Por Jorge Fernández Díaz |
En la Argentina el que paga la fiesta organiza su funeral.
Esta maldición luctuosa cruza fatalmente los ciclos de la historia moderna,
desde las pesadas hipotecas contraídas por la dictadura militar que Raúl
Alfonsín quiso afrontar emitiendo billetes hasta el hiperendeudamiento
menemista que terminó hundiendo a la Alianza en la depresión económica. Sin
olvidar, por supuesto, la inmolación de Remes Lenicov, Santo Patrono de la
Pesificación a quien Roberto Lavagna debería rezarle cada noche porque le hizo
el trabajo sucio y le dejó las manos libres.
El juego siempre es el mismo: un
gobierno enamora con la plata dulce, financia artificialmente esa borrachera y
después aparece el perejil que se hace cargo de la resaca, llama a la economía
de guerra, cae en desgracia y se toma el helicóptero. Esta constante entre
fiesteros y reparadores le hizo decir a Guillermo Moreno que Cambiemos era
"un paréntesis entre dos décadas ganadas". ¿Se entiende? Cuando los
stocks se agotan y la guita se termina, el sistema precisa un recreo para que
el infeliz de ocasión levante el muerto, corrija las distorsiones, dé las malas
noticias, reciba los palos y urda con todo ello sus propias exequias.
El asunto se complica un poco cuando el reparador, para
decepción de populistas y de ortodoxos, se niega por primera vez a ejercer su
trágico papel y a poner la cabeza en la guillotina. Arriesgado experimento que
nadie sabe muy bien cómo saldrá, que deja descontentos a unos y a otros, y que
parece basado en tres cuestiones cruciales: no existe bibliografía que
recomiende provocar una crisis en medio de una recesión, no hay margen social
ni político para una megadevaluación ni para serruchar de manera salvaje los
gastos inflexibles del Estado y es esencial para un gobierno no peronista ganar
las elecciones de medio término. Si no quiere, por supuesto, que se lo coman
los albatros de la desestabilización y sobrevengan, en consecuencia, treinta
años de partido único. Cambiemos vivirá en estado de probation, en libertad condicional hasta que no logre superar esa
meta. Y agreguemos una agria verdad revelada estos días por Javier González
Fraga, que viene directamente de Europa: "Nadie quiere invertir en la
Argentina, porque no saben si en dos años vuelve el populismo".
A todas estas razones obedece que, a pesar del ordenamiento
económico y de sus sufrientes secuelas, el ajuste fiscal puro y duro brillara
por su ausencia. Para eludir esa asignatura pendiente tomaron deuda a tasas
bajas, compraron tiempo y se proponen ganar los comicios a como dé lugar. No
está claro que esta estrategia vaya a resultarles exitosa. Sí es casi seguro
que la opción contraria consistía nuevamente en pagar la juerga y la kermés, y
en preparar un vistoso entierro a tambor batiente. Al Gobierno, los
kirchneristas lo acusan de ser a un mismo tiempo ajustador serial y endeudador
obsesivo, una incongruencia de mala fe: si ajustara en serio no haría falta
endeudarse. En tanto, los ortodoxos le reclaman de buena fe una estrategia
extremadamente dolorosa que funciona en otros países. Donde no existe, claro
está, el peronismo. Con su pertinaz ánimo festivo y luego destituyente.
Es sabido, no obstante, que cuando una administración no
hace el ajuste corre el riesgo de que el mercado termine haciéndolo, y de una
manera cruel y desordenada, y también que el camino de la deuda es riesgoso,
aunque el ratio de la Argentina sigue más bajo que el de cualquier otro país
limítrofe. Una vez más: nadie tiene un vademécum para salir del neopopulismo,
que acostumbró a la fantasía de la gratuidad y el subsidio, que gobernó con
políticas insustentables y que sigue hoy teniendo poder institucional: es un
referente obligado de cualquier negociación, sobre todo para una fuerza que
ganó por tres puntos y carece de mayorías parlamentarias.
En Balcarce 50 y sus alrededores, los técnicos estudian el
derrotero de las más recientes recesiones vernáculas, y se detienen muy
especialmente en la que nos sacudió con fuerza en 2008. Los números fríos
muestran que aquélla fue más dañina que la actual. ¿Por qué no la recordamos
tan dramáticamente? Tal vez porque nuestra memoria es corta y porque el Indec
de Moreno prestó un notable servicio de invisibilización mediática; también
porque el miedo a represalias desalentaba a publicar algunos relevamientos
privados. Hoy, el propio Indec informa cada semana veraces guarismos de terror
y nadie se priva de dar a conocer cifras interanuales, aun sabiendo que esa
metodología distorsiona un poco la realidad. Pero la Casa Rosada debería tomar
nota de que, a pesar de todas aquellas triquiñuelas de enmascaramiento y
hostilidad morenista, Néstor Kirchner recibió al año siguiente un duro castigo
en las urnas.
La preocupación más grande que Macri y sus ministros se
llevarán a su retiro espiritual de Chapadmalal es el consumo. Un cierto pensamiento
mágico, del que todo el espectro político y empresarial fue copartícipe
necesario, hacía ver que era posible rebotar rápidamente después de cuatro años
de estancamiento, un levantamiento del cepo que implicó la devaluación del
peso, una solución para los holdouts y el oneroso pago de viejas deudas
externas y de varias deudas internas que el cristinismo convenientemente
difirió: el Estado desembolsó este año por todo ese concepto unos 47.000
millones de dólares. Y sumemos a este tren pesado el vagón decisivo: el parcial
aunque traumático sinceramiento de las tarifas. Ninguna de todas estas medidas
parecían inevitables; todas juntas explican bastante que no se haya producido
un estallido. Ni una recuperación. El punto inquietante es que a pesar de la mishiadura
el Gobierno puso en el bolsillo de muchos consumidores plata para que la
vuelquen en el mercado. Pero los consumidores no la vuelcan. Qué cosa. Lord
Keynes utilizaba un concepto para explicar esa conducta: "Tienen motivos
de precaución". ¿Y cómo no tenerlos en una nación donde cierran negocios,
llegan todo el tiempo noticias de desempleo y persiste la incertidumbre de cómo
vendrán las facturas el año próximo? En esta clase de coyunturas, el ciudadano
que puede armar su pequeño fondo anticíclico, su canuto personal y adopta el
techito de la austeridad hasta que la tormenta amaine. La explicitación de la
herencia recibida produjo contracción, y el discurso presidencial fue virtuoso
pero congelante: "No hay que gastar más de lo que se tiene". Le hicieron
caso, y va a ser difícil sacarlos de la cueva con estímulos navideños: el fisco
está al límite. Ese consumo empuja la rueda, y hasta que no se ponga en
movimiento, funcionarios, empresarios y afines seguirán sumidos en el insomnio.
El único alivio que el argentino de a pie es capaz de
constatar se encuentra en los precios; la inflación comenzó a descender. Este
factor ya aparece en encuestas privadas: la aprobación presidencial bajó tres
puntos, pero la imagen positiva del Gobierno subió dos, y mejoró por segundo
mes consecutivo la aprobación de la gestión económica. Centralmente, el apoyo
de la sociedad es mayoritario y sigue estable, aunque la percepción de la
deprimente actualidad resulta volátil y la expectativa (la estoy pasando mal,
pero el año próximo voy a estar mejor) se va reduciendo poco a poco. El efecto
Trump y las dificultades de la hora no parecen ajenos a este último
sentimiento. Mientras tanto, el aguafiestas marcha a contramano por el
desfiladero de la historia burlando la tumba predestinada. ¿Lo logrará?
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