domingo, 27 de noviembre de 2016

Macri frente al pasado

Por James Neilson
Como todas las demás, la economía argentina es obra de generaciones. A los políticos les gusta imaginarse capaces de cambiarla de un día para otro, de ahí la pasión por “modelos” supuestamente distintos, pero lograrlo no es tan fácil como muchos quisieran creer. Mal que les pese a los resueltos a reestructurar la economía para adaptarla a los tiempos que corren, decisiones que fueron tomadas en el pasado ya remoto seguirán importando más que las medidas ensayadas por el gobierno de turno. 

Y, lo que le es peor aún, todo statu quo, por aberrante que sea, contará con defensores acérrimos.

Puede entenderse, pues, la frustración que sienten Mauricio Macri y sus ministros. Creen estar haciendo buena letra, acatando todas las reglas. Sus esfuerzos les han granjeado el aplauso de los poderosos del mundo que presuntamente saben lo que hay que hacer para que un país tan promisorio como la Argentina levante cabeza, pero así y todo, la economía se niega a “arrancar”, para usar la palabra que se ha puesto de moda. Cae el consumo por razones que son ajenas a la prédica papal en contra del consumismo, las fábricas trabajan con tristeza y si no fuera por el boom del empleo estatal y el aporte de la economía negra, la tasa de desocupación sería muy superior a la registrada por el INDEC.

Por deformación profesional, todos los políticos son cortoplacistas. Para los opositores, hablar de cosas como la “herencia pesada” que recibió el Gobierno es sólo un truco usado para minimizar la responsabilidad propia por lo que está sucediendo. Exigen resultados inmediatos y están más que dispuestos a atribuir los problemas actuales a lo hecho algunas semanas atrás aun cuando muchos tienen su origen en la gestión de un gobierno ya olvidado. Es lógico: los políticos, tanto los oficialistas como los opositores, siempre tienen que prepararse para la próxima contienda electoral y saben que les conviene hacer gala de su generosidad solidaria.

Felizmente para Macri, parecería que el grueso de la ciudadanía es consciente de que al país le costará mucho salir del pantano en que se ve atrapado desde hace muchos años –es como si se hubiera perpetuado la Gran Depresión de la primera mitad del siglo pasado–, razón por la cual no le conmueven las protestas de los partidarios del orden corporativista tradicional que quieren conservarlo. ¿Es sólo porque los macristas optaron por ampliar los programas sociales existentes, repartiendo subsidios prenavideños a diestra y siniestra y reduciendo algunos impuestos sin preocuparse por los feos detalles fiscales?

Parecería que sí, pero aunque privilegiar la contención social sea moralmente correcto y, desde luego, políticamente beneficioso, a menos que el país aumente mucho su productividad y consiga seducir a los esquivos inversores extranjeros, la voluntad oficial de mantener bien alto el gasto público no podrá sino provocar lo que sería la enésima gran crisis financiera. Hasta ahora, todos los intentos de escapar del populismo facilista que está en el ADN nacional han terminado en lágrimas. No hay demasiados motivos para creer que el gobierno macrista haya descubierto una piedra filosofal económica que le permitiría continuar entregando dinero a sectores en apuros por mucho tiempo más.

Es lo que habrá tenido en mente Roberto Lavagna, cuando, para indignación de los macristas, vislumbró “un colapso” en el horizonte e insinuó que, para evitarlo, serían necesarios una megadevaluación y un ajuste equiparable con el que llevó a cabo Jorge Remes Lenikov en medio del caos que siguió a la implosión de la convertibilidad. Si bien a los partidarios del Gobierno les resultó sencillo descalificar a Lavagna, diciendo que es hombre del peronista movedizo Sergio Massa y, para rematar, que no se animó a proponer “soluciones” concretas, ello no quiere decir que su visión “catastrofista” del futuro carezca de fundamento. Por desgracia, suelen tener razón quienes nos aseguran que en este mundo “no hay tal cosa como un almuerzo gratis”. Tarde o temprano, alguien tiene que pagar la cuenta.

