Por James Neilson |
Cristina y sus cómplices, integrantes ellos de lo que
juristas llaman una “asociación ilícita” –es decir, una mafia– que durante años
se dedicó a saquear el país, ya están desfilando por Tribunales. ¿Cuántos
habrá? Una docena, tal vez más, de emblemáticos que por distintas razones
lograron destacarse del montón, personajes como Julio De Vido, Lázaro Báez y
José López, a quienes les ha tocado simbolizar la corrupción.
¿Fueron los
únicos culpables de lo que sucedió en la Argentina de aquella década ganada? Claro
que no, pero sería absurdo pedirle al sistema judicial incluir en la lista de
acusados de delitos sumamente graves a los miles de políticos, jueces y otros
que, de un modo u otro, colaboraron con los ladrones más notorios, para no
hablar de los millones de personas que en privado celebraron sus hazañas, de
tal manera que les aseguraban que podrían salirse con la suya.
Todas las sociedades son olvidadizas. Ninguna toma demasiado
en serio la idea democrática de que, en última instancia, el pueblo soberano
sea responsable de lo hecho en su nombre. Cuando cambia el clima político, la
buena gente se siente víctima de un fraude perpetrado por sujetos
inescrupulosos que aprovecharon su fe ingenua en la benevolencia de los
gobernantes. Es lo que sucedió luego de hundirse la dictadura militar: para la
indignación universal, se descubrió de golpe que el régimen había violado
sistemáticamente los derechos humanos.
Algo similar, aunque mucho menos truculento, ocurrió al
fracasar los proyectos liderados por Raúl
Alfonsín, Carlos Menem y Fernando de la Rúa. Pues bien, ha llegado el turno
de Cristina y sus allegados. No cabe duda alguna de que se apropiaron de una
cantidad fenomenal de dinero, pero no se trata de una novedad, ya que se
hicieron oír las denuncias en torno a la rapacidad de Néstor y su esposa antes
de que, por voluntad popular, pudieran hacer de la Casa Rosada su centro
operativo, mientras que en los años siguientes ni siquiera intentaron ocultar
las maniobras claramente ilegales que los ayudaron a expandir sus negocios.
Para defenderse contra los resueltos a reemplazar los
principios éticos de la Argentina de la década ganada por los presuntamente
vigentes en el país actual, Cristina se afirma víctima de una campaña
“político-mediática”. La verdad es que no se equivoca. Fue gracias a la
política, en un sentido muy lato de la palabra, que la cúpula kirchnerista pudo
continuar acumulando plata hasta que, por un margen estrecho, el electorado
decidiera entregar el gobierno nacional a Mauricio Macri. No es que sus
integrantes hayan engañado a la ciudadanía durante más de doce años; no les fue
necesario. Para muchos, todos los políticos son corruptos de suerte que a su
juicio sería injusto ensañarse con los kirchneristas, mientras que abundan los
“luchadores sociales” e intelectuales resentidos que aprobaban su conducta por
suponer que incomodaba a los oligarcas y otras alimañas neoliberales. A juzgar
por las encuestas de opinión, todavía quedan varios millones de militantes de
la corrupción vengativa convencidos de que, por portación de apellido, Macri es
mucho peor.
Como no pudo ser de otra manera, Cristina quiere ubicar sus
propias tribulaciones en un contexto continental. Las compara con las sufridas
por Lula y Dilma en Brasil y, si bien con frecuencia decreciente, las de
Nicolás Maduro en Venezuela. Después de su encuentro con el juez Julián
Ercolini, dijo que todos “los líderes que pelearon por los más desposeídos”
están bajo ataque, pero pasó por alto el que, con escasas excepciones, los
protagonistas del ciclo populista que fue posibilitado por el boom de las
materias primas o “commodities” hayan sido llamativamente corruptos.
A diferencia de los socialistas de antaño, que sí solían ser
personas austeras ajenas a las tentaciones consumistas, sus hipotéticos herederos
comparten los gustos y la falta de escrúpulos de sus presuntos enemigos
ideológicos. He aquí la razón principal por la que en buena parte del mundo, no
sólo en América latina sino también en Europa y Estados Unidos, el izquierdismo
tradicional, irremediablemente aburguesado, está batiéndose en retirada.
Parecería que, al darse cuenta de que sus objetivos declarados eran
inalcanzables, los dirigentes se desmoralizaron por completo.
Tal y como se perfilan las cosas, Cristina, De Vido y
compañía terminarán entre rejas. Desgraciadamente para ellos, por ahora cuando
menos la inexorable lógica judicial importa más que la política. Por cierto,
parece poco probable que en los próximos meses el país experimente la
convulsión salvadora con la que sueñan los incondicionales de la ex presidenta.
