UN TEXTO DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ
Reproducimos una historia verídica sobre la vida y
el destino de Jorge Fernández Díaz. Publicada en La Nación,
fue recogida en 2010 en La hermandad del honor, libro editado por Planeta Argentina.
Hace cuatro años la mujer citó a sus seis nietos
para contarles dos terribles secretos que había ocultado durante
décadas y que involucraban un suicidio, la falsa identidad de su hijo y el
horror del Ghetto de Varsovia. Los invitó a cenar en su departamento del
barrio de Belgrano con sus respectivas parejas, y cuando todos pasaron al
living les pidió a sus empleadas que sirvieran café,
desconectaran los teléfonos y se retiraran. Uno de los nietos
encendió una cámara para filmar el momento histórico. Y entonces Mira Ostromoglinsky,
que acababa de enviudar, los hizo llorar y estremecer con su historia de
amor, persecución, homicidios, ocultamientos, esperanzas y redenciones.
Los nietos conocían sólo partes de la odisea de
aquella familia judía, y quienes sabían esos secretos jamás se habían
atrevido a comentarlos delante de su abuela. Esa noche
inolvidable oyeron de su propia boca que por deudas con un
prestamista el padre de Mira se había suicidado aspirando gas a través
de la manguera de un calentador. Eso que se calló durante tanto tiempo
sucedió en 1929, en la ciudad polaca de Lodz, donde Mira y su hermana
mayor Edwarda fueron criadas y desde donde tuvieron que emigrar para
ganarse la vida. Varsovia era, en 1932, una urbe enorme y moderna donde se
aceptaba a los judíos a regañadientes. Tres años más tarde Hitler ganaba
las elecciones en Alemania.
Edwarda conoció allí a un hombre rubio que
trabajaba en una fábrica textil: Boris Lewin. Se enamoró, se casó,
quedó embarazada y dio a luz a Teo, el otro protagonista de esta
historia. A los 17 años Mira también comenzó a trabajar y a
escuchar la BBC de Londres: los nazis atacaban las casas y
los negocios de los judíos en toda Alemania. El 1º de septiembre de
1939, los alemanes comenzaron sus maniobras para invadir Polonia.
Preventivamente, a Mira la despidieron por judía. Pronto comenzaron los
bombardeos, las sirenas, las corridas, los temblores y el dolor. Cayó el
gobierno polaco y las tropas hitlerianas entraron en Varsovia con la
nieve.
Las hermanas Ostromoglinsky tenían una esperanza,
que no las reconocieran como hebreas. Edek Erlich, el mejor
empleado de la fábrica, se les unió en la desgracia. Era un
hombre guapo de ojos azules, y a Mira le pareció hermoso.
Pasaron esos primeros días todos encerrados en un sótano, y
cuando salieron a la superficie comprobaron que una cuarta parte
de Varsovia era puro escombro. Vieron que llevaban pilas de
cadáveres en carros, y que había cientos de mutilados y
niños huérfanos. Pero la fábrica todavía necesitaba de la pericia
de Boris y de Edek, de modo que ellos se reintegraron a sus
puestos, mientras los nazis cerraban diarios y confiscaban
radios para aislar a los polacos del mundo. Y expropiaban las
tiendas y las fábricas de los judíos, y los obligaban a bajar la mirada al
cruzarse con un alemán y a llevar un brazalete con la estrella de David.
Mira intentó vender sombreros y guantes en las
calles, pero una patrulla alemana le arrebató la mercadería. Luego
entró a trabajar en la fábrica con Edek, que al principio parecía
ignorarla. Un día un grupo de alemanes se llevó a las hermanas al
cuartel de la Gestapo para que limpiaran los pisos y un soldado intentó
violar a Mira. La salvaron los gritos desesperados de Edwarda y la
intervención de un oficial de alto rango.
