Por Manuel Vicent |
La peste bubónica
fue una pandemia que asoló Europa en el siglo XIV. La trajeron desde Oriente
las pulgas de las ratas en los barcos que venían de la ruta de la seda. El
contagio de la bacteria, la yersinia pestis, se
producía por picaduras de estas pulgas, que solían albergarse en las costuras
de los paños sin distinguir armiños de príncipes, estameñas de villanos,
sagradas vestiduras de clérigos o harapos de mendigos.
La pandemia acabó
con la mitad de la población europea. El látigo de los flagelantes bajo el
canto de la sibila fue la propuesta de la Iglesia para aplacar la ira divina,
que se manifestaba en los ganglios de las ingles, del cuello y las axilas
inflamados en forma de bubones y que después de un periodo de fiebre y delirios
finalizaban con un vómito negro.
Algunos
historiadores opinan que la peste bubónica acabó con el feudalismo e impulsó el
Renacimiento, debido a que la extensa mortandad permitió a los supervivientes
disponer de carne en abundancia.
Sea como sea,
parece que aquella bacteria, bajo distintas formas, no ha cesado de mutar desde
entonces a través de nuevas ratas, de nuevas pulgas, no necesariamente censadas
en medicina, sino en la cultura, en la política y en la moral.
La bacteria de la
peste llegó en medio de la ignorancia y del fanatismo, caldos de cultivo que
todavía perviven.
La ropa de los
apestados la echaban al fuego y poco después la sustituyeron en la hoguera los
herejes y científicos; aquellos vómitos negros no fueron distintos de los
ladridos de Hitler y de otros políticos desde las tribunas, pero hoy las pulgas
de la peste negra se han refugiado en las costuras de la Red, cuyos enlaces
expanden una imbecilidad planetaria con fiebre y delirios en la mayoría de los
usuarios, que no cesan de llenar de vómitos todo el espacio.
Nuevas ratas siguen
llegando por la nueva ruta de la seda.
© El País (España)
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