Por James Neilson |
Como todas las demás, la economía argentina es obra de
generaciones. A los políticos les gusta imaginarse capaces de cambiarla de un
día para otro, de ahí la pasión por “modelos” supuestamente distintos, pero
lograrlo no es tan fácil como muchos quisieran creer. Mal que les pese a los
resueltos a reestructurar la economía para adaptarla a los tiempos que corren,
decisiones que fueron tomadas en el pasado ya remoto seguirán importando más
que las medidas ensayadas por el gobierno de turno.
Y, lo que le es peor aún,
todo statu quo, por aberrante que sea, contará con defensores acérrimos.
Puede entenderse, pues, la frustración que sienten Mauricio
Macri y sus ministros. Creen estar haciendo buena letra, acatando todas las
reglas. Sus esfuerzos les han granjeado el aplauso de los poderosos del mundo
que presuntamente saben lo que hay que hacer para que un país tan promisorio
como la Argentina levante cabeza, pero así y todo, la economía se niega a
“arrancar”, para usar la palabra que se ha puesto de moda. Cae el consumo por
razones que son ajenas a la prédica papal en contra del consumismo, las
fábricas trabajan con tristeza y si no fuera por el boom del empleo estatal y
el aporte de la economía negra, la tasa de desocupación sería muy superior a la
registrada por el INDEC.
Por deformación profesional, todos los políticos son
cortoplacistas. Para los opositores, hablar de cosas como la “herencia pesada”
que recibió el Gobierno es sólo un truco usado para minimizar la
responsabilidad propia por lo que está sucediendo. Exigen resultados inmediatos
y están más que dispuestos a atribuir los problemas actuales a lo hecho algunas
semanas atrás aun cuando muchos tienen su origen en la gestión de un gobierno
ya olvidado. Es lógico: los políticos, tanto los oficialistas como los
opositores, siempre tienen que prepararse para la próxima contienda electoral y
saben que les conviene hacer gala de su generosidad solidaria.
Felizmente para Macri, parecería que el grueso de la
ciudadanía es consciente de que al país le costará mucho salir del pantano en
que se ve atrapado desde hace muchos años –es como si se hubiera perpetuado la
Gran Depresión de la primera mitad del siglo pasado–, razón por la cual no le
conmueven las protestas de los partidarios del orden corporativista tradicional
que quieren conservarlo. ¿Es sólo porque los macristas optaron por ampliar los
programas sociales existentes, repartiendo subsidios prenavideños a diestra y
siniestra y reduciendo algunos impuestos sin preocuparse por los feos detalles
fiscales?
Parecería que sí, pero aunque privilegiar la contención
social sea moralmente correcto y, desde luego, políticamente beneficioso, a
menos que el país aumente mucho su productividad y consiga seducir a los
esquivos inversores extranjeros, la voluntad oficial de mantener bien alto el
gasto público no podrá sino provocar lo que sería la enésima gran crisis
financiera. Hasta ahora, todos los intentos de escapar del populismo facilista
que está en el ADN nacional han terminado en lágrimas. No hay demasiados
motivos para creer que el gobierno macrista haya descubierto una piedra
filosofal económica que le permitiría continuar entregando dinero a sectores en
apuros por mucho tiempo más.
Es lo que habrá tenido en mente Roberto Lavagna, cuando,
para indignación de los macristas, vislumbró “un colapso” en el horizonte e
insinuó que, para evitarlo, serían necesarios una megadevaluación y un ajuste
equiparable con el que llevó a cabo Jorge Remes Lenikov en medio del caos que
siguió a la implosión de la convertibilidad. Si bien a los partidarios del
Gobierno les resultó sencillo descalificar a Lavagna, diciendo que es hombre
del peronista movedizo Sergio Massa y, para rematar, que no se animó a proponer
“soluciones” concretas, ello no quiere decir que su visión “catastrofista” del
futuro carezca de fundamento. Por desgracia, suelen tener razón quienes nos
aseguran que en este mundo “no hay tal cosa como un almuerzo gratis”. Tarde o
temprano, alguien tiene que pagar la cuenta.
La estrategia de Macri se basa en la idea, que por cierto
dista de ser nueva, de que a un gobierno sensato le sea dado encandilar a los
ricos del resto del mundo hablándoles de las perspectivas espléndidas que ve
frente a la Argentina con la esperanza de que respondan dándole plata fresca.
