Por Javier Marías |
Hacía ya años que no leía los
prospectos de los medicamentos. Antes los miraba con atención para saber qué
ingería, cuáles serían los beneficios y los (habitualmente) escasos riesgos.
Estos ocupaban por lo general poco espacio, y se daba por supuesto que los
buenos efectos superaban con creces a los improbables adversos. Pero los prospectos –como los
manuales de instrucciones de cualquier aparato, desde una máquina de afeitar
hasta una televisión– empezaron a alargarse con desmesura.
Hoy requieren varias
horas de lectura y se parecen a las Memorias de ultratumba de
Chateaubriand, no sólo por su extensión sino por la adecuación de su contenido
a ese título. El demencial crecimiento de las advertencias se debe sin duda a
una de las plagas de nuestro tiempo: la proliferación de abogados tramposos y
de ciudadanos estafadores, dispuestos a demandar a cualquier compañía o
producto por cualquier menudencia. Son conocidos los casos grotescos: en las
instrucciones de los microondas hay que especificar que no valen para secar al
perrito después de su baño, o en las de las planchas que éstas no se deben
aplicar a la ropa mientras la lleva uno puesta. Probablemente hubo cenutrios a
los que se les ocurrieron semejantes sandeces. En lugar de ser multados por su
necedad incontrolada, interpusieron una demanda por no habérseles prevenido con
claridad contra su memez extrema (se solía dar por descontada la sensatez más
elemental en la gente); un artero abogado los apoyó y un juez contaminado de la
idiotez ambiente falló a su favor y contra la cordura. El resultado es que
ahora todos los productos han de advertir de los peligros más estrambóticos y
peregrinos, sometiéndose a la dictadura de los tarugos mundiales
sobreprotegidos.
Lo mismo, supongo, sucede con las
medicinas. Si uno lee un prospecto, lo normal es que no se tome ni una píldora,
tal es la cantidad de males que pueden sobrevenirle.
Son tan disuasorios que resultan inútiles. Bien, me recetaron unas pastillas
para algo menor. Las tomé seis días y me sentí anómalamente cansado. Así que,
contra mi costumbre, miré la “información para el usuario”, seguro de que la
fatiga figuraría entre los efectos secundarios. Me encontré con una sábana
escrita con diminuta letra por las dos caras. El apartado “Advertencias y
precauciones” ya era largo, y desaconsejaba el medicamento a quien padeciera
del corazón, del hígado, de los riñones, diabetes, tensión ocular alta y qué sé
yo cuántas cosas más. Pero esto era un aperitivo al lado del capítulo “Posibles
efectos adversos”, dividido así: a) “Poco frecuente (puede afectar hasta a 1 de
cada 100 personas)”; b) “Raro (hasta a 1 de cada 1.000)”; c) “Desconocido (no
se puede determinar la frecuencia a partir de los datos disponibles)”. Luego
venía otra tanda, dividida en: a) “Muy frecuente (más de 1 de cada 10)”; b)
“Frecuente”; c) otra vez “Poco frecuente”; d) otra vez “Desconocido”. La
exhaustiva lista lo incluía casi todo.
Piensen en algo, físico o psíquico, leve o grave, inconveniente o alarmante,
denlo por mencionado. Desde “erecciones dolorosas (priapismo)” hasta “flujo de
leche en hombres (?) y en mujeres que no están en periodo de lactancia”. Desde
“convulsiones y ataques” hasta “sueños anormales” (me pregunto cuáles
considerarán “normales”), “pérdida de pelo”, “aumento de la sudoración” y
“vómitos”. Desde “hinchazón de la piel, lengua, labios y cara, brazos y
piernas” hasta “pensamientos de matarse a sí mismo” (el español deteriorado
está por doquier: normalmente bastaba con decir “matarse”; claro que nada
extraña ya cuando uno ha oído o leído en numerosas ocasiones “autosuicidarse”,
lo cual sería como matarse tres veces). De “urticarias” a “chirriar de
dientes”. De “aumento anormal de peso” a “disminución anormal de peso”. De
“alegría desproporcionada” a “desfallecimiento”.
Huelga decir que al sexto día dejé
las pastillas. Por suerte nada de lo amenazante me había ocurrido, cansancio
aparte. Pero ya me dirán con qué confianza u optimismo puede uno ingerir algo
de lo que espera beneficio y no maleficio. Lo que más me llamó la atención fue
el subapartado “Efectos adversos desconocidos”. Deduzco que ningún paciente se
ha quejado aún de los daños en él descritos. Pero, por si acaso surge alguno un
día, mejor incluir todo lo posible.
Eso, obviamente, es infinito. Así que más vale que aportemos todos ideas. ¿Y si
aumento de estatura y me convierto en un Gulliver entre liliputienses? ¿Y si
disminuyo y me convierto en El increíble hombre menguante,
aquella obra maestra del cine? ¿Y si cambio de sexo? ¿Y si me salen pezuñas o
se me ponen rasgos equinos? ¿Y si me transformo en cerdo y acabo hecho jamones?
No se priven, señores de las farmacéuticas, a la hora de imaginar horrores que
los blinden contra los quisquillosos sacadineros. De momento ya han conseguido
que nadie lea sus prospectos, y que, si lo hace, renuncie de inmediato a
mejorar o a curarse con sus tan fieros productos.
© Zenda – Autores, libros y compañía
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