La estrategia de Macri se basa en la idea, que por cierto dista de ser nueva, de que a un gobierno sensato le sea dado encandilar a los ricos del resto del mundo hablándoles de las perspectivas espléndidas que ve frente a la Argentina con la esperanza de que respondan dándole plata fresca. Con todo, aunque los recursos naturales del país sí son impresionantes, su trayectoria política le juega en contra. Puede que Macri mismo se haya convertido en una de las estrellas de un firmamento internacional insólitamente oscuro, pero no ha conseguido borrar por completo la sospecha difundida de que la Argentina es la madre patria del populismo y que por lo tanto sería mejor no arriesgarse prestándole dinero. Puesto que, de resultas de las proezas electorales de Donald Trump y sus congéneres europeos, en el mundo actual el populismo es considerado una enfermedad que es casi tan nociva como eran el comunismo o el fascismo de otros tiempos, el temor a que el país pronto sufra una recaída hace que los inversores en potencia piensen dos veces antes de comprometerse, lo que, dadas las circunstancias, es comprensible.

Para la llamada comunidad internacional, el triunfo de Macri el año pasado fue muy grato pero un tanto anecdótico. Antes de convencerse de que el cambio anunciado sea algo más que un capricho pasajero, Cambiemos o una coalición parecida tendrían que consolidarse en el poder, marginando definitivamente al peronismo que, tal vez injustamente, tiene la reputación de ser el artífice principal de la prolongada decadencia nacional, de la paradoja planteada por una sociedad que, bien administrada, estaría entre las más prósperas del mundo pero que, para el desconcierto universal, se las ha ingeniado para depauperarse, dejándose superar no sólo por parientes culturales como Italia y España sino también por sus vecinos Chile y Uruguay.

Macri apostó a que, gracias al entusiasmo motivado en el exterior por su llegada a la presidencia y la salida de los kirchneristas, viniera un tsunami inversor que le ahorraría la necesidad de emprender un ajuste. Mientras tanto, cuidaría el flanco político impulsando programas asistenciales apropiados para el país mucho más rico que, esperaba, la Argentina pronto sería. ¿Y si el tsunami previsto no aparece? En tal caso, estaríamos en graves problemas ya que, como señaló Lavagna, el Gobierno –cualquier gobierno–, tendría que elegir entre dejar que el mercado resuelva el asunto, como hizo en 2002, y tomar medidas feroces que enseguida serían denunciadas como “salvajes” y “neoliberales”, lo que, huelga decirlo, no ayudaría a restaurar un mínimo de tranquilidad.

De todas formas, para que la Argentina se recupere de décadas de facilismo consentido, este gobierno y sus sucesores tendrían que aprobar una lista larga de asignaturas pendientes. Con la eventual excepción del campo, ningún sector significante es competitivo. Como están recordándonos los fabricantes locales de computadoras, pedirles hacer frente a los chinos es inútil; para sobrevivir, requieren barreras tarifarias altísimas que contribuyen al notorio “costo argentino”. Lo mismo puede decirse de muchas otras ramas industriales, pero si el país permanece encerrado en la cárcel económica de “vivir con lo nuestro” que a través de los años se ha construido, se depauperará cada vez más. Por desgracia, merced a Donald Trump el proteccionismo está ganando adherentes en el mundo, lo que a buen seguro incidirá en los debates que están celebrando aquí los políticos y empresarios, pero esquemas que podrían funcionar por un rato en un país opulento de más de 300 millones de habitantes serían ruinosos en uno subdesarrollado de poco más de 40 millones.

Aunque Macri y los suyos ya están tratando de impulsar algunas reformas encaminadas a abrir un poquito una economía casi tan cerrada como la de Corea del Norte, prefieren demorar la reconversión que se han propuesto hasta que por fin llegue la ayuda externa, o sea, las inversiones salvadoras. En vista de la aversión de la clase política y afines a los ajustes, puede que no tengan más alternativa que la de limitarse a corregir los errores más flagrantes cometidos por los kirchneristas, pero acaso deberían tomar en serio las advertencias formuladas en público por Lavagna y en privado por personajes menos heterodoxos acerca de lo peligroso que sería depender demasiado del endeudamiento.

También debería preocuparles lo que está ocurriendo, o está por ocurrir, en Estados Unidos, Europa y China. El consenso provisional es que, con el proteccionista Trump en la Casa Blanca y la probabilidad de que haga subir las tasas de interés, muchos países emergentes sufrirán una sequía financiera. De ser así, la Argentina podría estar entre las víctimas, aunque es por lo menos factible que Trump decida dar una mano a su “amigo”, Macri. En cuanto a Europa, sus problemas internos son tan graves que no estaría en condiciones de ayudar a nadie, mientras que, en un mundo atravesado por barreras comerciales, China luchará con uñas y dientes para defender sus exportaciones, lo que sería una mala noticia para aquellas empresas industriales que, acostumbradas como están a un mercado cautivo, no pueden ni siquiera competir con sus nada eficaces equivalentes brasileñas.

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