No es fácil lograr el equilibrio entre el amor
y el odio
Por Alfredo Serra
Fuego contra fuego.
Las llamas que redujeron a cenizas su enorme cuerpo
no fueron las mismas que él, Fidel Alejandro Castro Ruz, encendió
en Sierra Maestra con su puñado de barbudos, ni tampoco las
que mantuvo vivas, a un precio demasiado alto, en su casi medio siglo de
dictador, tótem, leyenda.
Las llamas finales fueron, como lo es la muerte,
grandes niveladoras.
Convertida la carne mortal en frías cenizas destinadas
a urna y monumento, empieza el capítulo de la memoria. Para muchos, Fidel,
"El Caballo", seguirá siendo un dios flamígero y justiciero.
Imposible intentar abrir una fisura de razón en ese
muro, más duro que el malecón de La Habana.
Para muchos otros, ese mismo Fidel seguirá
siendo un implacable verdugo que convirtió su revolución en un feudo con visos
de eternidad, y a la isla que amaron José Martí, Huber Matos y Camilo
Cienfuegos, en una vasta cárcel con forma de "lagarto y ojos
de piedra y agua", como bellamente la describió el poeta Nicolás
Guillén.
Imposible intentar abrir una fisura de razón en ese
muro.
Amor y Odio (sí, con mayúsculas) es, fatalmente, su
testamento.
Pero así como las llamas crematorias nivelan y casi
le dan la razón a Shakespeare en su inmortal Macbeth ("La
vida no es más que una historia contada por un bufón, llena de sonido y de
furia, que nada significa"), la muerte de Fidel –como
cualquier otra– merece un mínimo acto de justicia.
Nació rico.
Hijo de terratenientes.
Se recibió de abogado.
Pudo ser "un pacífico burgués de la vereda",
como juzgó Federico García Lorca al caracol.
Pero eligió la renuncia a esa vida, y la rebeldía,
cuando su sangre hirvió ante la sangrienta dictadura de Fulgencio
Batista.
F.B. Zaldívar fue un sujeto despreciable. Sin filtros: un
canalla.
Oscuro sargento del ejército y candidato sin chance
para las elecciones de 1952, derrocó al presidente Carlos Pío Socarrás el
10 de marzo de ese año, se nombró coronel, y propició, además de la previsible
dictadura, una ola de corrupción antes desconocida en la isla.
Socio de los peores intereses norteamericanos (el
juego, la red de casinos, y de rebote, la prostitución), transformó la modesta
vida de la isla, de escasos recursos económicos (azúcar, ron, habanos: "la
sobremesa del mundo", como la definió un columnista), en un lujoso
burdel para pocos.
Amo y señor de la isla, se creyó intocable: lo sostenía
el ejército, y una policía bestial que torturaba por hábito.
Ergo, el triunfo de los barbudos de Sierra
Maestra era un fruto en sazón, y explotó en los primeros minutos de
1959, entre los fuegos artificiales, los smokings y los vestidos de seda que
celebraban un año más de impunidad.
Fue el gran instante histórico. El sueño de José
Julián Martí Pérez, político, filósofo, poeta y líder del Partido
Revolucionario Cubano: la independencia, la democracia, la libertad.
Que no llegó a ver.
Tres balazos lo mataron en 1895, en la primera
batalla contra el dominio español, que triunfaría con sangre y gloria.
Pero no hubo odio en su corazón.
Por eso escribió ese sencillo poema que todos
recitamos en la escuela:
"Para el amigo sincero | que me da su mano
franca | cultivo una rosa blanca | y para el cruel que me arranca | el corazón
con que vivo | cardo ni hortiga cultivo | cultivo una rosa blanca"
Como no hubo odio en el corazón de Camilo
Cienfuegos ni de Huber Matos, dos héroes de la
revolución de los barbudos que se jugaron la vida por una Cuba democrática.
Pero terminaron mal.
Camilo, a pesar de los constantes homenajes
posteriores de Fidel, desapareció en octubre, dos meses antes
del triunfo de la revolución, mientras viajaba en avión.
