Hillary Clinto en Cleveland, la semana pasada. (Foto: Reuters) |
Por Ross Douthat
Un voto a favor de Hillary Clinton y en contra de Donald
Trump, según ha sugerido la campaña de Clinton abiertamente, no solo es un voto
a favor la candidata demócrata y en contra del candidato republicano, sino un
voto a favor la seguridad en vez del riesgo, a favor de la competencia en vez
de la imprudencia jactanciosa, a favor de la estabilidad psicológica en la Casa
Blanca en vez de pasiones ingobernables.
Este tema ha sido muy exitoso para Hillary, tanto en sus
debates como en la campaña, y con toda razón. Los peligros de la presidencia de
Trump son tan peculiares como el mismo candidato, y es más probable, en
comparación con cualquier administración normal, que un voto a favor de Trump
produzca una larga lista de consecuencias desastrosas: el desmoronamiento del
sistema de alianza occidental, un ciclo de radicalización nacional, un colapso
económico accidental, una crisis entre civiles y militares.
De hecho, Trump y sus seguidores casi admiten todo esto. En
esencia, el lema de su campaña es: “Ya intentamos la opción de la cordura, así
que ahora queremos optar por la locura”. Algunos de sus partidarios más
elocuentes hacen una analogía entre el voto a favor de Trump y secuestrar un
avión, con todo y la probabilidad de estrellar el avión.
Pero no querer al candidato que pretende estrellar el avión
no significa que deban ignorarse los peligros de su rival.
Los peligros de la presidencia de Hillary Clinton son más
familiares que las incertidumbres autoritarias de Trump, pues ya están
enraizados en la política de Estados Unidos.
Se trata de los peligros de analizar todo desde la
perspectiva del grupo de élite, de rendirse ante las estructuras de poder, de
dar culto a acciones presidenciales al servicio de ideales dudosos. Son los peligros
de una imprudencia y radicalismo que no se reconocen como tales, porque se
tiene como convicción que si una idea se ajusta a los conceptos establecidos y
está generalizada entre los personajes grandes y buenos, entonces no es posible
que sea una locura.
Casi todas las crisis de los últimos 15 años tienen su
origen en este tipo de locura. La invasión a Irak, que la izquierda prefiere
recordar como un conjuro neoconservador, en realidad fue obra de un consenso
intervencionista de dos partidos, con gran apoyo de George W. Bush, pero al que
también se adhirió una gran proporción de personas de centro izquierda, como
Tony Blair y más de la mitad de los demócratas del senado en Washington.
Lo mismo ocurrió con la crisis financiera: sin importar si
consideramos que la falta de regulación de los servicios financieros o la
optimista política de vivienda (o ambas) fueron responsables, ambas alas del
establecimiento político aceptaron las políticas que contribuyeron a inflar y
reventar la burbuja. Es el mismo caso del euro, una terrible idea a la que solo
los maniáticos y los ingleses se atrevieron a oponerse hasta que la Gran
Recesión dejó en claro que se trataba de una locura capaz de hundir la
economía. También es el caso de Angela Merkel y su grandioso e imprudente gesto
de abrir las fronteras el año pasado: fue la heroína de mil perfiles, aunque
causó polarización y violencia en su continente.
Con solo ver a Trump es evidente que existe un gran peligro
de sufrir desastres mayores, que el enorme riesgo temperamental y de
depravación moral es demasiado para considerarlo una alternativa aceptable
frente a esta situación actual que se basa en disparates… pero también al ver a
Hillary Clinton se observa a una mujer cuya trayectoria encarna las tendencias
que hicieron surgir al trumpismo en primer lugar.
De hecho, Clinton se distingue, incluso más que Obama o
Bush, por haberse desviado solo en contadas excepciones del consenso de la
élite en cuestiones de gobierno.
Estuvo a favor de la invasión a Irak cuando todo el mundo lo
estaba, en contra cuando todos dieron a Irak por perdido, y de nuevo actuó como
una irreprensible liberal de línea dura en Libia solo unos años más adelante.
Actuó como conciliadora con Rusia cuando los medios hicieron
burla de Mitt Romney por ser de línea dura con ese país; ahora ha apoyado la
línea dura hacia Rusia al igual que el resto de Washington, en un momento que
podría requerir bajar la intensidad.
Clinton cita a Merkel como líder modelo, tiene a su
alrededor una estructura bipartita en política exterior que está ansiosa por
intensificar las acciones en Siria, aunque todavía está por determinar los
detalles, y parece (al igual que sus audiencias del banco Goldman Sachs)
decidida a surcar con serenidad la tormenta del nacionalismo.
La buena noticia es que no tiene nada de utópica: es (o se
ha vuelto, a lo largo de una prolongada y desgastante carrera) de temperamento
pragmático, ha decidido no ser sentimental. Así que es poco probable que haga
algo que las capitales cosmopolitas del mundo pudieran considerar eminentemente
radical, peligroso o tonto.
Sin embargo, en aquellos casos en que la postura cosmopolita
no es razonable o segura, en aquellas instancias en que la élite occidental
puede volverse medio loca sin siquiera notarlo, Hillary Clinton da señales de
estar tan lista como el resto de sus colegas para ir de lleno por la locura.
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