las páginas de La
guerra y la paz. El oro, en el Timón de Atenas de Shakespeare, es un «amarillo
esclavo... que encumbra a los ladrones, dándoles título, genuflexión y
aprobación». La justicia puede ser, advierte Francis Bacon, sólo una salvaje
venganza. Y para Lewis Carroll, dos y dos nunca son cuatro. En la literatura,
todo es plurívoco. La poesía vive del signo múltiple.
Una rosa es una rosa es una rosa, dijo con cara de jugadora
de póquer Gertrude Stein. Pero cuando Carlos Pellicer dice: «Aquí no suceden cosas
/ de mayor importancia que las rosas», la flor se transfigura como esa que
Coleridge sueña y que, al despertar, tiene en una mano.
Mi lectura de Wittgenstein no anula la de otros filósofos,
sino que la transfigura. El estilo mismo de Nietzsche, famosamente aforístico,
supone la negativa de crear un «sistema» filosófico que requiere, para
presentarse vestido ante el mundo, de premisas incuestionables para el
pensador. Nietzsche considera a los «sistemas» de pensamiento «delectables,
aunque equivocados». Las grandes construcciones sistemáticas no son capaces de
criticar sus propios presupuestos; el edificio se derrumbaría. Nietzsche se
propone escribir aforismos que, cada uno, contenga al todo o por lo menos lo
ilumine. La brevedad misma del aforismo ayuda a ver las cosas de otra manera y
a salir de las múltiples prisiones en que los sistemas filosóficos van
encarcelando el pensamiento. En La gaya ciencia, dice que no cuestionar es
«despreciable». En un mundo de virtudes agotadas, es necesario aplicar el
bisturí a todo lo que en nuestro tiempo pasa por virtuoso. Hay más ídolos que
realidades en el mundo, y las convicciones suelen ser prisiones. Es como si el
universo entero fuera una de esas espléndidas, espaciosas pero grises y
enterradas cárceles del Piranesi. Salir de las prisiones: quizás ésta sea la
acción que propone Nietzsche contra las verdades recibidas, contra la
complacencia, contra la existencia como mero accidente o descuido.
En cambio, la propuesta nietzscheana es tan ardua como la
pregunta que se hace, otra vez, en La gaya ciencia: «¿Qué te dice la
conciencia? Que serás el hombre que eres.» El hombre que eres, revelado o
desnudado por un paso de la negación a la diferencia, de la reacción a la
acción, del resentimiento al sentimiento. Por supuesto que ser el hombre que
eres requiere don, sacrificio, educación, valores. Pero también requiere, en
Nietzsche, escepticismo, desencanto. «No hay armonía preestablecida entre el
desarrollo de la verdad y el bien de la humanidad.» Cuando se cree que todo
tiene un sentido, al cabo nada tiene sentido. No hay relación causal entre la
felicidad y la historia. La historia objetiva suele convertirse en «furiosa
subjetividad», porque el héroe le muestra al hombre su grandeza, pero ni el
hombre es capaz de soportarla, ni el héroe de mantenerla. De allí la violencia
histórica del héroe que se siente incomprendido contra los ciudadanos que no lo
comprenden. El héroe tiraniza al hombre porque el hombre no entiende y aprecia
al héroe.
Con Nietzsche, la dialéctica hegeliano-marxista deja de ser
optimista antes de que la historia lo compruebe.
A pocos pensadores —quizás a ningún otro— se le han
atribuido tantas cosas que no dijo o se le han arrebatado tantas cosas que sí
dijo. ¿Nietzsche racista? «Donde las razas se mezclan, allí está la fuente de
las grandes culturas.» ¿Nietzsche chovinista? «Grecia es original porque no se
cerró al Oriente.» ¿Nietzsche germanófílo? «Las victorias militares del Reich
no implican superioridad alguna de la cultura alemana. Al contrario, la
deificación del éxito germano puede significar la muerte del espíritu germano.»
(Meditaciones inoportunas.) ¿Nietzsche antisemita? «Para mí es cuestión de
honor que quede absolutamente claro e inequívoco que me opongo al
antisemitismo.» (Carta # 479 a Franz Overbeck.) Y si Wagner escribe sin tapujos
que los mestizajes son «innobles», que Alemania sería pura si se «liberara de
los judíos» y que «la raza judía es la enemiga natural de una humanidad pura y
noble», Nietzsche rompe con Wagner, entre otras cosas, porque el compositor
«fue condescendiente con los alemanes y se convirtió en un imperialista alemán»
(Ecce Homo).