Muerte extraña.
Se habló de una tormenta que derribó la aeronave…
pero había buen tiempo en toda la isla.
Los cubanos lo llamaban "El comandante del
pueblo".
Acaso una idolatría que le jugó en contra.
En cuanto a Huber Matos, que
frunció el ceño y protestó apenas Fidel se proclamó
marxista–leninista… pasó veinte años preso en la siniestra Cárcel del
Torreón.
Cuando lo liberaron, era un cadáver viviente.
La eterna pregunta, la que perdurará más allá del
destino de Cuba después de que Raúl Castro, su
hermano, deje el poder (lo prometió para dentro de dos años…), es por qué Fidel, y
su lugarteniente Ernesto Guevara Lynch de la Serna,
lejos de una apertura democrática, imitaron en la brutalidad y la dureza a su
archienemigo Fulgencio Batista.
Porque de nada valen ni son creíbles los tetimonios
de figuritas y figurones argentinos que, invitados, retornan al país hablando
maravillas de Cuba y su revolución.
Es fácil cuando te pagan todo.
Y también por miedo: "Ojo con hablar mal,
porque el brazo de la revolución es muy largo".
Podría yo, en este punto, relatar mis veintisiete
días en La Habana (1973, gobierno del entonces presidente
argentino Héctor Cámpora, reanudación de las relaciones
diplomáticas con Cuba), pero prefiero evitar la experiencia
personal.
Decantada por el tiempo, la experiencia, muy dura,
que me obligó a refugiarme en la embajada suiza y salir vía México, y mi actual
prohibición de entrar en Cuba, pasados tantos años, sólo por contar en una nota
la difícil vida del pueblo cubano, privado de libertad política y hasta
personal, y sometida su alimentación a rígidas y avaras cartillas, no me
suscita rencor.
Se debió a la estúpida burocracia, al recelo, a la
sospecha: los clásicos ingredientes de las dictaduras.
Es cierto, también, que en los primeros días de la
revolución, Fidel fue a los Estados Unidos, lo
recibieron como a un héroe deportivo, lo fotografiaron el pijama en su hotel, y
poco faltó para que desfilara por la Quinta Avenida, como los
vencedores de la guerra y el primer hombre en la Luna…
¿Por qué fue?
Más claro, agua del límpido mar Caribe.
A pedir ayuda para un país desangrado por la
dictadura de Batista, la corrupción y la desigualdad social.
Punto a favor de su eterno uniforme verde oliva:
los grandes bonetes norteamericanos lo despidieron con un portazo.
Típica e histórica ceguera política de un país
poderoso y admirable.
América Latina, siempre el patio de atrás más allá de los
discursos.
El vecino pobre.
El pariente incómodo.
Y no hubo peor salida.
Fidel, el "Che" y todos
los barbudos, por previa convicción o por desesperada
necesidad, se asociaron al peor del barrio universal: la entonces Unión
de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
Que, en los días en que yo estuve, sostenían el
hambre de la isla, sin grandes resultados, con… ¡diez millones de dólares
diarios!
Era triste desfilar por librerías y ver, en las
vidrieras, en vez de los grandes nombres cubanos (Alejo Carpentier,
José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante), incomprensibles
libros escritos en… cirílico.
Grotesco: el exuberante trópico del brazo de la helada
estepa.
Burócratas rusos con gorro de piel junto a nativos
en guayabera.
Tirios y troyanos tomando helados en la famosa
"Copelia", mojitos y daiquiris en las mismas barras que inspiraban a
Hemingway, y noches en la famosa boite "Tropicana",
pero con las coristas cubiertas de ropa color carne.
Una malversación de la maravilllosa piel morena de
las mujeres cubanas.
Pero ésto es sólo anécdota triste.
Lo peor. Lo que tuvo al mundo en vilo, fue al
todopoderoso Fidel y su segundo, el "Che", convertidos
en títeres de la Unión Soviética.