En Varsovia todo era desolación y saqueo. Los
propios judíos debieron poner los postes, tender los alambres de púas y
levantar un muro de 18 kilómetros para construir ese barrio
tristemente célebre. Pero dentro de sus límites Mira y Edek
construyeron su amor, y Boris y Edwarda criaron a Teo, mientras una
epidemia de tifus liquidaba a miles de personas por día y los cadáveres
sembraban la nieve con su hedor. Mira vio en una esquina cómo unos niños
le hacían cosquillas al cuerpo inerte de un anciano que había sido
asesinado de un tiro en la frente.
Los nazis ahogaron a treinta niños judíos en los
pozos de arcilla de la calle Okopowa y la difteria estuvo a punto de
acabar con la vida de Teo. Las dos cosas persuadieron a sus padres de
que debían tomar una decisión dolorosa: hacerlo pasar por católico y
entregarlo a una familia polaca para que lo criara mientras durara la
invasión. A cambio de ese delicado servicio, le entregaron un cofre con
todo el dinero y las joyas que habían podido esconder. Mira todavía
recuerda a su hermana y a su cuñado abrazados en luto, y al día siguiente
sus caras al recibir la noticia de que lo habían sacado a Teo del Ghetto por las
alcantarillas y que estaba en la casa de la señora Stempke.
Pocos días más tarde el líder del Consejo Judío del
Ghetto de Varsovia se quitó la vida y Mira y los demás se
dieron cuenta de que se avecinaba lo peor. Los nazis comenzaron,
en efecto, a ofrecer raciones dobles de alimento para quienes
se presentaran como voluntarios a ser deportados. Los hambrientos se
anotaban en masa, aunque ninguno sabía adónde iba a ser enviado ni por qué
motivo. Junto a las mesas había una montaña de efectos personales: en el
sitio al que se dirigían no necesitarían nada —les aseguraban— Se les
proveería de todo lo necesario para comenzar una nueva vida.
Los llevaban luego en camiones hasta el tren, que
los sacaba de Varsovia. La ciudad fue vaciándose a gran velocidad: al
final los nazis entraban en las casas y capturaban a cualquier
judío que no pudiera trabajar para “deportarlo”. Ya habían bajado
a 85 calorías diarias la alimentación: eso equivalía a media
rodaja de pan. Se trataba claramente de una campaña de exterminio.
Un día de agosto las SS los arrearon hacia la zona
del registro. Un judío intentó escapar y lo asesinaron de un
disparo. Formaron dos filas y Boris, Edwarda y Mira lograron
colocarse en la cola de la derecha: sabían que por lo
general formaban allí los que se salvaban. Edek quedó en la fila
izquierda, pero un ingeniero polaco que lo estimaba empezó
a empujarlo y a insultarlo de arriba abajo frente a las sonrisas de
los alemanes. Tanto lo empujó que fue a parar a la fila de la derecha y
así evitó por un pelo el traslado final.
La madre de las hermanas murió en aquellos días
infaustos, y el pequeño grupo de familia tuvo la certidumbre de
que ellos no pasarían la próxima “selección”. Edek aprovechó
el interregno para proponerle a Mira casamiento. Se casaron en un cuarto
polvoriento y se juramentaron atravesar juntos la terrible tempestad del
destino.
El día en que Mira cumplió 21 años tuvieron la
plena seguridad de que los nazis matarían a todos los judíos que
quedaran en el ghetto. La resistencia había comenzado a
arrojar molotovs y a formar barricadas. Ellos se escondieron en
un sótano, bajo una escalera, junto con otros hombres y con una mujer
que llevaba un bebé en brazos. El habitáculo era estrecho e irrespirable.
