Por Arturo Pérez-Reverte |
Durante un año y medio he vivido con un amigo
íntimo llamado Lorenzo Falcó. Y a estas alturas lo sé todo de él. O casi todo,
pues no estoy seguro de que nuestra relación haya terminado aún. Intuyo que
volverá. El fulano es un tipo peculiar, del género peligroso; y el mayor
desafío, durante todo este tiempo, ha sido convencer a los posibles lectores de
que lo admitan como personaje. Como compañía durante trescientas páginas. Y no
crean que fue fácil, oigan. Intentarlo.
Pónganse en mi lugar. De ocho a diez horas diarias,
durante meses y meses. Dale que te pego a la imaginación, al material de
trabajo y a la tecla. Lleva su tiempo, se lo aseguro, convertir en alguien
aceptable, incluso atractivo, a un personaje como ése. A favor del asunto
contaba con que se trata de un sujeto de treinta y tantos años bastante guapo,
apuesto, simpático, elegante, de sonrisa devastadora, de ésos a los que las
mujeres hermosas o inteligentes conceden siempre cinco segundos de prórroga, o
de oportunidad, tras mirarlos por primera vez. En contra del personaje, sin
embargo, jugaban otros factores de peso: chico de buena familia en plan bala
perdida, sin escrúpulos, golfo, cínico, mujeriego, amoral, asesino cuando se
tercia, sin hacerle ascos ni al tabaco, ni a la bebida, ni a otros productos
más o menos estimulantes. De cafiaspirinas para arriba. Cosas así.
La ambientación tuvo también sus dimes y diretes.
La verdad es que los tiempos que corren no son propicios a cierta clase de
historias, donde no hay aventura imaginable sin pantallas de ordenador, drones,
teléfonos móviles y toda esa maldita y vulgar quincalla tecnológica. Ni
siquiera los malos de las pelis o los libros son ya lo que eran. Pero, en fin.
Qué quieren que les diga. Yo soy lector, e incluso espectador de cine, de la vieja
escuela. O para ser más exactos, soy un lector que accidentalmente, por pura
necesidad práctica, escribe novelas como las que le gustaría leer. Escribo en
defensa propia. Así que, para ambientar las peripecias de mi amigo Lorenzo
Falcó, decidí irme hacia atrás en el tiempo. Buscarle escenarios donde todavía
las cosas tuvieran su puntito. Su encanto.
Contaba a mi favor un aspecto práctico. Hace años,
durante la escritura de El tango de la Guardia Vieja,
me asomé en profundidad al mundo de la Europa de los años 30, y de aquel
trabajo conservaba intacto mucho material y unas cuantas ideas no
desarrolladas; porque las novelas tienen su propia disciplina interna, y en
ellas no cabe todo lo que a uno se le ocurre. Me quedó pendiente el runrún de
los hoteles de lujo, los grandes expresos europeos, el glamour hoy perdido de
ciertos hombres y mujeres de entonces, en contraste con el lado sórdido y
oscuro de aquella Europa turbulenta, dislocada por fascismos, nazismos y
comunismos, que se encaminaba ciega hacia el desastre. De modo que elegí ese
doble mundo y ese fascinante momento histórico para situar a mi personaje: un
sinvergüenza de buena familia jerezana, expulsado de la academia naval por
liarse con la mujer de un profesor, ex traficante de armas, reclutado en los
Balcanes por los servicios de inteligencia españoles, agente y espía de muy
reducidas lealtades que recorre esa intensa geografía de drama y aventura
teniendo muy claro que en el mundo convulso donde vive, actúa y mata, hay dos
bandos perfectamente definidos: a un lado el suyo propio, y al otro todos los
demás.
Espero haberlo conseguido. Lo intenté, al menos.
Confío en que tantos meses de trabajo, tantas lecturas y cuadernos de notas,
tantas viejas películas vistas, tantos recuerdos de familia, tantos viajes a
los lugares donde se desarrollan los hechos de la novela, tantas noches
imaginando antes de dormir lo que escribiría a la mañana siguiente, hayan
logrado su segundo objetivo: seducir a quien lea esa historia, obligándolo a
acompañarme por ella hasta el final. En cuanto al primer objetivo, ya está
conseguido. Algunos escribimos novelas para ser felices, seguir jugando como
cuando éramos niños, reescribir los libros que amamos a la nueva luz de
nuestras propias vidas. Para asegurarnos un largo y grato período de
satisfacción personal, de libros que jamás uno leería de no trabajar en lo que
trabaja, de experiencias y puntos de vista que se acumulan a medida que todo
progresa. Nadie es el mismo al empezar un libro que al terminarlo, sea como
lector o como escritor. Gracias a Lorenzo Falcó, como a todos sus predecesores,
también yo he cambiado en este largo tiempo vivido junto a él. Y ahora nos
despedimos ante la puerta de un antiguo hotel de lujo, en Estoril. Estrecho su
mano y pongo a disposición de ustedes su vida y su sonrisa.
© XL
Semanal
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