Con todo, aunque los recursos naturales del país sí son impresionantes, su
trayectoria política le juega en contra. Puede que Macri mismo se haya
convertido en una de las estrellas de un firmamento internacional insólitamente
oscuro, pero no ha conseguido borrar por completo la sospecha difundida de que
la Argentina es la madre patria del populismo y que por lo tanto sería mejor no
arriesgarse prestándole dinero. Puesto que, de resultas de las proezas
electorales de Donald Trump y sus congéneres europeos, en el mundo actual el
populismo es considerado una enfermedad que es casi tan nociva como eran el
comunismo o el fascismo de otros tiempos, el temor a que el país pronto sufra
una recaída hace que los inversores en potencia piensen dos veces antes de
comprometerse, lo que, dadas las circunstancias, es comprensible.
Para la llamada comunidad internacional, el triunfo de Macri
el año pasado fue muy grato pero un tanto anecdótico. Antes de convencerse de
que el cambio anunciado sea algo más que un capricho pasajero, Cambiemos o una
coalición parecida tendrían que consolidarse en el poder, marginando
definitivamente al peronismo que, tal vez injustamente, tiene la reputación de
ser el artífice principal de la prolongada decadencia nacional, de la paradoja
planteada por una sociedad que, bien administrada, estaría entre las más
prósperas del mundo pero que, para el desconcierto universal, se las ha
ingeniado para depauperarse, dejándose superar no sólo por parientes culturales
como Italia y España sino también por sus vecinos Chile y Uruguay.
Macri apostó a que, gracias al entusiasmo motivado en el
exterior por su llegada a la presidencia y la salida de los kirchneristas,
viniera un tsunami inversor que le ahorraría la necesidad de emprender un
ajuste. Mientras tanto, cuidaría el flanco político impulsando programas
asistenciales apropiados para el país mucho más rico que, esperaba, la
Argentina pronto sería. ¿Y si el tsunami previsto no aparece? En tal caso,
estaríamos en graves problemas ya que, como señaló Lavagna, el Gobierno –cualquier
gobierno–, tendría que elegir entre dejar que el mercado resuelva el asunto,
como hizo en 2002, y tomar medidas feroces que enseguida serían denunciadas
como “salvajes” y “neoliberales”, lo que, huelga decirlo, no ayudaría a
restaurar un mínimo de tranquilidad.
De todas formas, para que la Argentina se recupere de
décadas de facilismo consentido, este gobierno y sus sucesores tendrían que
aprobar una lista larga de asignaturas pendientes. Con la eventual excepción
del campo, ningún sector significante es competitivo. Como están recordándonos
los fabricantes locales de computadoras, pedirles hacer frente a los chinos es
inútil; para sobrevivir, requieren barreras tarifarias altísimas que
contribuyen al notorio “costo argentino”. Lo mismo puede decirse de muchas
otras ramas industriales, pero si el país permanece encerrado en la cárcel
económica de “vivir con lo nuestro” que a través de los años se ha construido,
se depauperará cada vez más. Por desgracia, merced a Donald Trump el
proteccionismo está ganando adherentes en el mundo, lo que a buen seguro
incidirá en los debates que están celebrando aquí los políticos y empresarios,
pero esquemas que podrían funcionar por un rato en un país opulento de más de
300 millones de habitantes serían ruinosos en uno subdesarrollado de poco más
de 40 millones.
Aunque Macri y los suyos ya están tratando de impulsar
algunas reformas encaminadas a abrir un poquito una economía casi tan cerrada
como la de Corea del Norte, prefieren demorar la reconversión que se han propuesto
hasta que por fin llegue la ayuda externa, o sea, las inversiones salvadoras.
En vista de la aversión de la clase política y afines a los ajustes, puede que
no tengan más alternativa que la de limitarse a corregir los errores más
flagrantes cometidos por los kirchneristas, pero acaso deberían tomar en serio
las advertencias formuladas en público por Lavagna y en privado por personajes
menos heterodoxos acerca de lo peligroso que sería depender demasiado del
endeudamiento.
También debería preocuparles lo que está ocurriendo, o está
por ocurrir, en Estados Unidos, Europa y China. El consenso provisional es que,
con el proteccionista Trump en la Casa Blanca y la probabilidad de que haga
subir las tasas de interés, muchos países emergentes sufrirán una sequía
financiera. De ser así, la Argentina podría estar entre las víctimas, aunque es
por lo menos factible que Trump decida dar una mano a su “amigo”, Macri. En
cuanto a Europa, sus problemas internos son tan graves que no estaría en
condiciones de ayudar a nadie, mientras que, en un mundo atravesado por
barreras comerciales, China luchará con uñas y dientes para defender sus
exportaciones, lo que sería una mala noticia para aquellas empresas
industriales que, acostumbradas como están a un mercado cautivo, no pueden ni
siquiera competir con sus nada eficaces equivalentes brasileñas.
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