Debían permanecer en silencio absoluto y en oscuridad total. Afuera había
disparos y explosiones, y alarmas de toque de queda, y gritos de dolor y
de festejo. Pasaron horas y horas. Un hombre pidió perdón y se orinó
encima.Y lo siguieron los otros. Pasaban todo el día y la noche ciegos
y mudos, allí escondidos, comiendo de cuando en cuando trozos de pan
y bebiendo pequeños sorbos de vino. Al quinto día se acabó la comida, y el
bebé comenzó a llorar. No podían pararlo con nada. Pasadas las bombas y
los otros estruendos, caída la noche, el llanto seguía y era
peligrosísimo. Mira trató de calmarlo y en la oscuridad vio que el padre
sacaba de sus bolsillos un sobre de color blanco. Es cianuro—dijo—. Dénselo al niño antes de
que nos delate. Yo no puedo, soy el padre. Lo sacaron
carpiendo. No valía la pena matar a un niño para salvar diez vidas. Pero
allí se veían nítidamente los extremos horrorosos del género humano.
El niño se durmió, agotado de tanto llorar, y al
noveno día los vinieron a buscar unos miembros de la resistencia.
Después de nueve días de oscuridad y silencio, Mira sentía un
frío demencial en el cuerpo y en el alma. Las calles estaban infestadas de
soldados y francotiradores, y un amigo de la antigua fábrica colocó a Edek
y a su flamante esposa dentro de una caja de madera, selló los bordes con
enormes clavos y dejó que trasladaran el “paquete” fuera del ghetto: se
suponía que en su interior iba una máquina valiosa.
De un sótano a una caja: Mira ya prefería las balas
al encierro. Se quedó dormida después de los zarandeos y a poco de
despertar los sacaron de la caja de madera y les permitieron quedarse un
momento en una casa de la zona aria. Allí les informaron que Teo crecía
fuerte y sano, y totalmente integrado a la vida cristiana de la familia
Stempke.
Enseguida se reunieron con Edwarda y Boris, que
también habían escapado del ghetto, y se quedaron escondidos en la
casa de una familia polaca, que bajo una alfombra tenía una especie de
fosa de mecánico para las emergencias. Edwarda se admiraba de la suerte de
Mira, y era fatalista acerca de su propio sino. Le apretaba las manos y le
decía: Tenés que salvarte para cuidar a Teo. Mira
rechazaba esos malos augurios pero al poco tiempo los nazis apretaron el
cerco sobre los polacos que escondían judíos, y las dos parejas tuvieron
que meterse en la fosa.La situación se volvió insostenible: los
cuatro abandonaron la casa e ingresaron en la resistencia a
órdenes de una partisana comunista. Los Aliados estaban
invadiendo Francia y Stalin venía en camino.
En septiembre, Edwarda no podía más. Quería saber
de Teo. Era un riesgo demasiado alto: Si descubren que el niño
es judío conseguirá que lo deporten. No podrá acercarse a él, ni
hablarle, sólo podrá verlo de lejos, le dijeron. La madre
aceptó llorando, y cuando una anciana trajo a tres niños rubios,
desde lejos la hermana de Mira reconoció al suyo. Teo se apartó en un
momento para orinar en un árbol apartado de un jardín, y Edwarda se le
acercó para ayudarlo sin decirle una palabra, vibrando de impotencia. El
niño terminó, la miró en silencio, le besó la frente y se fue con sus
“hermanos”.
En la resistencia polaca, los dos hombres
integraron un grupo que lanzaban por las noches bombas a los coches y
a los tanques alemanes, y las mujeres otro dedicado a tareas
de logística. Una vez, haciendo un inventario en una despensa, Mira
revisó una enorme bolsa de porotos y encontró en su interior una caja de metal
con una fortuna en billetes. Alguien, en la desesperación, había guardado
allí sus ahorros. Las hermanas se dividieron el dinero, y aguantaron con
sus maridos el bombardeo de la Ciudad Vieja: la resistencia no tenía
artillería antiaérea y los rusos no terminaban de llegar. Llegó
entonces la evacuación de la zona. La orden era escapar en tandas.
