Por Jorge Fernández Díaz |
Refiere Franco Macri, en un libro extraviado y muy
inconveniente, una anécdota sobre el carácter íntimo de Donald Trump. En medio
de duras negociaciones que mantenían por el proyecto Lincoln West, el hoy
presidente electo de los trescientos veinte millones de norteamericanos
insistía en jugar al golf con el patriarca del Grupo Socma: "Le expliqué
que no tenía el mismo nivel que él pero que podía jugar con mi hijo
mayor", cuenta Franco.
Trump aceptó batirse entonces con el hoy presidente
de los cuarenta millones de argentinos, y jugaron 18 hoyos que parecieron
interminables. La performance era muy pareja, pero al final Mauricio tuvo la
desdicha de ganar. Padre e hijo se quedaron entonces sorprendidos cuando Trump,
fastidiado consigo mismo, "rompió los hierros y las maderas uno a
uno".
El sueño inconfesable de quien infligió aquel disgusto
deportivo debe consistir ahora mismo en quemar esas memorias inoportunas,
recalcular su posición pública en contra de su antiguo "socio" y
recordar los buenos momentos que pasaron juntos en Manhattan. Su canciller, de
hecho, se comunicó el jueves mismo con el influyente hijo de Donald, y recibió
una respuesta tranquilizadora: "Voy a estar en la Argentina antes de fin
de año. Mi padre siempre lo quiso a Mauricio y siguió su carrera. Vamos a
trabajar juntos". El gesto es auspicioso para las relaciones
internacionales, pero siempre será áspero para las domésticas: si Trump le da
la espalda a Cambiemos los populistas nativos dirán que es el nuevo Perón (ya
lo insinuó Guillermo Moreno) y si da públicos respaldos a Macri confirmarán el
prejuicio social y asegurarán que es un acuerdo de clase entre dos millonarios
de la ultraderecha. El viaje de Mauricio hacia el centro ideológico es
directamente proporcional al corrimiento de Tío Rico hacia posiciones
ultramontanas. Macri y Obama al lado de Trump parecen hoy dos grises
socialdemócratas en la banquina de la historia.
Pero atentos: también Scioli y Cristina quisieran tomar el
té en la Trump Tower; a los mariscales de la derrota todos los colectivos los
dejan bien. Al ex gobernador le gusta Trump porque es una celebridad y porque
encarna un populismo derechoso muy parecido al que corre por sus venas. Si es
que algo corre por ahí. Y a Cristina le encanta el lenguaraz de cabello
anaranjado por varias razones: es potentado como ella, detesta a la prensa
libre, desprecia la democracia republicana y congenia con el putinismo, ese
arrollador movimiento formado por demagogos y autoritarios, donde se anotan
Maduro, Erdogan y Marine Le Pen. Buenos muchachos y buenas muchachas que harán
de este planeta un lugar encantador.
Tampoco querrían faltar a esa cita imaginaria en la Trump
Tower los economistas más ortodoxos, puesto que cifran esperanzas en este
xenófobo de manual que quiere bajar los impuestos. No le recriminarán, por
supuesto, el proteccionismo cerril, ni el tremendo déficit fiscal que planea ni
el feroz endeudamiento que contraerá para su megaplan de obras públicas. Los
pecados mortales de los países emergentes son celebrados como ocurrencias
virtuosas cuando los comete la Casa Blanca. A propósito, los economistas no se
sienten interpelados en esta hora aciaga: esquivan el centro del escenario,
donde caen tomatazos, y se pliegan al discurso antipolítico. Que se vayan
todos, menos nosotros que seguiremos haciendo cálculos infalibles desde la
trastienda. El malestar que recorre el hemisferio norte, sin embargo, es
esencialmente económico. Los programas aplicados por los técnicos en Estados
Unidos y en la Unión Europea fracasaron, en tanto y en cuanto incrementaron la
desigualdad y la concentración, dinamitaron motores productivos, lesionaron el
Estado de bienestar y no tienen ahora una hoja de ruta frente la robotización,
que multiplicará en breve el desempleo. Detrás del surgimiento de cualquier
populismo abominable, hay siempre una economía negligente que ha licuado el
prestigio político.
El progresismo también tiene su cuota de culpa. Durante dos
décadas vendió que la globalización era un truco del imperialismo para que los
países poderosos perjudicaran comercialmente a los subdesarrollados. Los
últimos acontecimientos del mundo demuestran que era por lo menos una avenida
de doble mano, y que la globalización perjudicó fuertemente a las naciones
desarrolladas. Muchos pensadores con pereza intelectual veían estos tratos como
concesiones cipayas, y hoy ruegan que gringos y europeos no cierren compuertas
y nos dejen a la intemperie. Otro mito progre, fogoneado en las universidades,
consistía en la idea de que los "megaimperios mediáticos" ponían y sacaban
presidentes. El triunfo de Trump, a contramano de los diarios, dejó una vez más
al desnudo que eso no es más que una confortable falacia. La campaña electoral
cuestiona también la noción de "lo políticamente correcto", ese
amoroso entramado de valores que comenzó siendo un necesario escudo para
defender a las víctimas y a las minorías, y que terminó desamparando
paradójicamente a las mayorías y conformando una cristalización del
pensamiento: la gente tiene hoy miedo a pronunciar en voz alta sus sentimientos,
y donde hay prohibición y castigo se incuba siempre una rebelión. Para bien y
también para mal, pensar hoy fuera de esa lengua consensuada y positiva puede
ser peligroso para la humanidad, pero liberador para muchos ciudadanos de a
pie. El pensamiento no puede quedar encapsulado, ni siquiera en sus reglas más
justas: la defensa de esos valores es fundamental, pero el extremismo
bienpensante al fin de cuentas no deja de ser un extremismo.
De hecho todos estos acontecimientos deben ser nuevamente reflexionados;
se impone un cambio de ciclo en Occidente y hay que examinarlo sin ese exitismo
berreta que tanto gusta a ciertos periodistas globales y también a muchos
sociólogos y filósofos, que corren presurosos a instalar la idea de que la
democracia representativa es la gran culpable de todo. Esto equivale a combatir
la mala praxis médica eliminando la medicina. El concepto no sólo es facilista
y ridículo, también es inquietante, puesto que resulta funcional al boom
nacionalista, protagonizado por caudillos providenciales que vienen una vez más
a devolver "la grandeza perdida", a coartar libertades, a dividir a
los pueblos, a practicar nepotismos, a defender supremacías nacionales y
raciales, y a jugar con el botón rojo. La alternativa a la proclamada "democracia
decadente" es el regreso a protofascismos de izquierdas y derechas,
lugares muy poco democráticos donde cunde la farsa.
El ascenso de Trump mostró, a su vez, que hoy cualquier
improvisado puede hacer un reality político y emotivo, pronunciar todo tipo de
estupideces e ignominias, y desbancar en las urnas a cualquier aparato
racional. Lo curioso es que muchos votantes de Trump no creyeron que sus
hipérboles fueran ciertas; por influjo de la Web, la palabra no pesa lo que
pesaba y hoy todo es relativo y puede ser modificado en tiempo real. Ojalá que
tengan razón esos votantes, y a 27 años de la caída del Muro de Berlín su
candidato no levante un muro contra México ni margine a los emigrantes ni a las
mujeres ni a los gays ni a los afroamericanos. Por lo pronto, le han otorgado
el poder institucional para hacerlo. Otra cuestión es cómo decantará esta
cultura horripilante entre los dirigentes argentinos, que a pesar de las
diatribas nunca fueron indiferentes a los malos ejemplos del Tío Sam. Sólo a los
malos; en eso han resultado infalibles.
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