El Presidente dejó
de simular que no pasa nada.
Los cambios y el quite de colaboración de los
opositores.
Por Roberto García |
“Si querés caer, caete”. Libre versión de una frase popular que impuso
la filósofa Casán con relación al llanto, la indolencia, la falta de voluntad y
la resignación. Al menos, en apariencia, Mauricio Macri tardó
más de diez meses para apartarse de esa condena oral, doméstica y popular,
harto –una palabra que repitió en sus últimos comentarios– de intrigas e
internas, de promesas incumplidas, de números desfavorables y de fingir que la
casa está en orden. También, de pagar por lo que no recibe. Igual que los
contribuyentes argentinos.
Claro, al revés de ellos, no puede alegar falta de responsabilidad en
ese declive de esperanzas frustradas o dormidas. Nadie tampoco sabe si el
cónclave de Chapadmalal de esta semana –otra elección no
precisamente feliz en términos históricos que buena parte de su gobierno
ignora– será una vuelta de campana para la administración, por cambio de
políticas, tendencias o protagonistas. Difícil, como indica el manual (sea
el de Menem o el de Néstor), reafirmará el proyecto, el esfuerzo y le advertirá
a su gente –sin anunciarlo– que tienen una segunda oportunidad. Dice saber lo
que ocurre, recibe ajenos y reconoce que en algunos capítulos su gobierno no
expresa lo que él piensa (gasto público), como si nada tuviera que ver.
Cuesta entender, sin embargo, el sentido del retiro político en la costa: si el
Presidente se reúne con sus ministros habitualmente, si trabaja con ellos todos
los días, si los instruye y discute, ¿para qué los reúne a todos juntos? A
menos que tenga algo para festejar. No es el caso.
Ordena a su gabinete que no se pelee más, que evite trascendidos insidiosos y,
sobre todo, hablar inopinadamente. “Si seguimos así, el año que viene los
opositores nos van a romper el alma”, barboteó (dos aclaraciones: ubicó el
alma en un lugar impensado del cuerpo y los opositores, entiende, son los peronistas
que han decidido suspender la colaboración en el Congreso y que han acompañado
hasta aprobar el Prespuesto). La consigna presidencial en el aire es para
colaboradores y socios, incluyendo a una Carrió a la que le otorga todo lo que
le pide –aproximadamente– y que igual no lo preserva (hasta lo involucra en
causas impensadas, como la del camarista Freiler: por salpicar a Angelici, lo
complica al Presidente).
Tampoco será gratis la presencia radical: falta sintonía, tres de sus ministerios están bajo la línea de flotación (la Cancillería de Malcorra especialmente, Comunicaciones, en menor medida Defensa) y el interlocutor preferido, Ernesto Sanz, desapareció de los lugares que solía frecuentar. Tendrá sus razones personales. Como ocurrió en su Boca querido de otros tiempos, fuente de las referencias para Macri, parece que el Gobierno fuera un cabaret. Su culpa, quizás, y la del trío estelar que lo secunda –Peña, Quintana, Lopetegui–, quienes singularmente serán los responsables de alinear al equipo, dar advertencias, castigar, como si ellos tampoco hubieran participado cuando en algunos temas son responsables de la parálisis general.
Relevos. Puede copiar Macri, para justificar que es un gobierno de CEOs, la
costumbre de grandes empresas en este tipo de eventos para impartir líneas
generales, jurarse fidelidad y mejorar los vínculos entre sus miembros. Tampoco
es el caso: hay situaciones inmodificables entre los integrantes de la
administración. Ya empezó Macri con alteraciones de maquillaje, sea en Salud o
en el nivel exótico de tasas que instrumentaba el Banco Central. En el
ministerio de Lemus, un diletante musical y de la pintura que a su vez negocia
con destreza con los gremios, hubo un terremoto de cambios: habrá que ver si en
marzo la deflagración lo alcanza, cuando muchos temen por la molestia expansiva
del virus del zika. Extraña inquietud por la presunta imprevisión de una
cartera en la que los laboratorios impidieron la llegada de dos ministros
(Torres y Cano, ver Macri confidencial de Ignacio Zuleta), colocaron a un
tercero (curiosamente, al único que echó Macri cuando era jefe de Gobierno
porteño) mientras algunos empresarios del rubro pasean a esposas de otros
ministros en yate o aviones por Europa.
Más importante como epidemia indominable y dañina, obvio, es el área económica:
hubo furiosos encontronazos entre Prat-Gay, y el titular del Banco Central,
Sturzenegger, delante del propio mandatario. Y con su participación en la
gresca oral, reclamando una reactivación que impediría el BCRA con las altas
tasas y con la que había amenazado impávidamente Hacienda con el fatídico
“segundo semestre” o los “brotes verdes”.
A esa porfía habrá que añadirle otro grupo que tercia, lo ubican a Carlos
Melconian como cabeza, disgustado con los números que no cierran, generando
fronda y hasta inventando apodos perennes para sus rivales (mejor evitar la
mención por bullying ministerial). De hecho, retrocedió Sturzenegger, se
aceptará la convención radical de que un poco de inflación no viene mal y se
supone que, en su reemplazo, habrá calma de expectativas debido a que los
combustibles no aumentarán durante el 2017. A costa, claro, de presupuestos
provinciales (Mendoza, Neuquén), bataholas gremiales y la sustentabilidad de
YPF, que perderá 2.000 millones de dólares como si fuera una bicoca.
Patética conducción de expertos (cuando quebró YPF, por los 70, lo hizo
con menos de la mitad de ese agujero), con lo cual el desastre Galuccio empieza
a ser menos impresionante que el actual, del mismo modo que Kicillof –según los
técnicos estadísticos–, gastaba mucho menos que los profesionales que lo
sucedieron. Un descubrimiento atroz para quienes pensaron que algo cambiaba.
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