Las hermanas se despidieron y quedaron en
encontrarse luego. Mira y Edek se metieron por los túneles de las
cloacas y atravesaron la ciudad, cambiaron ropas en la zona oeste,
durmieron abrazados en un portal y estuvieron esperando dos días a
Edwarda y a Boris. Varsovia había quedado reducida a cenizas. Boris
apareció solo y llorando, sin saber qué había pasado con Edwarda. Ella y
otros partisanos, se supo después, quedaron atrapados abajo porque una
bomba había bloqueado la salida del túnel y los había obligado a vagar
como fantasmas por las entrañas de la tierra. Boris Lewin se quedó
atrás con un grupo, y ellos siguieron hacia el bosque, y en un
momento quedaron solos. Absolutamente solos.
Lo que sigue es una fuga por campos y caminos
mortales, entre pelotones de las SS, tropas soviéticas y polacos de
dudosas intenciones. Cayeron prisioneros y lograron escapar en medio de un
ataque del Ejército Rojo. Un baño reparador después de muchísimo tiempo,
la culpa de haber sobrevivido y la búsqueda en vano de Boris, Edwarda y
los demás. Era obvio que los nazis los habían aniquilado, pero tardaron un
tiempo en darlo casi todo por perdido. Quedaba, obviamente, el pequeño
Teo.
¿Lo devolvería la señora Stempke después de tenerlo
tanto tiempo dentro de su familia? Mira y su marido viajaron a
Varsovia para buscarlo. Atravesaron esa molienda de edificios y
recuerdos, y llegaron con el corazón en la boca a la casa de
aquella polaca bajo una lluvia torrencial. Sólo había ruinas. Y
el solitario e inútil marco de la puerta. Mira gritó en un ataque
de odio. Insultó al mundo entero y maldijo la suerte de todos,
pero de repente advirtió que bajo una piedra había un papel mancillado por
el fango. Decía simplemente: Estamos en Praga. Y
una dirección del barrio popular al otro lado del río. Una piedra,
un papel en medio del infierno, la soledad y la tormenta: un milagro.
La señora Stempke la hizo pasar y le contó que
Edwarda, durante el levantamiento, había pasado por allí y le había
entregado, para pagar los gastos de su hijo, el dinero que
había hallado en la bolsa de porotos. Le expliqué a su hermana
que podía quedarse, pero no quería poner en peligro a Teo,
aseguró la polaca. Quiero llevarme a Teo, soy su
tía, le dijo Mira llorando. Déjeme su dirección y en Pascua
le llevaré al niño, le respondió.
Pero cuando cerró la puerta, llegó a los oídos de
Mira la voz de la señora Stempke diciéndole a su amante: ¿Qué haremos? ¿Le daremos el niño?
Finalmente se lo dieron. Estaba grande y fornido, y
muy desconfiado. Stempke dejó a uno de sus propios hijos para que lo
acompañara en la adaptación. Y Mira y Edek lo mimaron con pasión. Al
despedirse de su “hermano”, dos o tres semanas después, Teo los culpó a
ellos de su gran dolor. Fueron días intensos y difíciles. Hitler se había
pegado un tiro en su bunker, había caído la bomba de Hiroshima y se
anunciaban los juicios de Nürenberg. Pero Mira sólo tenía una
preocupación: Teo. Ganarse al niño, y protegerlo de todo mal.
Protegerlo, por ejemplo, de la invasión rusa. Tenemos que irnos de aquí, le dijo a Edek. No
poseían papeles, ni siquiera un acta de nacimiento, y escapar de Polonia
significaba contradecir la voluntad del régimen soviético. Vivieron un
sinfín de peripecias, se instalaron un tiempo en Frankfurt, Mira quedó
embarazada y dio a luz una niña, y Edek consiguió trabajos y en
Francia desarrolló negocios textiles.
Cada vez que Mira, para mantener viva la imagen de
su Hermana muerta, le hablaba a Teo de ella, el niño sufría y
cambiaba de tema. Así que Mira y Edek evitaron el asunto. Un amigo le
propuso a Edek una aventura: ser su socio en una fábrica textil ubicada en
un país ignoto. Ese país era la Argentina.
Hubo que fraguar pasaportes para viajar a esa
nación pujante que dirigían unos militares nacionalistas. El
hombre fuerte del régimen se llamaba Juan Domingo Perón, y sólo
le había declarado la guerra a Alemania cuando ésta ya se
estaba desbarrancando.