Podría continuar con las deformaciones impuestas al
pensamiento de Nietzsche, sobre todo por su hermana Elizabeth, a quien
Nietzsche le deseó que se perdiera en Paraguay para siempre —pero que regresó a
censurar, prohibir, deformar e inventar lo que le convenía a sus prejuicios y
fobias, aprovechándose de la reclusión y muerte de su hermano. «Quizás sea un
mal alemán —le había escrito Nietzsche a Overbeck—, pero en todo caso soy un
buen europeo.»
Un pensador tan radical, en ocasiones tan contradictorio e
intolerante, tenía que suscitar escándalo, oposición y manipulación. Yo veo en
él no sólo al escéptico que rehúsa las fáciles tentaciones de la historia, sino
al ser vital que celebra «la alegría de las afirmaciones» y que, prefigurando
oblicuamente a Wittgenstein, nos dice que cuando la lógica agota la esperanza,
aparece una nueva forma de conocimiento que reclama «la virtud preventiva del
arte».
Nietzsche pertenece más, siguiendo la clasificación de
Nicolai Hartmann, al filósofo de problemas que al filósofo de sistemas. En esto
se hermana con Platón, otro filósofo aclarado para mí por Wittgenstein. Y el
problema que Platón me aclara es (como el del lenguaje poético como concha
marina donde se escucha lo que la lógica no dice en Wittgenstein, como el
conocimiento del arte que aparece cuando la lógica se agota en Nietzsche) el
problema literario de la nominación. El Cratilo es, acaso, la primera obra de
crítica literaria y su eje es una discusión sobre el significado de los
nombres. Cratilo dice que todas las cosas tienen un nombre correcto, otorgado
por la naturaleza, es decir, algo inherente a la cosa e independiente de la
convención. Hermógenes, en cambio, sostiene que un nombre es producto tan sólo
de la convención: el nombre que se le da a una cosa es el nombre correcto y si
se cambia ese nombre por otro nuevo, éste será, a su vez, el correcto. Es más:
la misma cosa puede ser nombrada de una manera por una persona y de manera
distinta por otra. Nada es intrínseco al nombre. Todo es convencional. Sócrates
supone que existe un legislador de nombres que los otorga y distribuye de
acuerdo con la naturaleza de las cosas. Pero la ley admite demasiadas
excepciones. Las cualidades de una persona pueden ser adversas al significado
de su nombre. Y si son los dioses quienes nos nombran, resulta que nosotros no
sabemos cómo se llaman los dioses, cómo se nombran entre sí. Sólo sabemos cómo
los nombramos nosotros, Zeus, Cronos, Hera. Pero con demasiada frecuencia, el
nombre es una máscara, sobre todo cuando quien lo lleva es el mensajero de un
secreto. Hermes trae un mensaje, porta el poder del lenguaje, hace circular el
lenguaje pero ese lenguaje puede ser verdadero o falso: Lo importante es que el
lenguaje fluye, se mueve, y que la sabiduría (sofía) es sabia porque toca lo
que se mueve, bautiza con rapidez misma las cosas. El nombre tiene la intención
de demostrar la naturaleza de la cosa designada. Pero el nombre pertenece, con
mayor amplitud, al proceso mismo del lenguaje —la formación de letras, de
sílabas, de nombres, verbos y oraciones. ¿Puede escapar la nominación
acompañando el flujo de las cosas, al flujo del lenguaje? ¿Podemos estar
seguros de que el nombre correcto denota la naturaleza de lo nombrado? Sócrates
advierte que «es posible asignar nombres incorrectamente» y, siguiendo esta
lógica, terminar creando oraciones falsas, falsos lenguajes, un verbo
enmascarado.
Si esto es cierto, Sócrates propone buscar otro principio
más seguro de nombrar las cosas, y éste, al fin y al cabo, no consiste ni en
conocer el nombre natural o intrínseco de un mundo en movimiento, ni en
entregarse al capricho de la convención nominal, sino, lúcida, humana, verdaderamente,
en nombrar las cosas de acuerdo con la relación que se establece entre ellas.
