Por Tomás Abraham (*) |
La Revolución cubana es el resultado de la Guerra Fría.
Apenas nació fue atacada por el imperialismo norteamericano, boicoteada por la
voracidad de sus corporaciones, el macartismo de sus dirigentes, y por el odio
de los exilados.
Luego fue condicionada por el modelo stalinista con su burocracia,
su censura, su aparato militar y policial, y su sistema de espionaje interno.
Un dispositivo totalitario con sus juicios a disidentes, su gigantesco aparato
de propaganda, la eliminación física de adversarios, y el control sobre
la vida diaria de cada uno de sus ciudadanos.
A su favor, como lo diseñó el mismo sistema soviético, desarrolló los
deportes, universalizó la educación básica, intentó proveer de salud a la
población.
En medio de esta pinza Fidel condujo a su pueblo como Moisés al suyo.
La semejanza de ambos jefes es llamativa, como si Miguel Ángel con su escultura
los hubiera retratado para la eternidad.
Mirada aterradora, un pater seraficus inclemente, un superyo planetario,
que en nombre de principios definitivos hace pagar un costo infinito. Pero
cuando se trata de la liberación el precio es inconmensurable.
Moisés forzó a su pueblo a deambular por el Desierto cuarenta años
antes de dejarlo en las puertas de la tierra prometida. Una población que sólo
conocía la esclavitud estaba en condiciones de aceptar con esporádica
resistencia, durante décadas, la domesticación monoteísta antes de gozar de la
leche y la miel.
Por eso hay intérpretes del Antiguo Testamento que dicen que lo mataron,
y que luego sobrellevaron la culpa de haberlo hecho. No era soportable ser un
pueblo elegido.
El cubano fue otro pueblo elegido en nuestro continente. Y muchos
no soportaron este destino supuestamente salvífico que ya perdía la cuenta de
sus víctimas.
La disidencia cubana, finalmente, se apropió de los laureles que en un
inicio coronaban las cabezas de los jóvenes barbudos de Sierra Maestra. Quienes
hoy luchan por la libertad llevan el nombre de Yoani Sánchez como antes
Heberto Padilla. Ellos son testigos de la Cuba de hoy.
Ella dice en su blog “Generación Y”, en el primer amanecer en La Habana
después de la muerte de Fidel: “Su legado: un país en ruina, una nación donde
los jóvenes no quieren vivir”.
De todos modos, más allá de las críticas, Cuba ha sido para los de mi
generación una llama, un fuego que denuncia el hambre y la explotación de
América Latina. Comparar su evolución con lo que sucedió en otros países del
Caribe, y sociedades vecinas del mismo continente, no da para juicios supremos
y actitudes soberbias.
El triunfo de Trump, su victoria en Florida, no augura buenos
tiempos para la democracia cubana. El pueblo cubano inicia una nueva lucha;
antecedentes de un temple aguerrido, idealista y entusiasta, le sobran.
(*) Filósofo.
www.tomasabraham.com.ar
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