Ocultaron la condición de judíos para conseguir la
visa argentina. Un judío convertido en cura católico les consiguió
un certificado falso.Y dos amigos aseguraron bajo juramento que eran
marido y mujer, y que Teo y la niña eran sus hijos. Sacar de Europa a un
sobrino era otra complicación. Teo se había adaptado completamente a
ellos, funcionaba como un hijo más, pero seguía reaccionando con llantos y
mutismo cuando Edek o Mira le hablaban de sus verdaderos padres. Entonces
ella le dijo: Si alguna vez querés saber
quiénes fueron tus verdaderos padres y qué les pasó, no tenés más que
preguntar. Y agregó: Si vos no me preguntás, yo
nunca más voy a hablar de esto. Ese pacto de silencio entre los
tres duró más de cincuenta años.
Llegaron a Buenos Aires en 1952 y descubrieron que
era una sociedad abierta, formada de inmigrantes, y que a nadie le
preocupaba si eran españoles, italianos o sefardíes. Rememoraron el miedo
aquel día en que los aviones de la Marina bombardearon la Plaza de Mayo,
pero la vida en la Argentina les resultó benigna. Prosperaron y mucho.
Para absolutamente todos, amigos y familiares, Teo era el hijo de Mira y
Edek. Cuando el chico salió del secundario quiso estudiar ingeniería
textil, y pidió hacer la carrera en Canadá. La hizo y volvió. Y se casó
con una católica. Y aunque Mira y Edek viajaron por negocios y placer
muchas veces a Europa nunca se atrevieron a volver a Varsovia. Hasta que
ya ancianos, en 1987, padres e hijos compartieron esa travesía al pasado.
La ciudad estaba totalmente cambiada, pero fue un
reencuentro conmovedor. El último viaje fue en 1995 con sus nietos. Acá estamos, Polonia, sobrevivimos, dijo Mira. Una
tarde descendieron a las cloacas por las que habían escapado. Esas
alcantarillas eran ahora un monumento a la memoria.
Mira Ostromoglinsky |
El gran secreto de Teo ya no era tan secreto. Los
hijos y nietos lo sabían: se los habían comunicado los unos a los
otros en murmullos pero bajo la prohibición total de hablar con
los viejos. A los nietos no les cerraban las historias vagas de
Mira y Edek acerca de aquellos días del Holocausto, y cada uno tenía
una composición de lugar. Pero sólo cuando Edek murió, hace cuatro años,
Mira decidió quebrantar con permiso de Teo aquel pacto.
Ahora están todos en este living, donde me ofrecen
un té con dulces manjares. Mira es una mujer de 86 años que
está vestida y peinada para la foto. Sus hijos y sus nietos la
rodean, e intervienen en la conversación. Teo derrama lágrimas.
Quiere que se conozca esta historia, terminar de algún modo con la
clandestinidad. Son judíos que no han sido educados en el odio, pero sí en
el silencio del perseguido. Teo me cuenta que vivió y estudió en Canadá como
católico para no tener problemas, y que recién hace unos años, cuando se
reencontró con sus viejos compañeros y comprobó que ese país se
había modernizado y vuelto mucho más tolerante, les dijo al fin
la verdad. Iba a misa y a retiros espirituales; cumplía los
ritos católicos para sobrevivir. Y tardó años en entender que
tenía derechos.
Me avergüenzan las sociedades que consienten la
intolerancia. También me impactan los héroes que han sobrevivido a la
maldad absoluta. Le doy un abrazo a Teo y beso a Mira. Le digo a ella que
es un honor conocerla. Y veo algo extraño en el fondo de sus ojos. Veo la
sombra de Edek, el hombre que la amó en el infierno, y más allá divisó la
nieve, la sangre, los gritos, las risas, las esperanzas y el muro
derribado para siempre del Ghetto de Varsovia.
© Zenda –
Autores, libros y compañía /Agensur.info
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