Si Sócrates rehúsa el «catarro» de Heráclito, inmerso en el flujo interminable
de todas las cosas, también rechaza la pura convención nominal derivada de una
esencia que ignoramos. Sócrates propone, con cuánta libertad, con cuánta
veracidad, con cuánta actualidad, que atendamos, al nombrar, el carácter de la
relación entre las cosas, la manera como las cosas se reconocen y actúan entre
sí. Tal es, en verdad, el nombre de las cosas: su relación.
El más grande filósofo español vivo, Emilio Lledó, ve con
exactitud que los diálogos platónicos son una continua crítica del lenguaje. En
otra parte, he evocado la paradoja del lenguaje como expresión del silencio
roto por un sonido animal, el muuuu o mugido del ganado que se encuentra, nos
dice Erich Kahier, en la etimología misma de la palabra «mito»: mugido,
musitar, murmurar, murmullo y mutismo. De la misma raíz proviene el verbo
griego muein, cerrar, cerrar los ojos, de donde provienen misterio y mística.
El proceso del lenguaje nos lleva así de mu a mythos, de acuerdo con el proceso
lingüístico descrito por Kahier y que consiste en dar a una palabra el
significado opuesto. El mutus latín, mudo, se transforma en el mot francés,
palabra, y la onomatopeya mu, el sonido inarticulado, se convierte en mythos,
es decir, palabra. Gianbattista Vico, el filósofo de la España napolitana,
propone en su Ciencia nueva de 1725 que sólo conocemos lo que creamos y lo
primero que creamos es lenguaje, base del conocimiento humano. La dinámica
lingüística es un proceso de cursos y recursos (corsi e ricorsi) que permite
comprender el devenir de la historia, descendiendo a la oscuridad de sus
propios inicios para luego ascender a la luz de su propia idea, que es su
propia necesidad. Lledó, igualmente, ve en el lenguaje el vínculo activo y
creador de la sociedad a partir de cuatro estadios de evolución. El vínculo
primario de la necesidad: cacería, pesca, necesidad de la comunicación para el
sustento. La necesidad crea lenguaje, el lenguaje crea imágenes y las imágenes
pueden ser reactivadas «por toda clase de estímulos externos e internos».
(Lenguaje e historia.) En segundo término, la ciudad es la creadora de símbolos
y el lenguaje se compromete con la paideia, el ideal formativo del ser humano,
a la vez historia personal y colectiva. Ya en una tercera etapa, el lenguaje no
sólo identifica: relaciona, dialoga, revisa... Y finalmente, en nuestro tiempo,
la homogeneización del lenguaje retorna a la identificación entre individuo y
masa social, al precio de generar un bosque de símbolos inútiles. De allí,
nuevamente, la «virtud preventiva» de Wittgenstein, su tarea profunda de limpia
verbal, de higiene lingüística. Wittgenstein es consciente constantemente del
«riesgo» que implica vivir y, por ende, pensar. Sobre todo en materia de
religión, «el pensador honesto... es como un equilibrista. Parece como si
caminase sobre el aire. Su apoyo es el más frágil imaginable. Y sin embargo es
posible caminar sobre él».
Esta frase se hace eco de otra de Pascal: hagan lo que
hagan, los seres humanos son como equilibristas obligados a asumir riesgos.
Irse a la mar o quedarse en casa: nadie escapa al riesgo. Como Wittgenstein y
como Nietzsche, Pascal es filósofo de aforismos y fragmentos.
Como Wittgenstein y como Platón, cuestiona la naturaleza del
lenguaje. Como Kafka, condena al silencio parte de su obra, pero al contrario
de Kafka, apuesta a que será encontrada en el simple inventario de sus pobres
posesiones. Los Pensamientos de Pascal fueron hallados cosidos en el interior
de una vieja camisa.
Los mil fragmentos de Pascal acaso sean, en su brevedad
aforística, una respuesta irónica a su crítica de la tradición filosófica. Nada
ha preocupado tanto a los filósofos, había escrito Montaigne, como la cuestión
de lo que constituye el sumo bien para los hombres. Pascal, quien
constantemente reelabora y secuestra frases de Montaigne, contesta que «para
los filósofos existen doscientos ochenta tipos de bien supremo». El pesimismo
pascaliano respecto a los sistemas filosóficos se extiende, prima facie, al ser
humano mismo. El hombre es un enigma triste. La justicia que imparte es inicua.
