Por Carlos Ares |
Macri habrá muerto, también Cristina, y con ellos todos los
que ahora te hierven la sangre, incluido Lanata, Víctor Hugo Morales y, si te
cabe, quien esto escribe. Sin contar, claro, amigos, parientes, vecinos. Pero
no pensemos en ésos, los cercanos, no tiene sentido concederle a la muerte un
anticipo del dolor. El juego de proyectar el tiempo conlleva los nombres de la
época, aquellos que hoy te provocan, te descontrolan, te “sacan” y revelan un
instinto feroz, animal, que desconocías o, peor, te “ponen”, te encierran,
fanático, ciego, negando hasta lo evidente.
Imagino a jóvenes curiosos, Mateo o Thiago Messi, o viejitos
bien conservados como Kicillof o Martín Lousteau, colocándose sus anteojos de
realidad virtual para ver cómo era la vida que les tocó a sus padres o cómo
recrea el cine la que los tuvo de protagonistas. Unos, los pibes, entenderán
entonces por qué al viejo se le apagaba la risa cuando volvía de jugar para la
selección de su país. Un desafecto especial convertirá los balones de oro de la
imagen en bolas de plomo. Los otros, los ex ministros, tal vez coincidan luego
en alguna plaza donde disputan un ajedrez en el que las piezas se mueven a
golpe de vista o de bastón. Será una tarde, entre toses y reproches mutuos,
pero nada de hacerse cargo de decisiones y errores propios o de los gobiernos
que integraron. Si algo tiene la vida, que los viejos al fin aprenden, es que
no tiene retorno. Todo lo que ha sido hecho y dicho, dicho y hecho está.
Pero si bien se mira esa serie que podría filmarse dentro de
no más de treinta o cuarenta años, como hace no más de treinta –en 1983– se
compaginó el documental La república perdida, sobre el período 1930-1976, que
pueden buscar y ver en YouTube, cuando acabe al fin el último episodio de la primera
temporada con la muerte de Macri, o de Cristina, o de ambos, ponele, lo que
habrá que constatar en la vida cotidiana es si algo cambió desde entonces,
estamos hablando de los primeros años del siglo, cuando ya pasamos la mitad y
andamos por 2050 o 2060. Y ahí, al encenderse las luces y sacarnos las
anteojeras, veremos.
¿Veremos qué? Si
acaso el director y los guionistas deciden situar el comienzo de Nos habíamos
odiado tanto cuando termina aquella República perdida, luego del recuento de
los sucesivos golpes de Estado, de la guerra civil encubierta entre peronistas
y antiperonistas, de los Montoneros, la Triple A y la dictadura, quizá se pueda
desentrañar que fue de nosotros, de aquella ilusión democrática en la que todo
parecía posible: la convivencia política, la alternancia en el poder, la
renovación pacífica de los Parlamentos y de las jefaturas en las organizaciones
sindicales, la mejora lenta pero progresiva de las condiciones de vida para
todos.
¿Sabremos qué? Si algo puede saberse ahora, es que la banda
de sonido será atronadora y habrá que ver los capítulos con el volumen reducido
al mínimo. Actos, multitudes, gritos, Tinelli, discursos coléricos, audios
escandalosos, peleas, acusaciones, Intratables, cadenas nacionales, marchas,
himnos, crímenes atroces, reclamos repetidos, “justicia, justicia, justicia”.
Con los protagonistas muertos ya, o internados, o retirados, o convalecientes,
o desmemoriados, entonces quizá se sepa también que el fracaso y el
embrutecimiento de la vida no fue magia, no, que tampoco fueron sólo Alfonsín,
Menem, Duhalde, De la Rúa, Néstor, Cristina, Macri, ni los que los acompañaron
antes, ni los que vinieron después.
Que algo tuvimos todos que ver. Y no vimos.
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