Por Nelson Francisco Muloni |
“Los viejos son/niños
avergonzados/que a la plaza van a tomar el sol”, dice una tierna y simple
canción del chileno Fernando Ubiergo. “Si
el alma se apasionase,/el cuerpo se alborotase/y las piernas respondiesen…/si
no estuviese tan oscuro/a la vuelta de la esquina/o simplemente, si todos,/entendiésemos
que todos/llevamos un viejo encima…”, canta acongojado Joan Manuel Serrat.
Los viejos, esa carne de la experiencia, son un mito que,
socialmente, se acepta como mito. Pero, además, son un espejo. En el que nadie
quiere reflejarse.
Llegar a viejo nunca fue sabio. Salvo algunas, muy pocas,
civilizaciones antiguas, respetaron a los viejos como vértices de la sabiduría
que la inmadurez no le daba al resto de la sociedad. Pero no se los dejaba
participar en la vida activa. Hoy, diríamos, que eran como una especie de “cerebros
de consulta”.
Pero, resulta que los viejos, antes y hoy, son aquellos “niños
avergonzados”. Los Estados no están para mantener gerontes. Por el contrario, buscan
con fruición a millenials que cambien las perspectivas sociales para lograr el
mundo mejor con el empecinamiento de los jóvenes
turcos en la “guerra del cerdo”.
Los viejos terminan siendo sacrificados. Las instituciones
geriátricas son masajes a la conciencia familiar cuyo tiempo, se cree, es de
oro. Cuando en realidad, es un hueso descalcificado. Ese tiempo, digo, que
culminará, también, en la doliente vejez.
Nadie quiere oler a viejo (los viejos huelen, justamente, a
vejez) como quien ruega que la última biopsia no nos indique tremendos males
físicos. Aunque los desgajos del alma, nos preocupen menos.
Los niños y los jóvenes tienen automatizados los beneficios
sociales. Y aunque se hayan creado ministerios de la “tercera edad”, eufemismo
de la premuerte, los trámites suelen
ser tan horrorosos que los viejos mueren de agotamiento y pena, con los últimos
remedios olvidados en la mesa de luz del abandono.
“Si no estuviese tan
oscuro/a la vuelta de la esquina…”, dice Serrat y especula que “si el carné de jubilado/abriese todas las
puertas”, arribar a la vejez sería mucho más noble, más digno. Pero, todo
es una fantasía que busca alivianar conciencias. Si hasta las religiones más
importantes tienen profetas y dioses jóvenes. Mahoma tuvo el recato de morirse
a los 62 años. Pero Cristo, llegó apenas a los 33. Nadie imaginaría la
iconografía de ambos en la senectud total. Porque la vejez, quizás en el imaginario
religioso, es un pecado.
En las repúblicas, la democracia se identifica con líderes
jóvenes. Claro que con el aval de los viejos. A quienes luego se arrojan por
las ventanas partidarias. Aunque las normas electivas no indiquen topes de edad
para el ejercicio político.
Hasta en el arte y la cultura se habla de “sangre joven”,
pero todavía no aparece el literato capaz de superar en una línea a los octogenarios
Borges o Tolstói. O una semifusa de Bach, Piazzolla, el “Cuchi” Leguizamón o Eduardo
Falú. Con las honrosas excepciones, claro. Que por eso son honrosas.
Pero, nada de esto evita el desasosiego ante la vejez. De la
que se huye. Porque es el primer paso hacia el abismo de la muerte. A la que se
le tiene pavor atávico. Y el desasosiego por la vejez, es la desidia ante los
viejos. Que terminarán sus días pobres de cariño. De dinero. Y ricos en hambre.
Y olvido.
No es raro que una pareja de viejos termine sus días en el
frío de una pensión. De mala muerte O de un geriátrico. De muerte pasable. Pero
pensión de olvido, también.
Es raro, para las sociedades, que un viejo sea constructor
de vida como pudo haber sido años antes. Si ni la pensión ni el geriátrico son
destinos, su vida es una silla solitaria. Un bastón que ya no sostiene. O una
plaza sin sol.
Aunque los hay, cada vez son menos los viejos que reciben el
beso amoroso en la cabeza de escaso pelo. O toman las manos cariñosas de sus
nietos entre sus garras sarmentosas y débiles. Son los menos. Son los que tienen
ese pequeño lugar en la familia que ellos hicieron. Pero para el resto de la
sociedad, para los Estados, los viejos serán el peso demasiado ostensible de
una herida, tan absurda y perversa, hecha en el centro mismo de nuestra
humanidad. Una herida que se buscará ocultar con el agua oxigenada del olvido.
© Agensur.info
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