Su vida, mientras más afluente, es más hueca. La vanidad —«el juego, la caza,
las visitas, los espectáculos, la falsa perpetuación del propio nombre»— son
objeto del mayor desdén pascaliano. «¡Qué manera de monstruo es el hombre! ¡Qué
novedoso, qué torcido, qué caótico, qué paradójico, qué prodigioso! ¡Juez de
todo, débil gusano, depositario de la verdad, sumidero de la duda y el error,
gloria y basura del universo!»
Blaise Pascal era, como todos saben, un hombre práctico. Su
fama inicial se debe a su inventiva científica y a su pragmatismo. Pascal
inventa el primer servicio de transportes públicos de Francia. Inventa la
sumadora, la «pascalina». Y descubre las leyes del equilibrio hidrostático.
Pero acaso sea, también, quien hace de un órgano corporal, físico —el corazón—,
sede del conocimiento y de las emociones. Símbolo de amor, nombre de la ubicación
central, es Pascal quien nos dice que el corazón tiene sus razones, que la
razón ignora. Escéptico de la razón y la organización humanas, Pascal se dirige
al corazón, a fin de ubicar una dimensión del ser del cual la razón no sabría
dar cuenta completa. Pascal completa a la razón con tres razones que bien
podrían ser, vistas con perspectiva, las de Wittgenstein. El corazón dice lo
que no puede decirse racionalmente. Ese conocimiento-otro angustia a Pascal
porque el joven filósofo francés cree que allí hay un vacío, un abismo que nos
embarga en dos sentidos. Como descubridor de las leyes del equilibrio
hidrostático, Pascal el físico conoce la existencia del vacío: «El eterno
silencio de esos espacios infinitos me llena de terror.»
Transfiere el vacío físico al vacío del alma para
preguntarse: ¿qué la llena, qué la equilibra? Pascal es el filósofo que
transita precariamente —otra vez, el equilibrista— entre el vacío y la
plenitud. Su pensamiento surge del vacío y se instala en la sociedad, la religión
y la historia. Su mirada no puede ser más pesimista. Dios se ha escondido. La
naturaleza está corrompida. «El robo, el incesto, el infanticidio, todo en un
momento dado ha sido considerado acción virtuosa... La justicia es cuestión de
moda... La opinión es la reina del mundo, pero la fuerza es su tirano.» En
último análisis, «el poder gobierna al mundo, no la opinión». Y aun cuando la
opinión venza al poder, la opinión misma se instalará en la fuerza. Su frase
más pesimista es ésta: El mundo «no es el hogar de la verdad. La verdad vaga,
sin ser reconocida, entre los hombres».
Lo cierto, advierte Pascal, es que el orden político se
sostiene sobre realidades físicas, no espirituales. Y ello es una virtud, en la
medida en que las realidades corpóreas son identificables y justifican la
obediencia. Hay un engaño implícito en la vida política. La mayoría obedece
porque cree que el orden legal es justo y se rebelaría si lo concibiese como un
orden arbitrario. Por eso, a los gobiernos les interesa mantener la ilusión y
hasta las fantasías —el opio del pueblo, en alusión premarxista.
Como observador en política, Pascal teme «el arte de la
subversión, de la revolución» y rechaza la idea, prerousseauniana también, de
que es posible regresar a «las leyes primitivas y básicas del estado abolidas
por la costumbre injusta». El pueblo se levanta. El poder se aprovecha para
arruinar aún más al pueblo. «A veces, hay que engañar a los hombres por su
propio bien.»
Parece —y es cierto— que estoy haciendo la crítica del
Pascal reaccionario y realista en política: Maquiavelo after the fact. Sin
embargo, creo también estar sumando los escepticismos pascalianos, que son los
de un pensamiento surgido del vacío, instalado en la sociedad y la historia y,
una vez allí, dicho todo lo negativo que se pueda decir sobre la multitud, el
gobierno, el poder, la revolución e incluso sobre un Dios escondido —Le Dieu
caché— y una naturaleza corrompida, Pascal encarna su pensamiento en el ser
humano y un tránsito vital de ganancias y pérdidas. La calidad del tránsito
dependerá de la calidad de la conciencia que aprenda —o ignore— que «nada de
cuanto se ofrece al alma es simple» (mundo, sujeto, sociedad, política,
historia) pero que, al mismo tiempo, «el alma jamás se ofrece con simplicidad a
ningún objeto».
