Por Javier Marías |
Si algo clama en verdad al cielo, en lo que tanto
hombres como mujeres deberíamos hacer continuo hincapié, es la diferencia
salarial existente (y persistente) entre unos y otras, exactamente por el mismo
trabajo. Nunca he entendido en qué se basa, cuál es la justificación, aún menos
que se dé en todos los países, no sólo en el nuestro. En Alemania, nación
avanzada, la brecha es aún mayor que aquí, y en Gran Bretaña, Holanda y Francia
tan sólo un poco menor.
La cosa presenta la agravante de que, según el reciente
estudio de economía aplicada Fedea, hace ya tres decenios que las mujeres
poseen mejor formación que los hombres, algo que no falla nunca si se analizan
personas menores de cincuenta años. “En el mercado de trabajo español el 43% de
las mujeres ha concluido estudios universitarios, frente al 36% de los
varones”, señala el informe, y añade que, pese a ese superior nivel educativo,
ellas se topan con más dificultades para encontrar empleo y, cuando lo
consiguen, sus condiciones laborales son peores. Así, la tasa de paro femenino
es seis puntos mayor. La diferencia salarial ronda el 20% a favor de los menos
educados, y eso –insisto– escapa a mi comprensión. Si dos individuos realizan las
mismas tareas y las desempeñan durante el mismo número de horas, ¿con qué
argumento puede discriminárselos en función de su sexo? La situación es tan
ofensiva e injusta, y lleva tanto perpetuándose, que no me explico que no ocupe
a diario los titulares de los periódicos y de los informativos, y que sólo
aparezca o reaparezca cuando se publica algún estudio como el de Fedea, que
nada descubre. Se limita a constatar que nada cambia.
Ese es el terreno fundamental en el que las
supuestas ultrafeministas deberían estar librando una batalla sin tregua, en
vez de perder el tiempo y la razón con dislates lingüísticos y con aspectos
secundarios y ornamentales, en los que además el “reparto” nunca es ni ha sido per se equitativo. Leo muchos más artículos y
protestas porque haya menos mujeres que hombres en la RAE, o ganadoras del
Cervantes, o directoras de cine o de orquesta, que por esta discriminación laboral
y salarial. El trabajo es mensurable y cuantificable en términos objetivos; las
artes y lo que llevan implícito –talento, genio, como quieran llamarlo– no lo
son. Esas aptitudes no están distribuidas de manera justa ni proporcional. No
hablo del largo pasado, en el que a las mujeres les estaba vedada la dedicación
a la pintura, a la arquitectura, al cine, a la composición musical y
parcialmente a la literatura, sino de hoy. No hay ninguna razón por la que deba
haber tantas buenas escritoras como escritores, ni a la inversa, claro está. De
la misma manera que tampoco ese reparto de talento está garantizado por países
ni por regiones. Ni por diestros o zurdos, altos o bajos, gordos o delgados,
negros o blancos o asiáticos.
De todos es sabido que en los siglos XVIII y XIX
hubo una concentración de genio musical en Alemania y Austria, incomparable con
el existente en cualquier otro lugar. Si en ese periodo vivieron Bach,
Telemann, Mozart, Haendel, Haydn, Schubert, Beethoven, Schumann, Brahms,
Bruckner y Mahler no mucho después, se debió en gran medida al azar. ¿Por qué
en el XVII inglés hubo un Shakespeare, un Marlowe, un Jonson, un Webster, un
Tourneur, un John Ford, un Robert Burton y un Sir Thomas Browne? ¿Y en España
un Cervantes, un Lope, un Quevedo, un Góngora, un Calderón, mientras en otras
naciones no surgía algo similar? ¿Por qué (y eso tiene más misterio y más
mérito, dada la escasez de escritoras) en el XIX británico se juntaron Mary
Shelley, Jane Austen, George Eliot, Emily y Charlotte Brontë, Elizabeth
Gaskell, Elizabeth Barrett Browning y Christina Rossetti, todas clásicas
indiscutibles de la novela o la poesía? Pese a las trabas de la época para las
de su sexo, su arte emergió y fue reconocido, porque eso sucede siempre con el
arte elevado, aunque a veces llegue tarde para quien lo poseyó, sea varón o
mujer. Hoy hay una pléyade de feministas empeñadas en “sacar de las catacumbas”
a todaslas pintoras, compositoras y escritoras que en el
mundo han sido, y no todas merecen salir de ahí. Habrá periodos en los que el
talento estará más concentrado en mujeres, como lo estuvo el musical en
germanos dos y tres siglos atrás. Y habrá otros en los que no. Por mucho que se
intente hundir y ocultar, el gran arte sale a flote y acaba resultando
innegable, manifiesto (a veces con enorme retraso, eso sí). Que se lo pregunten
a los espíritus de Austen, Brontë, George Eliot o Emily Dickinson.
Lo que sí es intolerable, lo que todos los
feministas deberíamos combatir sin descanso (me incluyo, claro que me incluyo),
es la discriminación en lo que no depende del azar, ni del gusto ni de la
subjetividad de nadie (ni siquiera de los tiempos): el trabajo, lo que por él
se percibe y la igualdad de oportunidades para acceder a él. Conseguir que las
mujeres no estén perjudicadas ni desdeñadas ni preteridas en ese campo es la
principal y urgente tarea –casi la única seria– a la que nos debemos aplicar.
© Zenda –
Autores, libros y compañía
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