Por Arturo Pérez-Reverte |
Divorciado. Mi amigo Paco –lo llamaremos Paco para no
complicarle más la vida– es divorciado desde hace tiempo, de ésos a los que la
mujer, un día y como si no viniera a cuento, aunque siempre viene, le dijo:
«Ahí te quedas, gilipollas, porque me tienes harta», y se largó de casa. Al
principio, como tienen un hijo de ocho años, la cosa funcionó en plan amistoso,
pensión de mutuo acuerdo y demás, tú a Boston y yo a California.
Pero la ex
legítima, cuenta Paco, se juntó con unas cuantas amigas también divorciadas que
empezaron a crear ambiente. Cómo dejas que ese hijoputa se vaya de rositas,
sácale los tuétanos, y cosas así. Lo normal. Además, una de las compis era
abogada, así que Paco lo tenía claro. Su ex lo pensó mejor, se le puso
flamenca, y al año de separarse le había quitado la casa, el coche, el perro,
las tres cuartas partes del sueldo y la custodia del niño. «Y no me quitó la
moto -dice Paco-, porque me arrastré como un gusano, suplicando que me la
dejara».
Desde entonces, un día a la semana, mi amigo va a recoger a
su hijo al cole. En Madrid. Se trata, me cuenta, de uno de esos colegios
pijoprogres de barrio ídem, por Chamberí, con papis modernos y enrollados
–«como lo era yo, te lo juro, hasta que esa zorra me dio por saco», matiza
Paco–, donde a las criaturas se les quita horas de Lengua, de Historia y de
Ciencias para darles Valores y Buen Rollito, Estabilidad Emocional, Dinámica de
Grupo, Gramática de Género y Génera, Convivencia de Civilizaciones, Acogida a
Refugiados y otras materias de vital importancia.
Paco tiene mala imagen en el cole de su hijo. Seguramente se
debe a que el curso pasado, en la fiesta de Halloween, o de Acción de Gracias,
o del Ramadán, una de ésas –Navidad o Reyes no eran, seguro, pues no se
celebran para no ofender a los padres y niños no creyentes–, donde el asunto
para disfrazar a los niños eran los piratas del Caribe, a Paco se le ocurrió
vestir a su hijo, que le tocaba en casa ese día, con un parche en el ojo y una
espada de plástico. Y cuando la profesora vio llegar al niño de la mano de su
padre, lo primero que hizo fue quitarle el parche y la espada. El parche, dijo
indignada, porque podía herir la sensibilidad de las personas con alguna
minusvalía de visión ocular; y la espada de plástico, porque en ese colegio las
armas estaban prohibidas. Y cuando Paco argumentó que los piratas llevaban
armas para sus abordajes y masacres, la profe zanjó el asunto con un seco:
«También había piratas buenos».
Pero la peor fama de Paco en el colegio de su hijo, piratas
y parche aparte, viene de la cosa alimentaria: la merienda. No hay una sola
madre con hijo allí que no sea una talibán de la alimentación sana; y como el
gran enemigo de las madres progres son la harina refinada y las bebidas
carbonatadas, cuando acuden a buscar a los niños todas van provistas de fruta
ultrasana, zumo de papaya virgen, pan de pipas, pan integral con levadura madre
enriquecida con semillas, jamón york ecológico, queso de leche de soja o
tortilla de huevos de gallinas salvajes que viven en libertad, igualdad y
fraternidad. Los carbohidratos, naturalmente, sólo se consienten en los
cumpleaños; y según cuenta Paco, basta pronunciar la palabra Nocilla para
ganarte una oleada de miradas asesinas. Al principio, dice, esperaba a su hijo
en la puerta del cole con la moto y un donut o un bollicao. «Y como los otros
críos miraban al mío con envidia, no puedes imaginarte el odio con el que me
trataban algunas madres. Como si fuera un terrorista. Hasta dejaron de invitar
a mi hijo a los cumpleaños y fiestas de pijamas». Alguna, incluso, hasta se ha
chivado a la del niño: «Deberías vigilar lo que le da de comer tu ex marido».
Así que, en los últimos tiempos, Paco y su vástago han
pasado a la clandestinidad en cuestión de meriendas, utilizando entre ellos una
jerga en código que los protege de la Gestapo materno-escolar. Cuando el enano
sale de clase con los compañeros, ya está adiestrado para preguntar a su padre
cosas como «¿Qué hay de lo que tú sabes?», a lo que Paco responde, tras mirar
prudente a un lado y a otro: «Tranqui colega, ahora te lo paso». Entonces el
zagal le guiña un ojo y pregunta, susurrando esperanzado: «¿Foskito?». Pero
Paco mueve la cabeza: «Hoy toca zoológico», responde. Y mientras suben a la
moto, clandestinamente, ocultándolo bajo el anorak de su hijo, le pasa la
pantera rosa o el tigretón.
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