Por Miguel Munárriz
Compartí con Daniel Moyano días y noches de amistad
en un tiempo en que la actividad literaria era el pan nuestro de cada día.
Organizaba yo entonces parte de la vida cultural en Oviedo: presentaciones de libros, premios y talleres literarios, encuentros con escritores.
Todo se vivía
como si fuera una fiesta, en la que un día Rafael Alberti recitaba sus poemas y
otro, el grupo de teatro Margen representaba un esperpento de Valle, o al
siguiente se presentaba un nuevo número de Luna de Abajo o
de Cuadernos de cristal, o leían poemas Caballero Bonald,
Brines, o Emilio Alarcos charlaba públicamente con Ángel González. En
1988 le propuse a Daniel Moyano venir a Oviedo a vivir aquel festín, y gracias
a la ayuda del concejal de cultura, José María del Viso, el ayuntamiento
colaboró cediendo un lugar magnífico en el centro del parque de San
Francisco para que el escritor impartiera un taller de escritura
creativa al que asistieron “universitarios y amas de casa”, como le gustaba
decir a Daniel.
Aprovechando su magisterio, yo le hice esta entrevista:
En 1989 Daniel Moyano vivió temporalmente en
Oviedo, repartiendo su tiempo entre la escritura de una nueva novela y sus
alumnos de un taller literario, a los que les enseñaba técnicas avanzadas de
ficción y a leer con placer.
La estrecha calle de San Vicente, frente a la
antigua facultad de Filosofía y Letras, presidida por la estatua de Feijoo,
está impregnada de siglos de historia musical y literaria. “El primer día que
vine a vivir aquí”, recuerda Moyano, “me traje La
Regenta y leí la descripción de la torre, de esa piedra alada,
y realmente era emocionante porque la estaba mirando con los ojos de Leopoldo
Alas; pero, claro, una cosa es leer La Regenta allá
y otra muy distinta es leerla aquí, en Oviedo, en una cocina cuya ventana da a
la parte de atrás de la catedral, donde tengo la torre a mano”.
Daniel Moyano nació en Buenos Aires en 1930 pero
sus recuerdos infantiles están en un pequeño pueblo de la Sierra de Córdoba
(Argentina). Allí estudió la primaria y allí tuvo la suerte de encontrar a una
maestra con la buena costumbre de llevar libros de la biblioteca cada viernes.
“Ella me pasó, con 13 años, el David Copperfield,
de Dickens, que recuerdo como mi primera novela; a Walter Scott, y el poema
gauchesco Fausto, de Estanislao del Campo”.
En la casa de su abuelo materno, que era italiano,
había tres o cuatro libros, entre ellos un ejemplar de La divina comedia, anotado por Francisco de Flora. Al
llegar la noche se contaban historias en aquella casa en la que ni siquiera
tenía luz eléctrica, “entonces, nosotros éramos los dueños absolutos de la
palabra”. Daniel leía para su abuelo, que ya le fallaba la vista. “Empecé a
leerle El Quijote un jueves de invierno que habíamos
hecho pan en el horno y traído las brasas sobrantes en un gran cacharro al
centro de la habitación. A él le gustaba, pero al fin de cada capítulo me
decía: sí, bueno, pero son cosas de un loco”. Al invierno siguiente, cuando lo
terminó de leer, su abuelo se secaba las lágrimas. “Recuerdo que dijo en
italiano: ´Poverino il vecchietto´ (“Pobrecito viejo”), y añadió: ´es cosa de
un loco´, es decir, que se mantuvo en sus trece, pero se emocionó
profundamente”.
A los 17 años se va a Córdoba a trabajar y a
estudiar bachillerato pero se inscribe en el Conservatorio y estudia violín. En
la biblioteca de la ciudad hace su primera lectura “seria” con la poesía de
Leopoldo Lugones y escribe poemas, aunque, según dice, las musas nunca le
fueron propicias, “la poesía es el grado máximo del lenguaje y me da un poco de
miedo después de haber leído a los grandes poetas”. En Córdoba estudia alemán y
lee a Rilke, a Hofmannsthal. “Hölderlin fue uno de los que más me impresionó,
incluso traduje algunos poemas”, dice, y cita de memoria fragmentos –en alemán
y en castellano– de En mitad de la vida. También
Pessoa, los simbolistas franceses, Drummond de Andrade…, todo cuanto llega a
sus manos; los cuentistas norteamericanos, desde Poe hasta ahora: “Ahí descubrí
a Faulkner, creo que a los sudamericanos nos ayudó muchísimo”. También Kafka y
Pavese…, y como lecturas deslumbrantes recuerda a Proust, el Ulises, de Joyce, Tristram Shandy, de Laurence Sterne, con prólogo de
Tolstoi: “Un día le dije a Cortázar. ´Ché, Julio, vos nunca citás Tristram Shandy´, y me respondió: Ah, ese es uno de mis
grandes maestros”. Mientras tanto, en Oviedo relee a sus autores favoritos
tumbado frente a las gárgolas a las que les han crecido violetas, o a los
contrafuertes de más de 400 años o bajo las dulces líneas de belleza muda de la
torre de la catedral. “Ahora estoy releyendo a Quevedo, de quien leí toda su
poesía siendo yo muy joven, y devoré su prosa porque era como encontrarte en el
corazón de la lengua”.
El exilio le obligó a abandonar casi toda su
biblioteca. Pudo rescatar el ejemplar de Cien años de soledad firmado
por su amigo Gabo, y todos los rusos editados en piel por Aguilar. En Madrid,
con libros comprados en el Rastro y en La Cuesta de Moyano ha ido duplicando la
biblioteca que dejó en La Rioja argentina. “Cuando volví, en 1983, no pude
traerme nada; estuve todo un día mirando la biblioteca, acariciándola, tocando
los libros. Me acuerdo de una edición de Luz de agosto, de
Faulkner, que tenía tapas anaranjadas; ese libro lo tuve presente tanto tiempo
en Madrid que al llegar fui derechito a verlo”.
Cuando fue a vivir a La Rioja estuvo tocando
durante 15 años como violinista en un cuarteto de cuerda y en la orquesta de
Cámara del Conservatorio, alternando la música con las palabras, “me he dado
cuenta de que la música es más cierta que las palabras porque la música está en
la naturaleza, es como un gas que explota por simpatía”, y lo cuenta con su
proverbial oralidad, poniendo ejemplos de instrumentos como la viola de amor,
que tiene dos pisos de cuerdas superpuestos en donde unas vibran por simpatía
al pasar el arco sobre las otras.
Para Daniel Moyano las palabras están en el vacío,
por eso escribe tratando de que los periodos y los ritmos, suenen, y recuerda a
Antonio de Nebrija cuando no diferenció la palabra del canto, al salir al aire:
“Por eso a mí me gusta contar mis cuentos y después escribirlos, aunque a veces
no logro superar la versión oral”.
Para leer a Daniel Moyano:
Libros de cuentos: Artistas de variedades (1960), La lombriz (1964), El fuego
interrumpido (1967), Mi música es para esta
gente (1970) y El estuche de cocodrilo (1974).
Novelas: Una luz muy lejana (1966), El oscuro (1968), El trino del diablo (1974), El vuelo del tigre (1981), Libro de navíos y borrascas (1983) y Tres golpes de timbal (1990).
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