Dios escondido. Naturaleza corrupta. Dios nos abandona a la
ceguera —hasta el arribo de Cristo. Todo el pensamiento de Pascal, todo su
escepticismo, su ironía, su negación, se dirigen claramente a una afirmación de
Cristo. El doble camino del hombre, su doble pasión —paso y sufrimiento— por la
tierra es lo que, a los ojos de Pascal, nos asimila a todos al propio paso de
Cristo por la tierra, a su pasión. No puedo evitar la certeza de que todo el
andamiaje levantado por Pascal para nuestra profesión de equilibristas es como
un puente tendido entre el Dieu caché que no sólo abandonó a Jesús, sino a la
humanidad, y Jesús mismo...
«Si no me hubieras encontrado, no me buscarías», dice Cristo
en los paquetes descosidos, que tanto cito, de Pascal. Es decir: Pascal no
puede ni quiere evadir la cuestión de la fe, la cuestión del ser humano que
cree. No por su filiación a esta o aquella religión, sino porque busca lo más
precioso que ya trae en sí (el corazón que sabe las razones que la razón
ignora) y lo busca consciente de que proviene de un límite, nacer, y se
encamina a otro límite, morir. No es la probable filiación religiosa lo que
determina el valor de la vida en Pascal, sino la fe en su acepción más amplia,
la certeza de que podemos ser portadores de valores que queremos radicar en el
mundo precisamente porque nos preguntamos, ¿qué hay más allá?
Las ideas recibidas, las inercias de la práctica, esto es lo
que rechaza Pascal y por eso, como tantos otros, exalta la figura de Cristo
como hombre activo, inconforme, exigente con su tiempo, el modelo que ya hemos
encontrado sin saberlo, pero que debemos perseguir para tener conciencia de lo
que cada uno de nosotros puede ser, puede agotar o debe renunciar.
«Creo porque es absurdo», dijo Tertuliano, insuperablemente,
de la fe. No la explica la razón, sino ese «corazón» que tiene razones que la
razón ignora. Wittgenstein, judío atraído irresistiblemente al catolicismo,
admite que el pensador religioso es un «equilibrista». Y él mismo lo es. Si por
una parte nos dice que la fe es absurda y no es lo que distingue al
cristianismo, sino la práctica, es decir, vivir como vivió Jesús, por otra
parte declara que la fe es fe en lo que el corazón y el alma necesitan, no lo
que requiere «mi inteligencia especulativa». Pues «es mi alma con sus
pasiones... lo que requiere ser salvado, no mi pensamiento abstracto». De allí
que sea menos cierta o aparente la contradicción fe práctica en el pensamiento
de Wittgenstein, toda vez que esa «alma» y esas «pasiones» que son las suyas
someten la fe al desafío práctico de vivir como Jesús. «... sólo la práctica
cristiana, una vida como la del que murió en la cruz, es cristiana... y aun hoy
es posible» —añade Wittgenstein— «y para ciertos hombres, aún necesaria: el
cristianismo genuino, primitivo, será posible en todo momento». El cristianismo
se le aparece a Wittgenstein, al cabo, como una fe que es un hacer o no sólo
«un creer sino un hacer». El cristianismo no puede reducirse a sostener que
esto o aquello es cierto. El cristianismo es práctica, no dogma.
La inteligencia inmensa de Ludwig Wittgenstein le lleva a
entender que no hay razón por la cual la fe religiosa no pueda ser parte de la
herencia cultural «que me permite distinguir entre lo verdadero y lo falso».
Sólo un hombre de esta integridad filosófica y moral podía decir al morir:
«Dios me dijo: Te juzgo por lo que ha salido de tu boca. Tus propias acciones
te han hecho temblar de disgusto cuando has visto a otros repetirlas.» Pues «Es
mi alma y sus pasiones, no mi inteligencia abstracta, lo que necesita
salvarse».
No sé si hay declaración filosófica más valiosa y definitiva
que ésta.
© Carlos Fuentes – “En
esto creo” (2002)
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