Por Jorge Fernández Díaz |
Hasta hace seis meses los analistas se dividían en dos
grupos: los que aseveraban que a esta altura estallaba el país y los que
aseguraban que estallaba el consumo. Lo único verdaderamente confirmado, por
ahora, es que estallará el verano. Aunque octubre vino fresco, tirando a frío.
En la intimidad del Gobierno existe una leve decepción: apostaban a que por
estas fechas la economía ya había arrancado y marchaba a todo vapor, y ahora se
consuelan con que la expectativa social sigue muy alta, principalmente abonada
por el unánime augurio de crecimiento que proyectan las consultoras y por la
verificación ciudadana del descenso inflacionario.
Pero todos se hacen las
mismas preguntas: ¿cuánto tardará en sentirse la reactivación y cuánto tardará
la gente en cansarse de ser optimista?
Los "cerebros" del oficialismo no imaginaban que
en el último trimestre se registrara un boom; tampoco que la inflación se
desplomara de manera tan brusca. Con las planillas del Excel siguen mes a mes
la conducta de la economía, y descubren que resulta un calco del derrotero
posdevaluatorio del inefable señor Kicillof. La mayoría de los indicadores de
agosto eran buenos, y eso hizo pensar a todo el mundo que por fin nos íbamos
para arriba. Pero entonces llegó septiembre negro, sin razones del todo claras,
y la dinámica se rompió. Objetivamente, el clima natural erosionó la cosecha y
el clima político mancó a Brasil: las exportaciones argentinas están
deprimidas, y el turismo de ida y vuelta no nos beneficia; ellos no vienen a
gastar porque somos carísimos, y nosotros vamos a fumarles nuestros ahorros
porque nos resulta barato. Más allá de estas variables, conceptualmente el
consumo es rápido y la inversión es lenta, y Macri se inclinó por esta última
estrategia y por un cambio competitivo sin licuación dramática del salario
real, algo exótico y muy sacrificado. Aquel exitoso dólar Lavagna, que sacó a
la Argentina del pozo, equivaldría hoy a 26 pesos. Ciertos industriales sueñan
en secreto con esa megadevaluación, algo inviable desde todo punto de vista. Su
letanía cíclica y constante recuerda que muchos de ellos conforman el gran
clientelismo empresarial, consistente en recibir continuamente subsidios y
ventajas para usufructuar en la coyuntura, pero nunca para desarrollarse de
manera definitiva y virtuosa. Bien es cierto, sin embargo, que el atraso
cambiario y los altos costos tributarios y laborales traban el despegue. Y que
las pymes, con baja capacidad de reacción, acusaron la caída de la demanda, la
suba de las tarifas y el encarecimiento del crédito. Las cosas como son.
El comportamiento empresario, en este nuevo ciclo, está
lleno de matices y contradicciones. Por un lado, figura en la página del
Ministerio de Economía que el sector privado anunció este año inversiones por
53.000 millones de dólares, pero se trata en muchos casos de intenciones a dos
años o de fecha difusa. Es, no obstante, una cifra considerable, sobre todo si
se la compara con la era kirchnerista. Profesionales independientes, que en
base a la Cepal han estudiado la performance completa de Néstor y Cristina,
encontraron un electroencefalograma más bien plano. A pesar del relato, la
Argentina figuró en el catastrófico puesto 17 entre los veinte países
latinoamericanos que atrajeron inversiones durante su década de gloria: le
ganamos solamente a Guatemala, Paraguay y El Salvador, y estuvimos muy por
debajo de todos los demás. Esta desmitificación se agrava por la dilapidación
de los multimillonarios recursos del viento de cola, pero también porque el
Estado suplió a la generación de empleo genuino y dejó una hipoteca difícil de
remontar. Eso sí: le dieron irresponsablemente gas al consumo en el segundo y
tercer trimestre del año pasado para ganar las elecciones a como diera lugar, y
entonces cualquier comparación interanual con el presente resulta paupérrima, y
además ese fenómeno artificial dejó en el mercado una cierta saciedad: ya
compramos todo lo que pudimos con el festival de cuotas, nos estamos tomando un
respiro. Muchos empresarios, en paralelo, llevaban cuatro años de marcha a
media máquina, y por lo tanto tenían capacidad excedente: todavía no necesitan
invertir ni tomar empleados para producir más. Para colmo, sus asesores
financieros son más bien conservadores (a veces magnifican los hechos y se
rasgan las vestiduras por cualquier número) y les recomiendan esperar a ver. En
algo no se equivocan: es difícil establecer hoy cuáles serán exactamente los
costos laborales del año próximo; también las tasas de interés y la
rentabilidad posible. Ese consejo resulta confortable, porque hace juego con la
clásica cobardía del capital. No existe de hecho un liderazgo empresarial que
sacuda la estantería, asuma el momento con espíritu patriótico y guíe a la
manada. Muchos de los hombres de negocios aumentaron excesivamente los precios
al principio para cubrirse de la devaluación y de la eliminación de
retenciones, factores que son siempre contractivos, y esa maniobra retrajo aún
más el consumo. Hoy, los muchachos se sientan a ver cómo este gobierno no
peronista hace equilibrio sobre el alambre, y se amparan en que antes de poner
la tarasca (al decir de Cristina) primero deben comprobar si dentro de diez
meses Cambiemos trastabilla en las urnas o sobrevive y lleva a cabo las
reformas de fondo.
La crítica más razonable que se le realiza a la Casa Rosada
es la tozudez con que siempre rechazó unificar el poder en un solo ministro de
Economía capaz de presentarle a la sociedad un plan integral y balizar el
camino. Quizás era difícil establecer esa táctica en medio de un reordenamiento
macroeconómico colosal y sin mayorías parlamentarias. Pero un año después no
resultaría desatinado revisar la convicción. El Gobierno es un hospital lleno
de buenos especialistas, que aplican remedios racionales y específicos, pero ya
el paciente necesita un buen médico general que ecualice toda la clínica,
neutralice las contraindicaciones y se convierta en el referente indiscutido.
El Presidente se negó durante once meses a ceder ese cetro, pero la verdad es
que el administrador del hospital no puede a la vez conducir la terapia. Néstor
Kirchner lo intentó, y los resultados no fueron buenos.
La verdadera vocación del ingeniero puede examinarse en la
Ciudad: su gran truco consistió en endeudarse para hacer obras de
infraestructura. Pero la historia argentina enseña que el consumo es lo único
que garantizó la gobernabilidad. Sus críticos de la política hacen facilismo
económico y esconden el dilema central: el país quedó tan destartalado que para
no tomar deuda, habría que realizar un ajuste y una devaluación realmente
salvajes, que los opositores tampoco apoyarían. Macri está comprando tiempo y
anestesia. Si Trump ganara las elecciones del martes, la incertidumbre de los
mercados le birlarían a Cambiemos la posibilidad de ese pulmotor, a pesar de la
liquidez reinante. Pero por lo pronto, y a pesar de las penurias y peligros, la
amenaza de los estallidos de fin de año parecen haberse atenuado un poco: el
Gobierno está peor de lo que profetizaban sus exégetas, pero mucho mejor de lo
que creían sus enemigos. Logró eludir un paro general, consiguió sacar setenta
leyes y consensuar un Presupuesto, pudo articular políticas con los
gobernadores y las organizaciones sociales, y de hecho sus rivales en el
escenario electoral permanecen fragmentados y con chances bajas. Ahora veremos
cómo estalla el verano. Si viene cálido o caliente.
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