Títeres, sí, pero con un condimento: su odio a los Estados
Unidos.
Torpeza y estupidez que le permitió a la URSS, a
cambio de los diez millones de dólares, instalar misiles nucleares apuntando
directamente al Tío Sam.
Más allá de toda reflexión política, el preludio de
una Tercera Guerra Mundial.
Me consta el terror: muchos amigos que vivían en
EEUU me llamaron… ¡para despedirse!
Porque nadie creía que la hecatombe pudiera ser
detenida.
El idiota lleno de sonido y de furia, que nada
significa, estaba por demoler al planeta.
Pero la tragedia en ciernes no la paró Fidel ni
su comandante, el despiadado "Che", que en sus fracasadas
campañas revolucionarias ordenaba fusilar a los que tenían miedo.
No.
La pararon (los libros de historia nunca lo
aclararon) John Fitzgerald Kennedy y Nikita Kruschev, en
un rapto, más que de lucidez, de terror.
Y bien.
Fidel, su mano de hierro, sus presos (entre ellos,
poetas, escritores, o simplemente opositores al pensamiento único), fueron el
único escenario durante casi medio siglo.
Como siempre, se verificó lo imposible: una
revolución lograda por las armas…, que al mismo tiempo gobernara respetando la
libertad individual, y llamara a elecciones.
A esta altura de la historia, una triste utopía.
En esa Cuba, salvo los
aplaudidores y los genuflexos, nadie estuvo a salvo.
Arturo Sandoval, uno de los más brillantes trompetistas del
mundo, logró huír de La Habana gracias a otro genio del mismo
instrumento: el mulato Dizzy Gillespie.
Antes, su orquesta había sido prohibida… porque
incluía saxofones.
La excusa "revolucionaria": el
saxo fue inventado por un belga, Sax, y los belgas fueron
terribles esclavistas… en el siglo XVIII.
Profundizar la revolución no era entornar un poco
la puerta: era reforzarla con doble candado.
No sólo escribir y publicar: prohibido pensar.
Pero, mientras tanto, se multiplicaban el mercado
negro, la desesperación por atrapar un dólar, y lo más triste: las
"jineteras" (prostitutas).
Es decir: un retroceso de medio siglo.
Pero sobre todo, otra vez la gran decepción: que un
movimiento, en principio justiciero, depurara a su país y a su pueblo y lo
impulsara "al mejor de los sistemas políticos conocidos, salvo todos
los demás: la democracia".
Célebre definición de Sir Winston
Churchill, uno de los pocos hombres que, en guerra su país, no le
mintió a su pueblo: "Sólo puedo prometerles esfuerzo, sangre, sudor y
lágrimas".
Fidel Castro ha muerto.
Es fácil esquivar la polémica.
Decir (lugar común si los hay) "la historia lo
juzgará".
Pero me niego a firmar cómodos lugares comunes.
Ha muerto un implacable dictador.
Encarceló y mandó matar sólo por el delito de
disentir.
Todavía hay presos por orden suya.
La apertura iniciada por el presidente Barack
Obama aun es incierta.
Lo mismo que las decisiones de Raúl Castro.
Después de casi medio siglo de mano de hierro y
privaciones, el destino de la isla es una incógnita.
Pero, en aras de la más elemental decencia humana,
repudio la bullanga y el festejo de los cubanos que viven en Miami ante
la muerte de Fidel.
Es cierto que la muerte no mejora a nadie.
Pero también que hasta el peor de los muertos
merece un instante de silencio y respeto.
Celebrar el fin de un dictador es jugar con sus
mismas cartas.
Dejemos que las llamas hagan su trabajo, que los
nueve días de duelo transcurran en paz, y que la isla y su gente, más allá de
la idolatría de muchos, entre en el siglo XXI con el espíritu de José
Martí y el largo sacrificio carcelario de Huber Matos.
Por fin, que el largo lagarto verde con ojos de
piedra y agua, encuentre la felicidad.
© Infobae
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