Hillary
Clinton contra Donald Trump, entre el continuismo y el salto a lo desconocido.
Por Marc Bassets
Estados Unidos
entrará este martes en la dimensión desconocida, o vivirá sin ilusión un hito
en su historia: situar por primera vez a una mujer al mando del país. Un hombre
sin experiencia política —errático y xenófobo y con un olfato formidable para
captar el ánimo de la clase trabajadora blanca— puede ganar este martes las
elecciones presidenciales de Estados Unidos. Con el republicano Donald Trump el
viraje sería abrupto: un salto a la incertidumbre.
La alternativa es la esposa
de un expresidente, una veterana de la política que ofrece continuidad. La
demócrata Hillary Clinton confía en el apoyo masivo de la minoría latina para
convertirse en la primera presidenta.
Clinton, de 69
años, y Trump, de 70, son baby-boomers,
miembros de la generación de la explosión demográfica de la posguerra. Sus
coetáneos se están jubilando. Quien gane sucederá, cosa extraña en un mundo y
un país que venera lo juvenil, a alguien más joven que él. Ambos son abuelos y
se identifican como neoyorquinos. Aquí acaban las semejanzas.
Pocas veces en las
últimas décadas se habían presentado dos candidatos tan antagónicos, con un
talante, una trayectoria y una visión tan distintas. Otras elecciones ponían en
contraste ideologías, pero nadie dudaba de que, ganase quien ganase, el rumbo
de la primera potencia mundial no sufriría un cambio brusco. Había un hilo de
continuidad.
No ocurre hoy. Trump es un magnate inmobiliario y una estrella de la
telerrealidad que exhibe, como programa electoral, sus presuntos éxitos en los
negocios y en la vida en general. En un año y medio ha destruido todos los
precedentes de la política estadounidense. Rompiendo límite tras límite de la
decencia pública o, como él llama, lo políticamente correcto, ha reescrito el
manual de las campañas presidenciales. Nunca se había visto a un candidato
amenazar al otro con llevarle a la cárcel, o a miles de personas coreando
consignas en un mitin de un candidato de un gran partido contra una nación
vecina, y socio leal, como México. Se han escuchado palabras gruesas, estos
meses, palabras que nunca se habían oído en horario de máxima audiencia. Aunque
pierda, llegar a las puertas de la Casa Blanca, tras derrotar en el proceso de
primarias a los líderes mejor preparados y financiados del Partido Republicano,
es un éxito. Con o sin Trump, el trumpismo —la base de votantes airados porque
se sienten víctimas de un sistema amañado en su contra, las damnificadas clases
medias blancas que un día fueron demócratas porque este era el partido que
defendía al ‘little guy’, el hombre de la calle— probablemente permanecerá.
El mensaje contra
el establishment —contra las élites políticas,
económicas y periodísticas— puede funcionar contra Clinton. Ex primera dama,
exsenadora, ex secretaria de Estado, Clinton es sinónimo de establishment. Representa una prolongación de la
presidencia de Barack Obama. Si los estadounidenses votan pensando en la
alternativa entre continuidad o cambio, el republicano tiene números para
ganar. Su victoria sería un puñetazo en las narices del sistema, la victoria de
un novato de la política contra todo y todos, desde los jefes de su propio
partido a Wall Street y a las cancillerías europeas. Si la alternativa no es
entre continuidad y cambio sino continuidad y caos, entonces Trump lo tiene más
complicado.
Trump ha prometido
expulsar a millones de inmigrantes indocumentados y obligar a México a sufragar
la construcción de un muro en la frontera. Se declara admirador del presidente
ruso Vladímir Putin, y quiere redefinir la alianza de EE UU con la OTAN y los
tratados de libre comercio. Celebra el uso de la tortura contra terroristas y
reparte insultos a latinos, mujeres, musulmanes y excombatientes. Amenaza con
impugnar el resultado si pierde. En esencia propone una redefinición de
elementos centrales del contrato social de este país. En frente tiene a una
progresista pragmática, una reformista que conoce mejor que nadie las palancas
del poder, una mujer que desarrollaría las políticas de Obama, desde la reforma
sanitaria a la regularización de los sin papeles. El problema es que, si gana,
los republicanos del Congreso pueden impedir gobernar con un bloqueo
legislativo permanente, como han intentado hacer con Obama.
Hay dos escuelas a
la hora de imaginar qué ocurriría en caso de una victoria de Trump. Algunos
creen que, por muy extremista que sea Trump en campaña, el sistema de
contrapoderes funcionará y limitará su capacidad de acción. La otra posibilidad
es que, con su personalidad arrolladora e impulsiva, conduzca a EE UU hacia una
deriva autoritaria. Las elecciones decidirán si, después de tener al primer
presidente negro, los estadounidenses ponen en la Casa Blanca a la primera
mujer, una política experimentada que cuenta con el apoyo de las clases con más
nivel de estudios y con las minorías raciales. O si eligen a alguien que
llevará un mensaje identitario y populista a la sala de control del país más poderoso
y reordenará el mapa geopolítico global. El mundo contiene la respiración.
© El País (España)
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