Por Carlos Gabetta (*) |
Hay dos maneras de tratar de entender la evolución del
comportamiento humano. Una, la fotografía; los hechos del presente, la
cantidad.
Otra, la “película”; las razones históricas, la conformación de
esquemas de autoridad, de sometimiento, por la fuerza u obligada aceptación.
Esto vale tanto para el análisis de los sistemas políticos y las clases
sociales como de los comportamientos individuales, familiares, íntimos, de los
que el primero y último es la relación macho-hembra. Para cualquier bicho de la
misma especie, todo comienza en el elemental acople. El paso del tiempo y de
las cosas modifica las relaciones de la única especie pensante: de hombres y
mujeres.
Ahora que la violencia masculina conmueve al mundo
occidental, la foto mostraría a los medios de comunicación y grandes sectores
de la población enterados de lo que ocurre, aunque con muy distinto grado de
entendimiento. Una foto no ya del Medioevo, sino de comienzos y largo trecho
del siglo pasado, casi nada mostraría, a pesar de que los hechos eran los
mismos y quizás más cuantiosos. Imperaba el silencio.
La película entre las dos fotos, en cambio, empezaría
mostrando un cuadro de dominio masculino; económico, familiar, personal,
sexual. Un sistema de clases y control; una noción de los derechos humanos que
despertaba hacia la conciencia, las leyes y compromisos internacionales que hoy
predominan. En ese marco, la relación hombre-mujer se agitaba a puro pujo
individual de algunas mujeres y algunos hombres.
Pero para la gran mayoría, el predominio masculino era
“natural”, aceptado por las mujeres. Las madres y las abuelas, a cargo de la
educación de la prole, preparaban a sus hijas para ser madres y esposas fieles
y respetuosas, al tiempo que enseñaban a sus hijos que los hombres no lloran y
deben ser valientes y esforzados para triunfar en la vida y mantener a su
familia. Una mujer que sufría violencia tenía que “aguantar”: ¿dónde vas a ir,
de qué vas a vivir? Había “tenido mala suerte” en el matrimonio. Los padres, en
los momentos en que se ocupaban de la educación de sus hijos, repetían a las
niñas lo de las mamás y las abuelas y a los niños que las mujeres les debían
respeto y fidelidad. Que ellos serían libres de ser irrespetuosos e infieles.
En cuanto al sexo, era su derecho, cuándo y cómo quisiese. Del placer femenino
no se hablaba.
La película nos lleva, atravesando luchas, al actual marco
de conciencia y leyes, en el que mucho ha cambiado, aunque no tanto en la percepción
del otro-otra en el plano personal. Sobre todo en los hombres. Las mujeres se
van liberando masivamente, sobre la base de que pueden trabajar, ser
independientes. Ahora tienen dónde ir. Denuncian el maltrato, exigen placer,
tiempo libre, amistades propias, abandonan a sus parejas, disputan los bienes
gananciales y reclaman igual salario.
Los hombres van acabando por aceptar todo lo que es legal,
pero a muchos les cuesta asumir los cambios que eso supone en los proyectos de
familia, en la vida cotidiana. ¿Cómo una mujer te va a decir que no quiere ir
al cine, o tener sexo? En cuanto al placer femenino, muchos hombres, cada vez
más, se interesan y hasta descubren un placer nuevo en el placer de la otra.
Pero hasta ahí llegamos: la “fidelidad” es otra cosa. El hombre sigue creyendo
que la infidelidad es su exclusivo derecho. Incluso entre los hombres que han
llegado más lejos, los “progres”, cuando alguien argumenta que en cuanto a
“fidelidad” la opción es que sea mutua o aceptar que ellas también tengan
“historias”, la mayoría expresa alambicadas reservas o cambia de tema. Muchas
mujeres, a su vez, aún suelen tomar por desafectos a los hombres que no
cuestionan su libertad.
Estamos ante un problema cultural, de civilización, que no
se resuelve en un par de generaciones. Pero una cosa es entender y otra
justificar. Para los violentos y femicidas, todo el peso de la ley y del
repudio social.
(*) Periodista y escritor
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