En cuanto al “quilombo” que amenazan con armar los militantes más fogosos si a
alguien se le ocurre tocar un pelo de la señora, se ha reducido tanto su poder
de convocatoria que, si organizaran protestas, los frutos de sus esfuerzos
serían manejables.
Por lo demás, aunque Macri y otros referentes de Cambiemos
insisten en que todo está en manos de la Justicia, de suerte que sería inútil
pedirles que indultaran a los jefes kirchneristas, tanto ellos como los jueces
y fiscales involucrados están midiendo la temperatura de la calle; lo que
detectaron el lunes pasado cuando por si acaso blindaron el edificio totémico
de Comodoro Py, les habrá persuadido de que el eventual encarcelamiento de
Cristina no plantearía peligros excesivos, pero que les sería contraproducente
dejarla en libertad a pesar de los cargos contundentes en su contra, ya que
muchos lo tomarían por evidencia de su solidaridad para con otros miembros de
la corporación política.
En vista de que ya es rutinario que, una vez caído en
desgracia un gobierno, dos o tres “emblemáticos” den con los huesos en la
cárcel, sería natural sentir cierto pesimismo frente al drama en que Cristina
está desempeñando el papel principal. ¿Es el comienzo de un cambio permanente,
uno equiparable con el que, gracias al liderazgo del presidente Alfonsín, se
produjo en el ámbito de los derechos humanos, o sólo es cuestión de una etapa
breve en que todos se comprometen a respetar la ley, después de la cual se
reinstaurará la normalidad? Aunque es difícil sentir mucho optimismo, es
posible que la escala realmente monumental de la corrupción kirchnerista,
combinada con la desfachatez de los protagonistas, haya impresionado tanto a la
mayoría que en adelante se niegue a tolerar delitos que antes podrían
considerarse consentidos. Si bien nadie sabe con exactitud cuánto fue desviado
de las arcas públicas para llenar las bóvedas y cuentas bancarias de la familia
y sus amigos de la siempre embrionaria “burguesía nacional”, algunos, empezando
con Elisa Carrió, creen que se trataba de miles de millones de dólares
contantes y sonantes.
De ser así, el saqueo habrá contribuido mucho a depauperar
el país, despojando a lo que aquí hace las veces de un Estado de plata para
gastar en hospitales, colegios e infraestructura imprescindible, pero aún más
costoso, si cabe, es la influencia perversa de la mentalidad de los corruptos
que se sienten obligados a subordinar todo a sus propios negocios. Cuando los
jefes máximos se hacen famosos por su codicia, carecerán de la autoridad moral
precisa para hacer desistir a los demás. El resultado inevitable es que el
Estado, capturado por una corporación política insaciable, se convierte es un
inmenso chupasangre que quita la vida al resto de la sociedad. No extraña,
pues, que la Argentina no se haya visto del todo beneficiada por una coyuntura
internacional favorable comparable con aquella de fines del siglo XIX e inicios
del XX que sirvió para enriquecerla. Por el contrario, la perjudicó.
Según Cristina y sus simpatizantes, sus problemas con la
Justicia son causados por macristas deseosos de distraer la atención de los
“desposeídos” del desastre que, por maldad congénita, se las han ingeniado para
provocar. Según los macristas y, desde luego, un sinfín de miembros del “círculo
rojo” mundial, las desgracias del país son en buena medida obra de los
kirchneristas que lo trataron como una fuente de botín y, en la fase final de
su gestión, dejaron a sus sucesor un campo minado que, apostaron, pronto
estallaría para que pudieran regresar antes de que cobrara fuerza la prevista
ofensiva judicial.
Son dos “relatos” radicalmente distintos. Por haber sido tan
rampante la corrupción de los años K, el macrista lleva las de ganar y, aunque
sólo fuera por la necesidad de sobrevivir, los partidarios del nuevo orden no
tienen más alternativa que la de subrayar la contribución de sus antecesores en
el gobierno a la debacle económica. A comienzos de su gestión, Macri y sus
asesores querían minimizar la gravedad de la situación heredada por suponer que
sería mejor decirles a los inversores en potencia que los problemas no eran tan
profundos como era razonable creer, pero desde entonces han cambiado de
opinión. Al resistirse a convalidar la estrategia gubernamental, Cristina privó
a Macri y sus seguidores de motivos para brindar la sensación de estar
dispuestos a ofrecerle la protección oficial que necesitaría para conservar su
libertad, lo que a buen seguro ha incidido en el estado de ánimo de aquellos
jueces y fiscales que están acostumbrados a dejarse influir por los vientos
políticos.
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